El anciano sólo hacía lo que debía. Nadie lo comprendía. Nadie sabía quién era, por eso decidió alejarse de todo y de todos, hasta que, de nuevo, alguien volvió a llamar a su puerta.
I
Los maderos crepitaban en la chimenea, despidiendo haces intermitentes de luz mortecina que daban a la sala un aire fúnebre. El anciano, cumpliendo un ritual diario, cogió con mimo la foto en blanco y negro -donde Helena aparecía sentada en un columpio con el bebé en brazos- y la puso cerca de la chimenea, iluminada a duras penas por las ráfagas anaranjadas del fuego.
Después, arrancó el gramófono y el chirrido de la aguja sobre el disco le reconfortó. Aún funcionaba lo suficientemente bien como para que la voz de Aurelio Anglada llenara la sala -como no podría hacerlo chimenea alguna- con Tosca.
Y brillaban las estrellas,
Y olía la tierra,
Chirriaba la puerta del huerto,
Y unos pasos rozaban la arena…
Entraba ella, fragante,
Caía entre mis brazos…
Como siempre, en el aria de Caravadossi no pudo reprimir una lágrima furtiva. Le evocaba a Helena. Aún podía verla en el jardín, con aquellos vestidos vaporosos de colores pastel, seleccionando con mimo las rosas rojas más frescas y fragantes para ponerlas sobre la cama. Era la ofrenda diaria que le hacía a quien había renunciado a todo por ella.
¡Oh, dulces besos! ¡Oh, lánguidas caricias!
Tan frágil. Tan delicada. Nadie pudo saber nunca qué encontraron el uno en el otro como para que ella aceptara ser su esposa y él dejara atrás una vida que apostaba cada madrugada a todo o nada.
Helena le miraba ahora desde el pie de la chimenea, con esa expresión llena de ternura con la que había derrotado el salvajismo primigenio de su corazón, mientras mecía delicadamente al pequeño Matías. Con su cara redonda de queso, ignorante a todo lo no que fuese seguir con atención la dulce tonada con la que su madre le acompañaba hasta el sueño.
De repente, Anglada cambia el tono. Su voz se vuelve angustiosa, dolorida.
Se desvaneció para siempre mi sueño de amor…
El tiempo ha huido…
¡Y muero desesperado!
¡Y muero desesperado!
¡Y nunca he amado tanto la vida!
¡Tanto la vida!
Y sólo queda allí el triste relampagueo anaranjado de la chimenea, una foto ajada por el tiempo y un anciano presa de la tristeza que no puede contener las lágrimas por todo lo que pudo haber sido y le fue arrebatado de un golpe inmisericorde.
-¿Qué quieres? -masculló, con la cabeza aún apoyada sobre las rodillas, sin hacer la menor intención de levantarse para ver quién era.
-¿No va a abrirme? –dijo una voz ensombrecida tras la ventana.
-¿Qué quieres, maldita sea? -volvió a preguntar, elevando un poco más la voz.
-Tengo que hablar con usted… Es importante.
-Lárgate.
El pescador fumaba haciendo volutas y observando por la ventana la noche estrellada. A lo lejos, en dirección a la playa, se veía una columna de humo. Otra moraga, quizá.
Repentinamente, una sombra se cruzó en su visión, provocando que casi se cayera de la butaca.
-¿Pero se puede saber qué haces, soplapollas? -le increpó al tiempo que se incorporaba.
-Necesito… -se oyó decir al extraño antes de que el anciano cerrase de un fuerte golpe la ventana.
-¡Yo no voy a casa de nadie a molestar ni a incordiar! –gritó-. Y, una a una, fue cerrando las contraventanas de la cabaña.
-¡No voy a moverme de aquí hasta que hable conmigo! –gritó a su vez, sentándose en las escaleras del porche.
-¡Haz lo que te dé la gana, majadero! ¡A mí qué me cuentas!
El anciano fue a la cocina a prepararse algo para comer. El cabreo le había abierto el apetito.
Mientras cenaba, no podía evitar pensar en el tipo que seguía sentado en sus escaleras.
-¿Se puede saber por qué me tocan a mí todos los ceporronacos? -dijo para sí- ¿No hay nadie más a quién dar por saco?
Terminó de cenar, fregó los cacharros, preparó los aparejos de pesca para el día siguiente, se desvistió y se metió en la cama intentando quitarse al extraño de la cabeza. Pero, después de dar varias vueltas, se levantó.
-¡Maldito idiota! Míralo. Ahí sigue, muerto de frío -espetó al tiempo que abría la puerta de la cabaña-. A pescar no vas a aprender nunca, pero dar por culo se te da bien.
El joven pescador, al sentirse reconocido, se incorporó de un salto.
-¡Vete a tu casa! -le gritó.
-Tengo que hablar contigo -insistió.
-No vas a irte hasta que no te escuche, ¿verdad?
-…
-Anda, entra… ¿Tienes hambre…? ¿Y cómo te llamas? ¡Demonios, te he visto mil veces y no sé ni tu nombre!-le preguntó mientras el joven pasaba a la sala y él ponía a recalentar un poco del caldo que le había sobrado de la cena.
-Gracias –acertó a decir intentando entrar en calor ante la chimenea-. Me llamo Manúo… Yo… Los libros… ¿Cómo se llama usted?
