¿Nadie pararía esa locura? ¿Nadie se enfrentaría a ellas?
Manúo permaneció agachado y en silencio, temeroso de los ruidos del bosque. De repente, una preciosa y enorme gata blanca apareció de la nada, miró fijamente al pobre hombre y se tumbó en el alfeizar de la ventana, sin quitarle ojo de encima.
Cada vez que Manúo se movía, la gata maullaba y se le erizaba el pelo, por lo que, atrapado en sus ojos felinos, el joven pescador se acurrucó lentamente en el sofá, dispuesto a pasar la noche allí.
En la playa, el viejo observaba a cierta distancia. Hizo ademán de acercarse a la hoguera, pero lo pensó mejor y se alejó de allí en dirección a las rocas del rompeolas. Con la ayuda del bastón, llegó hasta la roca más alta y alejada. La última vez que estuvo en esa roca se sintió aliviado al saber que otra batalla había terminado, pero, de nuevo, al ver lo que estaba sucediendo a sus pies, sintió que su corazón se encogía, su alma se estremecía y la rabia crecía.
Una gran columna de humo negro ascendió hacía el cielo, tapándole completamente la visión. La hoguera había vuelto a ser alimentada. Encendió un cigarro y esperó pacientemente a que el humo se disipase. La oscuridad se adueñó de la playa. La luna y las estrellas se escondieron detrás de las nubes, quizá temerosas por el espectáculo ofrecido en la tierra, por lo que alrededor de la fogata sólo se veían sombras chinescas que se movían rápidamente de un lado a otro.
Cuando su cansada vista se acostumbró a la oscuridad, distinguió a varios hombres que iban y venían desde un carromato estacionado junto al camino que daba a la playa. Uno de ellos parecía portar libros, los cuales amontonaba en la arena, junto a la fogata. Los libros…
-Nadie los va a frenar -musitó.
-¿Tú no eres Nadie?
El anciano dio un respingo. Giró la cabeza y le vio.
-¡Copón bendito! -exclamó, mientras el ser se sentaba a su lado-. Exacto, yo no soy nadie… Bueno…, quiero decir que no importa cómo me llame…
-¿Por qué has venido? Podías haberte quedado en tu cabaña.
-Quería ver con mis propios ojos lo estúpidos e ignorantes que son. Si han decidido quemar los libros, no seré yo quien les frene… -hizo una pausa y respiró hondo el olor penetrante de la marisma-. Si han decidido que no vale la pena salvaguardar el conocimiento, ¿quién soy yo para impedírselo? -continuó-. No, fantasma, no me verás ahí abajo, peleando, de nuevo, contra cretinos. Prefiero sentarme y contemplar cómo ellos mismos se destruyen. Verles, creyéndose poseedores de un único pensamiento válido, cómo queman aquello que verdaderamente les puede hacer libres -El ser lo miraba-. Allá ellos si han decidido que ese es el camino. ¡A mí qué me cuentas!
Dijo esto último acariciando suavemente su zurrón. Se aseguró de tenerlo bien cerrado, y volvió la mirada hacia la fogata.
El ser permaneció en silencio. Los dos observaron a los hombres arrojando al fuego los últimos libros que quedaban. Hombres y mujeres, borrachos, sudorosos y sucios, fornicaban, cantaban, reían y chillaban, presos de un éxtasis general. La mujer mayor, junto al resto de mujeres que conformaban su círculo de confianza, permanecían alejadas de la hoguera, sin participar de la algarabía. Calladas y sonrientes.
-Ellas, siempre ellas, y nadie las va a parar…
¿Nadie…?
Recordó cómo le había llamado el joven pescador. No, él no era nadie para frenarlas. El tiempo de desgastes y luchas ya pasó para él; ahora le tocaba a otros.
-Lo han conseguido -asintió el viejo, encendiendo otro cigarro.
-¿Eso crees?
-Claro. ¿No las ves? Han logrado que todos esos cabestros que están ahí abajo hagan lo que ellas han decidido. No lo lograron con la sirena, pero han seguido intentándolo, hasta que lo han conseguido. Les dicen que en esos libros no encontrarán soluciones a sus problemas, que sólo encontrarán preguntas y más preguntas. Que esas hojas les harán pensar y se sentirán desgraciados al no encontrar la respuesta. Y no, eso no es lo que quieren, ¿no los ves? Quieren reír, beber, comer, divertirse, follar, pero que no les hagan pensar. Pensar no te hace feliz. Ya tienen suficiente con lo suyo… Hoy son los libros, mañana será el sitio dónde deban vivir, cómo deben vivir, qué deben comer… Pero eso ya no es mi problema, amigo mío. Ya no.
Y dirigió su mirada hacia el grupo de mujeres. No estaban lejos de la hoguera, y, aunque no había mucha luz, fue fácil distinguirlas del resto.
A la primera que vio fue a la más mayor que, siempre con el gesto avinagrado y la nariz encogida, controlaba que todo se hiciese como se había planeado, sin que nadie, ni siquiera las demás mujeres, se saliesen de lo que ella había estipulado. Ella no se dirigía a los hombres directamente, lo hacía a través de las mujeres.
-¡Orgullosa la señora marquesa! –exclamó Nadie.
Una voz chillona le hizo fijarse en otra, una chica joven de aspecto tosco y ceño fruncido.
Sacó del zurrón algo para comer. Todo eso le abría el apetito.
-¿Ves a aquella? -le dijo al ser, señalándola mientras mordisqueaba una manzana-. En el poco tiempo que llevo aquí, no ha parado de protestar y quejarse por todo. Si los hombres van lentos, les mete prisa; si lo hacen rápido, les increpa para que tengan cuidado; si hablan entre ellos, les manda callar. ¿Alguien le ha dicho a ella que se calle? ¡Qué pesadilla de mujer! -exclamó el pescador mientras intentaba encenderse un cigarro después de acabarse la manzana, pero la brisa le apagaba la pequeña llama en cada intento. Una gaviota quiso acompañarle y se posó junto a él. Giró la cabeza a un lado y a otro, mirándole con curiosidad. La intentó espantar, pero no se movió más allá de un aleteo nervioso-. No hay manera de que me dejéis tranquilo, ¿eh?
Miró a su alrededor. El ser se había desvanecido.
-Odio que haga eso.