Una huida hacia adelante, sin dejar que nada ni nadie te pare. Y cuando más hundido estás…
«Hay que volar a cada instante como
las águilas, las moscas y los días,
hay que vencer los ojos de saturno
y establecer allí nuevas campanas.»
Cien sonetos de amor/Pablo Neruda
Las risas resonaban dentro, recorriendo las habitaciones, resonando contra las paredes. Pero ella no reía.
Se levantó sin que nadie se percatase y se acercó a la ventana, apoyándose suavemente en el marco para observar el exterior.
El invierno había llegado.
La nieve lo cubría todo con su manto frío y albo. El cuadro que dibujaba la naturaleza le animó al espíritu y decidió ponerse la bufanda, los guantes, el abrigo y salir.
Una fuerte ráfaga de viento le golpeó la cara. El invierno la saludaba a su manera. Giró la cabeza, aturdida y, como la puerta no la había cerrado del todo, observó cómo desde el interior la miraban sorprendidos:
-¡Estás loca, vuelve! -le gritó alguien-. Aquí estarás mejor. ¿No ves que hace mucho frío? ¡Te vas a helar!
-Tienen razón. Volveré dentro… -se dijo, mientras regresaba al calor de la chimenea y la comodidad del hogar.
-Claro tonta… Ven aquí.
Se sentó junto a ellos, donde le tenían su sitio reservado. Volvieron las risas. Mientras seguían con sus bromas y ocurrencias, ella miraba hacia la ventana…
Amanecía y los tímidos rayos del sol empezaban a calentar a través del cristal. Volvió a acercarse a la ventana. Pese al hostil recibimiento, algo la llamaba. El cuadro que tenía ante sus ojos la dejó maravillada. Todo era luz, claridad. La estampa nívea refulgía de pureza.
Miró de soslayo hacia donde ellos estaban y dudó antes de abrir la ventana.
El aire frío y cortante penetró en la estancia. Las mejillas se sonrojaron, su respiración se aceleró, el corazón latía con fuerza…
-¡Cierra! -le ordenaron.
Cerró la ventana de golpe y, avergonzada, volvió a su sitio. Sin decir nada, sin atreverse a replicar.
Pasaban los días. Cada vez que podía se acercaba y miraba a través de la ventana. No sabía qué había fuera más allá de la barrera de árboles ahora cubiertos de nieve. Vislumbraba sombras que se movían aquí y allá, pero no le daban miedo. Cada vez tenía más curiosidad por saber qué era lo que le esperaba fuera. De vez en cuando, un rayo de luz atravesaba la niebla que cubría todo, haciendo que su imaginación volase hacia mundos inexplorados que le aguardaban más allá de la niebla.
Así pasó el invierno, hasta que, uno de esos días en los que pudo escapar de sus miradas y asomarse por la ventana, divisó una pequeña figura. Los días de niebla, nieve y ventisca habían impedido que ella la viese. No parecía que estuviese muy lejos y se vio con fuerzas de llegar hasta donde estaba. Decidida, cogió el abrigo y abrió la puerta.
-¿Dónde vas? -le preguntaron.
-Quiero salir… -musitó sin atreverse a alzar mucho la voz
-Es mejor que esperes a que haga mejor tiempo
-Pero si…
-Venga, no seas terca, haznos caso -le reprochaban mientras le ayudaban a quitarse el abrigo.
Obediente, volvió a su sitio.
Cada vez pasaba más tiempo asomada a la ventana, hasta que le permitieron que la abriese. Ya no hacía tanto frío ni penetraba el viento helador. Con eso estaría tranquila.
Ella miraba y escuchaba atentamente. Los primeros días fueron emocionantes. Todo era nuevo. La nieve se había ido y, en su lugar, se oía el trino de los pájaros, sentía la calidez del sol, disfrutaba cuando la brisa rozaba suavemente sus mejillas. Y hasta los árboles habían recuperado su verdor y ya no parecían una barrera infranqueable.
Anochecía y, en la lejanía, observó entre los grises del ocaso otra vez la silueta. La niebla, la lluvia, las nubes la habían mantenido escondida a sus ojos durante todo ese tiempo
Cada vez que se lo permitían, se acercaba a la ventana para ver cómo iba surgiendo esa imagen suavemente, haciéndose más nítida a medida que la primavera avanzaba. No conseguía saber qué era, pero acrecentaba su deseo de conocer qué era lo que le esperaba fuera.
Sin pensarlo, abrió la puerta y salió. Se quedó paralizada unos instantes, esperando la reacción de ellos desde dentro, pero esta vez no la encontró. Estaban muy ocupados discutiendo, protestando, quejándose… algo que ella supo aprovechar y se alejó rápidamente.
Caminó en dirección a la figura que aparecía y desaparecía en la lejanía. Pero, de repente, se encontró con el camino cortado por un gran río. No había puentes, no había por dónde pasar al otro lado. Y ella no sabía nadar.
Nunca había aprendido. Tampoco la enseñaron. No era importante y si hasta ese momento jamás lo necesitó, ¿para qué aprender? Hubiese sido una pérdida de tiempo.
-Eso está muy bien para los demás, cariño, pero tú, ¿para qué quieres saber?