-Yo no soy nadie… ¿De qué libros me estás hablando?
-Me he presentando, podía hacer usted lo mismo -musitó.
-¡Que te he dicho que no soy nadie! ¿Manúo? ¿Quién te puso ese nombre, chico?
El llamado Manúo ignoró la pregunta y la risotada.
-Nadie… Bueno, pues le llamaré así: Nadie.
-Llámame como te dé la gana. ¿De qué libros hablas? –insistió, dando muestras de estar perdiendo la paciencia.
-Están quemando los libros…
El viejo búho del roble ululó a la luna.
Y la luna guardó silencio.
II
-Los libros que se llevaron de la biblioteca están ardiendo -dijo, mientras curioseaba las fotografías que el viejo tenía en una estantería junto a la chimenea-. ¿Éste lo pescó usted? ¡Guau! –exclamó, cogiendo la fotografía sepia donde un joven Nadie sostenía a duras penas entre sus brazos un enorme atún ayudado por un compañero.
-Deja eso y contesta -le dijo, arrancándole la fotografía de las manos. Con la manga de la chaqueta limpió el polvo del marco.
Manúo se sentó, obediente, y tomó de la mesa la taza de caldo caliente que el viejo le había preparado.
-¿Dónde fue? –insistió-. Lo que daría yo por pescar un bicho así… -preguntaba excitado-. Dígame, ¿le costó mucho sacarlo…? ¿Cuánto pesaba…?
Apenas escuchaba, lejana, la voz de Manúo.
Los recuerdos volvieron. Nítidos. La tormenta había amainado. El agua aún estaba turbia, pero las gaviotas habían regresado, el viento rolaba con suavidad y las olas mecían dulcemente la barca. Decidieron que esa noche saldrían a por él.
Esteban, su viejo amigo y compañero de faena, dudaba. La tormenta había provocado algunos desperfectos en la barca que, aunque no parecían muy graves a simple vista, Esteban sabía que necesitaba ser reparada antes de volver al mar. Recordó cómo antes de salir les gritó a todos que había encontrado señales de que algún tipo de gusano de mar se estaba comiendo la barca. Había decidido que, de entre todas que fondeaban por allí, por lo que fuera, su madera era la más apetitosa. Como siempre, ese viejo testarudo tenía razón.
Pero por mucho que vociferó, los demás estaban de acuerdo en salir, por lo que a medianoche navegaban a la espera de encontrarse con algún atún rojo grande que se hubiera rezagado en su migración y así poder terminar la temporada con algo más de dinero en el bolsillo. Recordó al novato cubo en mano sacando el agua que se filtraba; al viejo patrón preparando los aparejos, canturreando esas espantosas canciones que le daban dolor de cabeza, y a Esteban mascullando que no debían haber salido, que se irían a pique… ¡Qué ganas de tirarle por la borda! Si no lo hacía era porque, de picar el gran pez, Esteban era el único de los cuatro capaz de sacarlo del agua asiéndolo por las agallas.
Sonrió al recordar a Esteban, despotricando contra todo, intentando convencerles de que volviesen a puerto. Y él que no. Y Esteban que sí. Y ellos cogiéndose del pecho mientras el pez espada tiraba del sedal y todos daban saltos de alegría.
De ahí su mente voló a las tabernas del puerto, y no pudo evitar soltar una carcajada cuando vino a su memoria la pelea que tuvieron por aquella fulana. No recordaba en qué momento comenzaron a sacudirse para ver quién de los dos se la llevaba primero a la cama. A aquella estúpida no se le ocurrió otra cosa que meterse en medio, lo que hizo que, sin mediar palabra, la agarrasen entre los dos y acabase flotando en el agua. Ella chillando como una histérica, y ellos en el calabozo, borrachos, empapados y sin follar.
Manúo le observaba disimuladamente, pero no se atrevía a dirigirse a él. El anciano seguía mirando fijamente las fotografías del estante sin hacerle el más mínimo caso, sumido en sus recuerdos, por lo que se encogió de hombros y aprovechó para sentarse en la vieja hamaca del pescador. El calor de la lumbre, la sopa caliente y el suave balanceo, unido al cansancio que llevaba arrastrando durante días, hicieron que cayese profundamente dormido.
Debieron escuchar a Esteban, pensó Nadie con la fotografía todavía en la mano. Su rostro lleno de satisfacción, hinchado de orgullo, portando entre los dos aquel inmenso y hermoso ejemplar… Minutos más tarde de tomar esa fotografía, la barcaza comenzó a llenarse de agua. El maldito bicho les había dado varias embestidas en su lucha por soltarse del anzuelo, más los desperfectos que le había ocasionado el temporal a la barca, ya agujereada por ese gusano, la habían debilitado hasta tal punto que no había podido contener el envite. Zozobraba, debían soltar lastre o no llegarían a puerto. Tenía que hacerlo, el peso de ese monstruo los arrastraría al fondo. Y, sin mediar palabra, lo cogió de su gran aleta y lo tiró por la borda.
