Nadie supo qué debía hacer, ya que siempre hizo lo que pudo.
-¿Dónde diablos se ha metido esa mentecata? ¿Por qué no están aquí todos los libros que le dijimos?
La marquesa se acercó a los hombres que acababan de terminar de vaciar el carro y ya iban hacia la hoguera. Estaban cansados, sudorosos, y deseaban poder disfrutar de una maldita vez de la fiesta.
-¡¿Dónde están?! -les gritó, iracunda.
-¿El qué? ¿De qué hablas? Nosotros hemos descargado el trasto ese, que era lo que nos encargaron -y se alejaron sin hacerle el más mínimo caso a la mujer que les había estado dando órdenes todo el día.
Ellas empezaron a discutir, acusándose unas a otras.
Desde su posición, Nadie vio cerca del camino una figura conocida. La chica de las conchas, dubitativa, las miraba sin atreverse a acercarse al carromato. Algo llamó la atención de la chica, en dirección a la playa, y se agachó a recogerlo. Le había parecido ver una concha que no tenía en su colección, pero, con las prisas, la bolsa donde tenía guardadas sus pequeños tesoros se rompió.
Comenzó a recogerlas rápidamente. De repente, una mano se apoyó en su hombro, asustándola, pero al ver de quién se trataba sonrió.
-No sé qué les pasa… Algo están buscando… -dijo, guardando las conchas en su delantal.
-Yo creo saber lo que es -aseguró el pescador, ayudándola a recoger las que quedaban en el suelo.
La chica le miró sorprendida.
-¿Y qué es?
-Algo que me dejaste sobre las rocas.
-¿Yo? ¿Y qué te he dejado yo?
El viejo sacó el paquete envuelto en esa tela vieja y sucia y se lo mostró.
-¡Ah, eso! -dijo señalando con el dedo-. He intentado ver lo que decía, pero no lo entiendo. Yo creo que nadie lo entiende -se encogió de hombros y fue hacia el bosque.
–Nadie lo entiende, sí… -dijo en voz baja el viejo-. Guardó el paquete con mucho cuidado en su bolsa, y caminó hacia la playa.
Los hombres del carromato, que habían pasado a su lado corriendo, estaban en la hoguera donde varios muchachos, sentados a su alrededor, tocaban instrumentos musicales, y las mujeres, algunas medio desnudas, entonaban una melodía envolvente que invitaba a danzar con ellas. Varios se animaron y comenzaron a bailar. La inmensa hoguera seguía siendo alimentada por cientos de libros.
El mundo se detuvo para ellos. No había nada más a su alrededor: el calor de la hoguera, la música suave, el baile sensual de las mujeres… El viejo les observó asqueado y, dando una larga bocanada al cigarro, lo tiró a la orilla, dejando que las olas lo apagasen. Se giró mirando hacia el mar, dándoles la espalda.
Junto a la hoguera, esparcidos por la arena, había botellas rotas, jarras de cerveza, restos de comida, libros… ¡Los libros! Los idiotas habían dejado montones de ellos en la orilla de la playa. El mar los había arrastrado, y, ahora, permanecían flotando mecidos por las olas. En un primer impulso alargó el brazo para sacar alguno del agua, pero consideró el gesto como inútil y lo dejó flotando.
El viento arreció y empujó las olas, que comenzaron a amontonar miles de hojas empapadas a los pies de Nadie. Una gran nube ocultó la luna. No quería ser testigo de lo que estaba sucediendo. El aire cesó, y las olas se calmaron. Las gaviotas, que se habían arremolinado alrededor de los restos de comida que había junto a la hoguera, alzaron el vuelo súbitamente. El silencio se adueñó de la playa. Un silencio opresivo que el viejo reconoció al instante.
-Debes sacarlos -dijo una voz que surgía del mar.
El viejo pescador se acercó al rompeolas sin miedo, pero se estremeció levemente al darse cuenta de que estaba, otra vez, delante de su enemigo íntimo. El dios del mar le había hablado en la lengua ancestral que usase la última vez que estuvieron frente a frente, y que sólo sentían -más que comprender- quienes habían pasado por tormentas infernales, largas horas de vigilia en mares oscuros y revueltos, horas al sol abrasador marcadas en la piel, con los huesos destrozados por el azote del viento, empujando terroríficas olas que ese maldito les enviaba.
Y los huracanes.
Y los desaparecidos.
Y los amigos muertos en la batalla.
Y, ahora, ante él tenía al responsable de todo aquello.
Soltó un reniego en voz alta. El viento arrastró la gran nube que ocultaba la luna y sus rayos se reflejaron en las aguas mansas y serenas.
Entonces, lo vio.
El mar le trajo la imagen de un muchacho vivaracho, inquieto, preguntón e incansable, que se pasaba las horas sentado en el muelle, con un ojo en un libro y otro en la lejanía, a la espera de que arribase la barcaza, agarrar el cabo, tirar de él y acercarlo al muelle, subirse a ella y ayudarles a descargar la pesca del día. Aunque los pescadores más veteranos le empujaban, le hacían tropezar continuamente y le mandaban los trabajos más duros, nunca se quejaba. Por mucho que se burlasen, él nunca se permitió desfallecer, y jamás dejó que le pisoteasen, ni les mostró debilidad.