Le daba lo mismo. Lo cruzaría. No sabía cuánto tiempo pasaría ni cómo lo haría. Si sería construyendo un puente, una barca o a nado, pero ella lo cruzaría. Quería llegar a la otra orilla y seguir. Había observado la silueta durante tanto tiempo desde la distancia que creía saber cómo llegar a ella.
Lo primero que hizo fue intentar construir un puente. Creyó que sería lo más rápido, pero no contó con que lo tendría que hacer sola. Nadie la acompañaba. Sí, pasaba gente de vez en cuando cerca, incluso alguno le preguntó si necesitaba ayuda, pero, a la hora de la verdad, se cansaban, se sentaban a charlar de sus cosas, y la dejaban otra vez sola cogiendo ramas, cortando troncos, clavando pilares como ella creía que se construía un puente, pues tampoco nadie la enseñó nunca.
Se dio cuenta de que así jamás llegaría a cruzar el río. Por lo que decidió cruzarlo a nado. Se tiraría al agua y movería los brazos. No podía ser muy difícil.
Todos los días se desnudaba, se acercaba a la orilla y se metía lentamente en el agua fría. La corriente era fuerte y la arrastraba. Luchaba contra la fuerza del agua, intentaba mantenerse a flote, mover los brazos más rápido, pero siempre acababa vencida por el cansancio y tenía que regresar agotada a la orilla, derrotada. Así tampoco conseguiría cruzar.
Cada mañana, al despertar, se acercaba a la orilla, se sentaba, y miraba cómo el cauce del río corría rápido. Así un día tras otro. El desánimo, el cansancio, empezaron a hacer mella.
-¿Ves cómo estabas mejor con nosotros?
La voz sonó a su espalda. No se giró. Sabía quién era. No dijo nada.
-Vuelve… Nosotros te cuidaremos. No conseguirás cruzar el río.
-No. Podéis iros. No volveré.
-¿Pero cómo te vas a quedar aquí? Empieza a hacer frío de nuevo. Llevas mucho tiempo fuera.
-No. Cruzaré
-No lo conseguirás. Es muy difícil ¿Y tú sola? Deja que nosotros te enseñemos otras cosas. Sólo tienes que acompañarnos y verás como tu vida será mucho más fácil.
-No. Cruzaré. Y lo haré sola.
-Pero…
-Os necesité para abrir la ventana. Os necesité para abrir la puerta, pero no os necesitaré para cruzar el río. Marchaos.
La miraron, estupefactos, sin dar crédito a su tozudez. Durante unos minutos más intentaron convencerla con palabras más suaves, más dulces, pero no lo consiguieron. Ella sabía perfectamente que esas palabras escondían la verdad. Nunca la dejarían cruzar el río ni aprendería nada.
Se levantó sin mirar atrás. Se desnudó. Dobló la ropa y, dejándola delicadamente en el suelo, caminó de nuevo hacía la orilla.
Notó el agua fría en su piel, pero eso no la frenó. Siguió adentrándose lentamente. Las rodillas, los muslos, la cintura, el pecho… Aún oía voces que le gritaban, pero no distinguía lo que le decían ni le interesaban. Sólo quería cruzar. Llegar a la otra orilla y continuar.
Nadó. Movió los brazos sin parar. Cada brazada era una tortura. Su falta de aprendizaje hacía que le dolieran los músculos, tenía calambres, pero nada le impedía seguir nadando. La fuerza del agua azotaba su cara. Algunos objetos que flotaban en el río le golpeaban el cuerpo, pero ella seguía nadando. La corriente la arrastraba, y sabía que era muy difícil conseguir llegar. Las fuerzas volvían a flaquear. Y cuando ya estaba a punto de llegar a la otra orilla, un gran tronco le golpeó en la cabeza.
Se quedó inconsciente. Flotando en el río. Sangraba. La corriente la arrastraba. Se hundía.
Abrió los ojos cuando ya casi estaba sin fuerzas y notó que una mano la asía fuertemente del brazo tirando de ella.
-¡Vamos! ¡Sube! ¡Arriba!
Se dejó arrastrar y quedó tendida en la orilla, sin apenas fuerzas.
-No te vayas a morir ahora -gruñó, burlón, mientras la cubría con su chaqueta-.
-No he venido aquí a morir, sino a vivir -musitó sacando fuerzas desde muy dentro, y guardó silencio. Él tampoco decía nada, solo la miraba, comprensivo-. Lo siento, no le he dado las gracias por salvarme la vida -dijo al fin.
-No me las dé a mí. Yo sólo tendí mi mano. Déselas a usted misma por luchar contra la corriente.
-No, no, quiero darle las gracias. No siempre se encuentra una mano dispuesta a ayudar.
El hombre negó con la cabeza suavemente.
-¿Sabe? -dijo-. Yo he visto morir en estas aguas gente que sabía nadar, buscando la misma silueta en el horizonte que persigue usted. -Ella le miró, sorprendida-. A todos les tendí mi mano y todos me la despreciaron porque ya sabían nadar. Usted no sabe nadar, pero desea vivir, pues viva, y cuando alcance a esa silueta esquiva, dese las gracias a usted misma.
Y se alejó.
Y ella marchó hacia la silueta que aguardaba donde el sol.