El bramido de su amigo detrás de él volvió a resonar en su cabeza. Vio, de nuevo, la barca balanceándose; sus piernas empapadas hasta la rodilla; al novato moviéndose de un lado a otro sin saber qué hacer; el patrón, tranquilo y sereno, riéndose a mandíbula batiente. Y, de repente, frente a él un puño cerrado, grande y lleno de cortes, que le propinó el mayor puñetazo que había recibido nunca.
El viejo volvió a sonreír al recordar a su amigo, que vociferó:
-La próxima vez, serás tú a quien salga por la borda, soplapollas.
Muchas veces tuvo la oportunidad de hacerlo, pero ninguna lo hizo. Había hecho lo que debía hacer. Punto. Esteban lo sabía. Y lo supo siempre. Cuando Esteban quiso comprarle La Furiosa al patrón, pero no tenía dinero suficiente, ahí estuvo él; en los días en los que Esteban había ido a buscar tripulación para salir a fondear y nadie quería porque se avecinaba tormenta, ahí estuvo él; en las noches en las que llegaba con la barca a rebosar de pescado y no tenía a nadie más que le ayudase a descargar, ahí estuvo él. Siempre que debía estar, estaba.
Esteban había aprendido con el paso de los años que era inútil llevarle la contraria. “Ese hijo de puta siempre tiene razón”, era una de las frases con las que daba por zanjada cualquier discusión que tuviese que ver con Nadie. Le había demostrado cientos de veces que era el mejor ‘leyendo el mar’. Si decía que había que volver a puerto, Esteban, sin preguntar por qué, ordenaba a la tripulación recoger y regresar. Aunque el mar estuviese en completa calma, aunque ni una brizna de aire les rozase y el cielo estuviese despejado.
“No seré yo quien discuta con él… Si quieres, ahí le tienes”, era lo que decía a todo aquel que le protestaba porque quería seguir faenando. Pero cuando algún osado se había dirigido a Nadie, su mirada, segura y firme, hacía que se diese la vuelta sin abrir la boca, y se pusiese con los demás a preparar el regreso a puerto. Esteban sonreía mientras les oía mascullar entre dientes, y, más tarde, cuando la tormenta se presentaba sin previo aviso, tal y como predijese Nadie, les miraba, y todos, sin excepción, agachaban la cabeza y reinaba el silencio.
El viejo sonrió, dejó la fotografía en el estante y se giró hacia Manúo, que roncaba plácidamente.
-¿De qué libros me estás hablando? ¡Despierta, idiota! -odiaba que le hiciesen perder el tiempo, y el tipo aquel estaba empezando a irritarle sobremanera-. A ver, empieza desde el principio -le ordenó, haciendo un enorme esfuerzo de contención mientras Manúo bostezaba.
-Hace unos días -comenzó a relatar el joven desperezándose a duras penas-, mi hijo mayor volvió de la escuela contando una historia muy rara… La verdad es que no le hice mucho caso, qué bastante tengo con lo mío… -Nadie le lanzó una mirada tan penetrante que el joven agachó la cabeza y prosiguió con el relato, sin atreverse a mirarle a los ojos.
III
-Una de sus maestras había sacado a los niños de la clase -exclamó Manúo-, y los reunió con los mayores en el patio. Les mandó ir hasta la biblioteca y sacar todos los libros que pudiesen cargar, y dejarlos amontonados en una de las esquinas… Más tarde, según me contó mi hijo, un carro enorme con varias mujeres fue hasta la puerta del colegio, separaron los que una de ellas iba nombrando de una lista, y varios hombres los cargaron en el carro. A mí me habían avisado por si quería ir a cargar, pero ya sabes… -bufó-: bastante tengo con lo mío…
Manúo paró su relato y tomó un sorbo del caldo buscando algo de calor, ya que seguía temblando. El frío que había pasado en el porche esperando para hablar con el viejo cascarrabias le había penetrado hasta los huesos, y, por mucho que se había acercado a la lumbre que había avivado el anciano, no conseguía entrar en calor.
-Sigue -le ordenó Nadie-. Algo le decía que iba a llegar a la parte más interesante.
-Una de las mujeres que iba en el carro, la loca esa que se pasa el día cogiendo conchas, ¿sabes? -le preguntó, sin recibir respuesta-. Pues la loca esa se acercó a mi hijo, y, susurrándole al oído, le dijo: “Dile a tu padre que avise al viejo o los destruirán todos”.
El anciano se removió incómodo en su butaca, pero siguió en silencio, mirando atentamente al joven.
-El niño vino a casa ese día y se lo dijo a su madre, que por la noche empezó a contármelo, pero yo estaba tan cansando de todo el día de pesca… que, por cierto, no conseguí pescar nada, ya podrías decirme cómo lo hace usted… -se calló para esperar la respuesta del viejo, pero viendo que los ojos de éste se encendían y apretaba los labios sin decir una palabra, decidió seguir con la historia, encogiéndose de hombros.
-Como le decía… El niño le dijo a su madre que una señora muy rara le había dicho que le dijese a usted que destruirían no sé qué. Yo pensé: ¿Para qué voy a molestar al viejo con estas tonterías? Y decidimos, entre mi mujer y yo, que lo mejor era no decirle nada.
-Claro, claro… -dijo Nadie, arrugando el entrecejo mientras agarraba fuertemente los brazos de su butaca, y apretaba, aún más si cabe, los labios.