-¡A mí qué me cuentas! –gritó, enfurecido -. No voy a pelear en batallas que no son mías… No voy a hace nada por unos soplapollas que piensan que lo saben todo y se dejan mangonear por la primera charlatana que les cuenta sus milongas… –hizo una pausa y encendió un cigarrillo. Aspiró una larga calada y siguió con la vista al humo perderse en el cielo-. No, a mí no me mires.
-Debes pararles -le ordenó el mar.
-¿Yo? ¿Para eso has venido a buscarme?
-Sí. Eres como yo.
El viejo miraba al mar, desafiante.
-Si perdéis los libros, perderéis la memoria. Si la humanidad solo va a saber lo que cuatro iluminados digan, el pasado será alterado a conveniencia, se repetirán los mismos errores…
-…
-No debes permitirlo…
El viento volvió a arreciar y una gran ola arrastró varios libros a la arena, pero no cogió ninguno. Fuertes olas llevaban los libros junto a él, golpeándole en los tobillos. El viento racheado le zarandeaba. Empapado y cansado, permaneció firme, con los pies fuertemente anclados en la arena.
Súbitamente, las olas aflojaron su intensidad, el viento amainó llevándose con él las nubes que ocultaban la Luna, que volvió a iluminar el mar en calma, y el rostro del pescador emanó destellos plateados que le endurecieron aún más el semblante cuando la corriente alejó los libros mar adentro.
Sin decir nada, se giró hacia la hoguera.
Todos se habían retirado, a excepción de un hombre que permanecía sentado, con la vista fija en los rescoldos. Se sentó junto a él, y avivó las brasas.
-¿Ha sido divertida la fiesta?
El hombre no se giró, pero pudo distinguir una mirada ensombrecida por las profundas ojeras. Su ropa estaba limpia. No se veían a su alrededor restos de bebidas ni nada que hiciese indicar que había participado en la fiesta. De repente, se tapó la cabeza con las manos y comenzó a balancearse adelante y atrás, como un niño asustado.
El viejo pescador suspiró, resignado.
-No hice nada para evitarlo, pude… Pude…
-¿Qué? ¿Pudiste qué? ¿Liarte a guantazos con todos ellos? Así hubieras conseguido que, en vez de estar aquí lamentándote, estuviese tu familia llorándote en un hospital, o, quién sabe, poniendo flores en tu funeral… Contra esa turba es imposible luchar. Sólo hubieras conseguido que te destrozasen. Y… ¿merece la pena?
Contemplaron las ascuas que quedaban. Nadie vislumbró un pedazo de papel chamuscado. Lo sacó e intentó limpiarlo de las cenizas, soplando con cuidado. Consiguió distinguir algunas palabras:
“…torias de besos y miel…
… ugiarme de la llu…
… pese a la evidente in…”
Lo dejó, de nuevo, entre las brasas y esperó que se calcinara del todo antes de incorporarse.
Comenzó a caminar, pero no había dado ni dos pasos cuando se detuvo bruscamente y acarició su zurrón. Estaba agotado, hastiado, terriblemente enfadado. ¿Qué esperaban de él? ¿Por qué imaginaban que saldría corriendo a meterse en otra guerra absurda y sin sentido? Suspiró profundamente. Agachó la cabeza, y miró, durante unos minutos, su viejo zurrón. Lo abrió. Sacó de él varios objetos que situó a los pies del hombre con mucho cuidado, y se alejó.
Escuchó a su espalda una expresión ahogada de sorpresa, pero no se paró. Tampoco pudo evitar, por mucho que lo intentó, que una ligera sonrisa aflorase durante unos breves instantes en cara. Continuó su camino, sin mirar atrás.
El hombre salió del letargo del que parecía haber entrado y corrió detrás del anciano, pero no pudo alcanzarle. Cuando quería, ese viejo condenado podía ser muy rápido.
Se paró junto al camino, miró muy nervioso a ambos lados, sin saber qué dirección tomar. Decidió, finalmente, que volvería a su casa, teniendo mucho cuidado que nadie viese lo que llevaba escondido debajo de su camisa: tres libros ya amarillentos y desgastados: El reino de la noche, de William Hope Hodgson y El monje negro, de Anton Chejov; el tercero, descubriría más tarde el hombre al abrirlo, tenía sus hojas en blanco.
Junto a ellos, había dejado, también, una pluma y un tintero.
Duros libros los que dejó como inicio. Y además uno con las páginas en blanco.
No quiero que Nadie se vaya, aunque deje libros por herencia.
No conocía la música de la banda sonora. Es realmente magnífica.
Gracias por todo.
Muchas gracias, Isabel. Los libros son una pequeña muestra de todo lo que se perdería si no hubiera gente como Nadie para protegerlos, por suerte, todavía quedan algunos. Muchas gracias por leerme.