-Así que, a los pocos días, el niño volvió de la escuela hecho un mar de lágrimas. Resulta que las mujeres habían vuelto a por más libros, porque ya habían destruido los primeros que sacaron.
-¿Destruido? -el anciano saltó de la butaca como un resorte, abalanzándose sobre el otro, al que pilló completamente desprevenido, por lo que reaccionó instintivamente echándose hacia atrás sobre la silla y cayó de espaldas.
-¿Cómo que destruidos? -bramó, agarrándole del cuello de la camisa con las dos manos y levantándole como si fuese un pajarillo asustado.
Manúo palideció de repente, y comenzó a temblar de los pies a la cabeza.
-Bueno… que… los libros…
-¿Los libros? ¿Qué han hecho con los libros? ¡Habla!
-¿No ha visto la gran fogata que lleva ardiendo varios días en la playa? -consiguió decir, aunque en voz tan baja que el viejo tuvo que repetirle la pregunta, pero esta vez lo llevó contra la pared, agarrándole del pescuezo para evitar que se escapase, apretando fuertemente, ya que veía en los ojos del joven el pánico que estaba empezando a sentir en ese momento, y temía que huyese. Algo que no iba a permitir sin antes contarle todo lo que sabía. Manúo intentaba articular alguna palabra, pero la fuerza con la que el pescador le apretaba se lo impedía.
-Están quemando… libros… biblioteca… -dijo, al fin, cuando la mano del anciano aflojó un poco su cuello y permitió que pudiese hablar.
Nadie le soltó, y Manúo empezó a resbalar por la pared hasta dejarse caer en el suelo de la cabaña, agarrándose el cuello mientras se recuperaba del susto y el aire volvía, poco a poco, a llenar sus pulmones.
-¿Habéis dejado que esa panda de desgraciadas y metomentodos os quitasen los libros? ¿Cómo lo habéis permitido? Y, sobre todo… -se acercó lentamente hacia el joven que seguía en el suelo respirando con dificultad-. ¿Por qué fuisteis tan estúpidos, tu mujer y tú, y no vinisteis cuando la chica de las conchas os avisó?
-Pensamos que era una chiquillada del niño, y creímos…
-Creímos… Pensamos… -el tono burlón de las preguntas, unido a una gran sonrisa cruel, erizó la piel de Manúo-. ¿Qué vas a pensar tú? ¿O la idiota de tu mujer? ¿O cualquiera de este pueblo apestoso e ignorante que no sabe ni quiere saber? Pensar dice… -el viejo hablaba sin mirar a Manúo, ignorando por completo su presencia-. Pensar lo hace quien tiene cerebro, quien tiene corazón, quien tiene alma. Se creen que todo lo dominan, que pueden hacer y deshacer a su antojo, sin dar explicaciones a nadie. Ellas dictan las normas, ellas juzgan, ellas sentencian. No saben nada, y creen saberlo todo -hizo una pausa-. ¡Malditos seáis, vosotros y vuestra arrogancia!
Cogió su raída bolsa e introdujo en ella varios objetos que el joven no supo distinguir, y, sin olvidar su bastón, salió de la cabaña, asustando al búho del roble. Manúo seguía en el suelo, todavía conmocionado por la reacción del viejo, pero hasta que le vio alejarse y se cercioró que no iba a volver, no movió un músculo.
-Está loco. Siempre le he dicho a la parienta que era un viejo chiflado. No sé ni para qué he venido… Porque se ha puesto muy pesado el puñetero niño, que si no… -en ese momento, al tratar de incorporarse, oyó un ligero ruido fuera, y comenzó a temblar como un niño pequeño en plena pesadilla.
IV
Manúo permaneció agachado y en silencio, temeroso de los ruidos del bosque. De repente, una preciosa y enorme gata blanca apareció de la nada, miró fijamente al pobre hombre y se tumbó en el alfeizar de la ventana, sin quitarle ojo de encima.
Cada vez que Manúo se movía, la gata maullaba y se le erizaba el pelo, por lo que, atrapado en sus ojos felinos, el joven pescador se acurrucó lentamente en el sofá, dispuesto a pasar la noche allí.
En la playa, el viejo observaba a cierta distancia. Hizo ademán de acercarse a la hoguera, pero lo pensó mejor y se alejó de allí en dirección a las rocas del rompeolas. Con la ayuda del bastón, llegó hasta la roca más alta y alejada. La última vez que estuvo en esa roca se sintió aliviado al saber que otra batalla había terminado, pero, de nuevo, al ver lo que estaba sucediendo a sus pies, sintió que su corazón se encogía, su alma se estremecía y la rabia crecía.
Una gran columna de humo negro ascendió hacía el cielo, tapándole completamente la visión. La hoguera había vuelto a ser alimentada. Encendió un cigarro y esperó pacientemente a que el humo se disipase. La oscuridad se adueñó de la playa. La luna y las estrellas se escondieron detrás de las nubes, quizá temerosas por el espectáculo ofrecido en la tierra, por lo que alrededor de la fogata sólo se veían sombras chinescas que se movían rápidamente de un lado a otro.
Cuando su cansada vista se acostumbró a la oscuridad, distinguió a varios hombres que iban y venían desde un carromato estacionado junto al camino que daba a la playa. Uno de ellos parecía portar libros, los cuales amontonaba en la arena, junto a la fogata. Los libros…
-Nadie los va a frenar -musitó.
-¿Tú no eres Nadie?
El anciano dio un respingo. Giró la cabeza y le vio.
-¡Copón bendito! -exclamó, mientras el ser se sentaba a su lado-. Exacto, yo no soy nadie… Bueno…, quiero decir que no importa cómo me llame…
-¿Por qué has venido? Podías haberte quedado en tu cabaña.
-Quería ver con mis propios ojos lo estúpidos e ignorantes que son. Si han decidido quemar los libros, no seré yo quien les frene… -hizo una pausa y respiró hondo el olor penetrante de la marisma-. Si han decidido que no vale la pena salvaguardar el conocimiento, ¿quién soy yo para impedírselo? -continuó-. No, fantasma, no me verás ahí abajo, peleando, de nuevo, contra cretinos. Prefiero sentarme y contemplar cómo ellos mismos se destruyen. Verles, creyéndose poseedores de un único pensamiento válido, cómo queman aquello que verdaderamente les puede hacer libres -El ser lo miraba-. Allá ellos si han decidido que ese es el camino. ¡A mí qué me cuentas!
Dijo esto último acariciando suavemente su zurrón. Se aseguró de tenerlo bien cerrado, y volvió la mirada hacia la fogata.
El ser permaneció en silencio. Los dos observaron a los hombres arrojando al fuego los últimos libros que quedaban. Hombres y mujeres, borrachos, sudorosos y sucios, fornicaban, cantaban, reían y chillaban, presos de un éxtasis general. La mujer mayor, junto al resto de mujeres que conformaban su círculo de confianza, permanecían alejadas de la hoguera, sin participar de la algarabía. Calladas y sonrientes.
-Ellas, siempre ellas, y nadie las va a parar…
¿Nadie…?
Recordó cómo le había llamado el joven pescador. No, él no era nadie para frenarlas. El tiempo de desgastes y luchas ya pasó para él; ahora le tocaba a otros.
-Lo han conseguido -asintió el viejo, encendiendo otro cigarro.
-¿Eso crees?
-Claro. ¿No las ves? Han logrado que todos esos cabestros que están ahí abajo hagan lo que ellas han decidido. No lo lograron con la sirena, pero han seguido intentándolo, hasta que lo han conseguido. Les dicen que en esos libros no encontrarán soluciones a sus problemas, que sólo encontrarán preguntas y más preguntas. Que esas hojas les harán pensar y se sentirán desgraciados al no encontrar la respuesta. Y no, eso no es lo que quieren, ¿no los ves? Quieren reír, beber, comer, divertirse, follar, pero que no les hagan pensar. Pensar no te hace feliz. Ya tienen suficiente con lo suyo… Hoy son los libros, mañana será el sitio dónde deban vivir, cómo deben vivir, qué deben comer… Pero eso ya no es mi problema, amigo mío. Ya no.
Y dirigió su mirada hacia el grupo de mujeres. No estaban lejos de la hoguera, y, aunque no había mucha luz, fue fácil distinguirlas del resto.
A la primera que vio fue a la más mayor que, siempre con el gesto avinagrado y la nariz encogida, controlaba que todo se hiciese como se había planeado, sin que nadie, ni siquiera las demás mujeres, se saliesen de lo que ella había estipulado. Ella no se dirigía a los hombres directamente, lo hacía a través de las mujeres.
-¡Orgullosa la señora marquesa! –exclamó Nadie.
Una voz chillona le hizo fijarse en otra, una chica joven de aspecto tosco y ceño fruncido.
Sacó del zurrón algo para comer. Todo eso le abría el apetito.
-¿Ves a aquella? -le dijo al ser, señalándola mientras mordisqueaba una manzana-. En el poco tiempo que llevo aquí, no ha parado de protestar y quejarse por todo. Si los hombres van lentos, les mete prisa; si lo hacen rápido, les increpa para que tengan cuidado; si hablan entre ellos, les manda callar. ¿Alguien le ha dicho a ella que se calle? ¡Qué pesadilla de mujer! -exclamó el pescador mientras intentaba encenderse un cigarro después de acabarse la manzana, pero la brisa le apagaba la pequeña llama en cada intento. Una gaviota quiso acompañarle y se posó junto a él. Giró la cabeza a un lado y a otro, mirándole con curiosidad. La intentó espantar, pero no se movió más allá de un aleteo nervioso-. No hay manera de que me dejéis tranquilo, ¿eh?
Miró a su alrededor. El ser se había desvanecido.
-Odio que haga eso.
V
La noche era apacible. No hacía frío, pero la humedad y la postura en las rocas empezaban a afectar a sus viejos huesos. La luna había decidido, por fin, asomarse tímidamente, y la luz que reflejaba sobre el agua mansa ayudaba a ver con mucha más claridad lo que estaba sucediendo en la playa, aunque también podían verle a él. Consiguió encender el cigarro, y dejó el mechero apoyado en la roca, recostándose sobre ella intentando acomodarse mejor. Su nueva amiga no se asustó y siguió junto a él, pero en un descuido agarró el mechero y elevó rápidamente el vuelo, pero se le escurrió del pico y lo dejó caer de nuevo en la roca.
-¡Maldito bicho! ¡Viene a molestarme y encima me roba! -exclamó enfurecido el anciano, recogiéndolo rápidamente. En ese momento, escuchó una voz a su espalda.
-Tengo algo para ti.
La chica de las conchas surgió de las sombras, sobresaltándole.
-¡Tu puta madre! ¿Queréis dejar de acercaros a mí así? El día menos pensado os lleváis una patada en la barriga, y no digáis que no os he advertido.
La chica sonrió y se sentó junto a él.
-¿Qué quieres? -le increpó Nadie. Ella le miró como si no supiese de qué estaba hablando-. ¿Qué quieres de mí? -hizo una pausa y aguzó la vista-. Ah, fuiste tú la que le dijiste a ese inútil de Manúo que viniese a buscarme…
-Pues… ¡Mira qué bonita! Es de un mejillón…
-Ya empieza… -masculló mientras la chica se acercaba a la orilla en busca de más conchas-.¿No me vas a decir qué es lo que quieres?
Un lastimero grito resonó cerca del acantilado.
-¡La que faltaba! -exclamó viendo como se alejaba la chica de las conchas sin responder a sus preguntas-: la loca del acantilado dando voces.
Las mujeres miraron hacia el acantilado, pero ninguna hizo intención de acercarse.
-¿No va a ir nadie? -preguntó una mujer sentada en una banqueta junto al carromato.
El viejo sonrió, al final le iba a gustar el nombre que le había puesto Manúo.
-Si voy yo -se dijo-, a esa chiflada no vuelven a oírla más -y volvió la mirada hacia la mujer que había hablado. A simple vista le pareció que no destacaba en nada, hasta que se fijó que sonreía. Sonreía continuamente, terminando todas sus frases con una risita de conejo. Parecía algo fatigada, y no se movía de la banqueta, pero animaba a todos con sus chascarrillos.
-Sí, sí, ya iremos, no te preocupes -le dijo la marquesa, pero el viejo sabía que no tenía la más mínima intención de mover el culo de allí-. Tú, acércate a ver qué le pasa ahora a esa vieja loca, que cualquier día se nos tira de verdad por el acantilado -le ordenó a una de las mujeres más jóvenes.
La chica a la que se dirigió la marquesa no la había visto cerca del carromato, ni en la hoguera, ni en el camino a la playa. Había permanecido entre las sombras, en silencio, y había aparecido solamente cuando la habían reclamado, algo muy raro en ese grupo de brujas, ya que su parloteo era constante. Cuando una se callaba, otra comenzaba su discurso. Volverían loco a cualquiera que pasase con ellas más de cinco minutos. La muda, sin embargo, había permanecido al margen. Y así continuó, ya que se separó de ellas en dirección al acantilado en el más absoluto de los silencios.
La quejica le dijo algo al oído a la marquesa, y las dos dirigieron su mirada hacia el anciano.
-Sí, ya le he visto. Lleva un buen rato ahí, quieto, fumando, y sin dejar de observarnos.
-Buenas noches -saludó Nadie, sonriendo al darse cuenta que se habían percatado de su presencia.
-¿Qué quieres? -preguntó la marquesa enfrentándose a él.
-Nada que tú me vayas a dar.
Unos cuchicheos detrás de ella la hicieron voltearse para ver qué sucedía. En el carromato se había formado un pequeño revuelo. Al volver la vista hacia las rocas, Nadie seguía allí.
-Maldito viejo… ¿Qué pasa? -se acercó a las mujeres, que nerviosas miraban la lista que tenía la quejica en la mano.
-Nada, no pasa nada.
Incrédula, se acercó al carromato y se subió a él. Permaneció un rato escudriñando dentro.
-Ya está vacío, ¿cuál es el problema?
-No han salido todos los libros -indicó la chica de la sonrisa perenne.
-¿Estáis seguras?
La mujer mayor se irguió, echó los hombros hacia atrás, se colocó las gafas y se dispuso escrutar el papel que le daba la quejica. Había dos libros sin tachar. Levantó la mirada, altiva, y se lo devolvió a la joven.
-¿Dónde están?
-Deberían estar ahí. Yo me aseguré personalmente de que salían de la biblioteca -afirmó la chica. Nerviosa, pero convencida de no haber cometido ningún error, le arrebató el papel y volvió a comprobarlo. Después de unos segundos se acercó a su compañera que había bajado del carromato a duras penas.
-Deberían estar todos, pero… No sé qué ha podido pasar. Le dije a…
Retumbó, a lo lejos, otro grito agonizante.
-Mi amado… ¿No vienes a por mí?
-Como no vayan pronto a callarla, de ésta no se escapa y acaba en el fondo del acantilado -dijo el anciano.
Volvió su atención al grupo de mujeres. La quejica y la marquesa se habían enzarzado en una discusión y las demás las miraban sin atreverse a intervenir.
La señora marquesa… Se acababa de dar cuenta que le había puesto apodo a todas ellas, y que era de las cosas más divertidas que había hecho en mucho tiempo. La marquesa, la quejica, la risitas, la muda… y moviendo la cabeza levemente de un lado a otro, suspiró. Menuda panda…
En ese momento, otra gaviota se posó en la arena de la playa, un poco alejada de las rocas.
-Ni se te ocurra acercarte o acabarás siendo mi cena –le dijo apuntándole con el dedo. El ave dio un pequeño salto y batió sus alas, pero volvió a posarse en el mismo sitio.
-No hay manera. ¡Pesadas! –exclamó, resignado. Encendió otro cigarro, teniendo cuidado esta vez de poner su mechero a buen resguardo. La gaviota le miraba fijamente.
El viejo cogió una pequeña piedra y se la lanzó, aunque no había querido apuntar.
-¡Dejadme en paz!
Un bulto cerca de las rocas, donde había estado sentada la chica de las conchas, le había llamado la atención al coger la piedra. Se acercó y lo recogió. Estaba envuelto en una vieja tela, sucia y algo raída. Lo abrió con cuidado, y su cara se iluminó. Rápidamente, lo volvió a envolver y lo guardó en su bolsa.
VI
-¿Dónde diablos se ha metido esa mentecata? ¿Por qué no están aquí todos los libros que le dijimos?
La marquesa se acercó a los hombres que acababan de terminar de vaciar el carro y ya iban hacia la hoguera. Estaban cansados, sudorosos, y deseaban poder disfrutar de una maldita vez de la fiesta.
-¡¿Dónde están?! -les gritó, iracunda.
-¿El qué? ¿De qué hablas? Nosotros hemos descargado el trasto ese, que era lo que nos encargaron -y se alejaron sin hacerle el más mínimo caso a la mujer que les había estado dando órdenes todo el día.
Ellas empezaron a discutir, acusándose unas a otras.
Desde su posición, Nadie vio cerca del camino una figura conocida. La chica de las conchas, dubitativa, las miraba sin atreverse a acercarse al carromato. Algo llamó la atención de la chica, en dirección a la playa, y se agachó a recogerlo. Le había parecido ver una concha que no tenía en su colección, pero, con las prisas, la bolsa donde tenía guardadas sus pequeños tesoros se rompió.
Comenzó a recogerlas rápidamente. De repente, una mano se apoyó en su hombro, asustándola, pero al ver de quién se trataba sonrió.
-No sé qué les pasa… Algo están buscando… -dijo, guardando las conchas en su delantal.
-Yo creo saber lo que es -aseguró el pescador, ayudándola a recoger las que quedaban en el suelo.
La chica le miró sorprendida.
-¿Y qué es?
-Algo que me dejaste sobre las rocas.
-¿Yo? ¿Y qué te he dejado yo?
El viejo sacó el paquete envuelto en esa tela vieja y sucia y se lo mostró.
-¡Ah, eso! -dijo señalando con el dedo-. He intentado ver lo que decía, pero no lo entiendo. Yo creo que nadie lo entiende -se encogió de hombros y fue hacia el bosque.
–Nadie lo entiende, sí… -dijo en voz baja el viejo-. Guardó el paquete con mucho cuidado en su bolsa, y caminó hacia la playa.
Los hombres del carromato, que habían pasado a su lado corriendo, estaban en la hoguera donde varios muchachos, sentados a su alrededor, tocaban instrumentos musicales, y las mujeres, algunas medio desnudas, entonaban una melodía envolvente que invitaba a danzar con ellas. Varios se animaron y comenzaron a bailar. La inmensa hoguera seguía siendo alimentada por cientos de libros.
El mundo se detuvo para ellos. No había nada más a su alrededor: el calor de la hoguera, la música suave, el baile sensual de las mujeres… El viejo les observó asqueado y, dando una larga bocanada al cigarro, lo tiró a la orilla, dejando que las olas lo apagasen. Se giró mirando hacia el mar, dándoles la espalda.
Junto a la hoguera, esparcidos por la arena, había botellas rotas, jarras de cerveza, restos de comida, libros… ¡Los libros! Los idiotas habían dejado montones de ellos en la orilla de la playa. El mar los había arrastrado, y, ahora, permanecían flotando mecidos por las olas. En un primer impulso alargó el brazo para sacar alguno del agua, pero consideró el gesto como inútil y lo dejó flotando.
El viento arreció y empujó las olas, que comenzaron a amontonar miles de hojas empapadas a los pies de Nadie. Una gran nube ocultó la luna. No quería ser testigo de lo que estaba sucediendo. El aire cesó, y las olas se calmaron. Las gaviotas, que se habían arremolinado alrededor de los restos de comida que había junto a la hoguera, alzaron el vuelo súbitamente. El silencio se adueñó de la playa. Un silencio opresivo que el viejo reconoció al instante.
-Debes sacarlos -dijo una voz que surgía del mar.
El viejo pescador se acercó al rompeolas sin miedo, pero se estremeció levemente al darse cuenta de que estaba, otra vez, delante de su enemigo íntimo. El dios del mar le había hablado en la lengua ancestral que usase la última vez que estuvieron frente a frente, y que sólo sentían -más que comprender- quienes habían pasado por tormentas infernales, largas horas de vigilia en mares oscuros y revueltos, horas al sol abrasador marcadas en la piel, con los huesos destrozados por el azote del viento, empujando terroríficas olas que ese maldito les enviaba.
Y los huracanes.
Y los desaparecidos.
Y los amigos muertos en la batalla.
Y, ahora, ante él tenía al responsable de todo aquello.
Soltó un reniego en voz alta. El viento arrastró la gran nube que ocultaba la luna y sus rayos se reflejaron en las aguas mansas y serenas.
Entonces, lo vio.
El mar le trajo la imagen de un muchacho vivaracho, inquieto, preguntón e incansable, que se pasaba las horas sentado en el muelle, con un ojo en un libro y otro en la lejanía, a la espera de que arribase la barcaza, agarrar el cabo, tirar de él y acercarlo al muelle, subirse a ella y ayudarles a descargar la pesca del día. Aunque los pescadores más veteranos le empujaban, le hacían tropezar continuamente y le mandaban los trabajos más duros, nunca se quejaba. Por mucho que se burlasen, él nunca se permitió desfallecer, y jamás dejó que le pisoteasen, ni les mostró debilidad.
-¡A mí qué me cuentas! –gritó, enfurecido -. No voy a pelear en batallas que no son mías… No voy a hace nada por unos soplapollas que piensan que lo saben todo y se dejan mangonear por la primera charlatana que les cuenta sus milongas… –hizo una pausa y encendió un cigarrillo. Aspiró una larga calada y siguió con la vista al humo perderse en el cielo-. No, a mí no me mires.
-Debes pararles -le ordenó el mar.
-¿Yo? ¿Para eso has venido a buscarme?
-Sí. Eres como yo.
El viejo miraba al mar, desafiante.
-Si perdéis los libros, perderéis la memoria. Si la humanidad solo va a saber lo que cuatro iluminados digan, el pasado será alterado a conveniencia, se repetirán los mismos errores…
-…
-No debes permitirlo…
El viento volvió a arreciar y una gran ola arrastró varios libros a la arena, pero no cogió ninguno. Fuertes olas llevaban los libros junto a él, golpeándole en los tobillos. El viento racheado le zarandeaba. Empapado y cansado, permaneció firme, con los pies fuertemente anclados en la arena.
Súbitamente, las olas aflojaron su intensidad, el viento amainó llevándose con él las nubes que ocultaban la Luna, que volvió a iluminar el mar en calma, y el rostro del pescador emanó destellos plateados que le endurecieron aún más el semblante cuando la corriente alejó los libros mar adentro.
Sin decir nada, se giró hacia la hoguera.
Todos se habían retirado, a excepción de un hombre que permanecía sentado, con la vista fija en los rescoldos. Se sentó junto a él, y avivó las brasas.
-¿Ha sido divertida la fiesta?
El hombre no se giró, pero pudo distinguir una mirada ensombrecida por las profundas ojeras. Su ropa estaba limpia. No se veían a su alrededor restos de bebidas ni nada que hiciese indicar que había participado en la fiesta. De repente, se tapó la cabeza con las manos y comenzó a balancearse adelante y atrás, como un niño asustado.
El viejo pescador suspiró, resignado.
-No hice nada para evitarlo, pude… Pude…
-¿Qué? ¿Pudiste qué? ¿Liarte a guantazos con todos ellos? Así hubieras conseguido que, en vez de estar aquí lamentándote, estuviese tu familia llorándote en un hospital, o, quién sabe, poniendo flores en tu funeral… Contra esa turba es imposible luchar. Sólo hubieras conseguido que te destrozasen. Y… ¿merece la pena?
Contemplaron las ascuas que quedaban. Nadie vislumbró un pedazo de papel chamuscado. Lo sacó e intentó limpiarlo de las cenizas, soplando con cuidado. Consiguió distinguir algunas palabras:
“…torias de besos y miel…
… ugiarme de la llu…
… pese a la evidente in…”
Lo dejó, de nuevo, entre las brasas y esperó que se calcinara del todo antes de incorporarse.
Comenzó a caminar, pero no había dado ni dos pasos cuando se detuvo bruscamente y acarició su zurrón. Estaba agotado, hastiado, terriblemente enfadado. ¿Qué esperaban de él? ¿Por qué imaginaban que saldría corriendo a meterse en otra guerra absurda y sin sentido? Suspiró profundamente. Agachó la cabeza, y miró, durante unos minutos, su viejo zurrón. Lo abrió. Sacó de él varios objetos que situó a los pies del hombre con mucho cuidado, y se alejó.
Escuchó a su espalda una expresión ahogada de sorpresa, pero no se paró. Tampoco pudo evitar, por mucho que lo intentó, que una ligera sonrisa aflorase durante unos breves instantes en cara. Continuó su camino, sin mirar atrás.
El hombre salió del letargo del que parecía haber entrado y corrió detrás del anciano, pero no pudo alcanzarle. Cuando quería, ese viejo condenado podía ser muy rápido.
Se paró junto al camino, miró muy nervioso a ambos lados, sin saber qué dirección tomar. Decidió, finalmente, que volvería a su casa, teniendo mucho cuidado que nadie viese lo que llevaba escondido debajo de su camisa: tres libros ya amarillentos y desgastados: El reino de la noche, de William Hope Hodgson y El monje negro, de Anton Chejov; el tercero, descubriría más tarde el hombre al abrirlo, tenía sus hojas en blanco.
Junto a ellos, había dejado, también, una pluma y un tintero.