Dejarse llevar por la desesperación es lo que algunos harían, pero ella no deja de preguntarse ¿volverá?
“Nadie vuelve,
sus manos caen lacias,
haciendo compañía a sus
costados,
manos vacías,
solas sin las suyas,
pero duermen en ellas su
calor,
el olor a su perfume
aquella suavidad…”
Mabel Escribano
Lo vio alejarse. Con la mirada lánguida, resignada, se sentó en su mecedora. Al mismo tiempo que se balanceaba lentamente, comenzó a canturrear una vieja tonada con la que siempre había conseguido calmarse. Se quedó dormida con la creencia de que volvería. ¡Seguro que volvería!
Cada mañana, se levantaba temprano, preparaba el café y sonreía mirando por la ventana con la esperanza de que él hubiese retornado.
El pitido de la cafetera la sacaba de sus ensoñaciones. Con una taza humeante en la mano, salía al porche y, sentada en su mecedora, esperaba, una vez más, su venida.
-No… Hoy no ha podido -se dijo, apesadumbrada -, pero volverá -se repetía confiada.
-Te estamos esperando-le dijeron, desde el mar de gente y edificios que se abría en el horizonte-. ¿Hoy no vienes tampoco?
-No. Debo estar aquí cuando regrese… No os preocupéis por mí.
-Lleva mucho tiempo fuera -le decían, apiadándose de su soledad-. Cabe la posibilidad de que…
-No. Vendrá. Tranquilos.
-Está bien. Nosotros estaremos cerca para cuando quieras.
Oía, a lo lejos, el sonido alegre de la música, los bailes, las risas. Le hubiese gustado acercarse pero no, no podía irse. Él regresaría en cualquier momento.
Esperó, sentada en su mecedora, a que los árboles se desnudasen de su carga de hojas, pero no regresó.
Esperó, sentada en su mecedora, a que la nieve cubriese todo con su frío y grueso manto, pero no regresó.
Esperó, sentada en su mecedora, a que los cálidos rayos del sol de primavera aliviasen las ramas de los árboles de la nieve que los cubría, y volvieran a revestirse de pequeños brotes verdes, con hermosas y delicadas flores, pero no regresó.
Esperó, a que el viento tórrido del verano le quemase la cara, agrietando su piel, mientras descansaba en su mecedora. Con su ritmo acompasado y suave, el crujir de la vieja madera le recordaba, en cada balanceo, que el tiempo pasaba, pero no él regresaba.
Mientras esperaba, veía cómo los niños se convertían en hombres; cómo los amigos se convertían en amantes; como el amor se iba convirtiendo en un recuerdo lejano.
-Ven con nosotros -le insistían -. Te lo estás perdiendo todo.
-No puedo. Volverá.
-¿Estás segura?
-Puede que se haya perdido y no encuentre el camino de vuelta… o le haya pasado algo…
La miraban de lejos. Dejaron de preguntarle si quería ir con ellos. Conocían la respuesta.
Volvían a caer las hojas lentamente en el otoño, y ella esperaba, sin dejar de esperar en su, cada vez más, destartalada mecedora.
Volvían a cubrirse los árboles con el manto frío y duro del invierno, y ella se tapaba con su vieja y zurcida manta, aguantando a la intemperie cada ráfaga de aire helado, cortante…
Volvían a liberarse, un año más, los árboles de la pesada nieve que colmaba sus ramas gracias al tibio sol de primavera. Ella se desprendía de su manta, dejando que el cálido abrazo mañanero, penetrase hasta lo más profundo de su frágil y delicado cuerpo, aliviando un poco el dolor, cada vez mayor, de sus viejos huesos.
Volvía a sentir la brisa abrasadora del verano, rozando su ya quebrada piel, decrépita y marchita.
Seguía esperando.
Limpiaba, ordenaba, reparaba la cueva para su vuelta. Cada vez le costaba más, pero la esperanza de su regreso hacía que sacase fuerzas de donde ya casi no había.
-Déjanos ayudarte -le decían cuando la veían cargar con pesadas herramientas.
-No, yo puedo. ¡No os necesito! Además, él llegará de un momento a otro y debo tener la cueva preparada.
Se volvió arisca y solitaria. Reservada y pensativa. Sentada, día tras día, noche tras noche, en su mecedora. Esperando, siempre esperando. Tanto, que nadie se atrevía ya a preguntarle si necesitaba ayuda o si quería acompañarles. Pasaban por delante de su cueva, charlando entre ellos y, mirando de soslayo, observaban entristecidos cómo siempre se encontraba en la misma posición. Sentada en su mecedora, balanceándose, oteando en la lejanía, con rictus resentido, desengañada, dolida… Se había convertido en una parte más del paisaje. En una figura oscura, lóbrega, nebulosa.
Transcurrieron varias primaveras, varios veranos, varios inviernos.
El viento esparció las hojas de los árboles muy lejos, y su recuerdo acabó yéndose con el viento, derretido de la memoria como la nieve cuando llegaba la primavera.
-¿Dónde está? -inquirió, de repente, deteniéndose delante del porche.
-¿Quién? -preguntaron extrañados.
-¿No había alguien sentado ahí…?
-¿Alguien? ¿En esa cueva abandonada? No, sólo hay una vieja mecedora que resiste el paso de los años, apolillada y vencida -le replicaron, indiferentes, mirando hacia el porche -. De vez en cuando se balancea, pero es el viento el que la empuja.
En lo alto de una loma surgió la figura etérea que desde la lejanía, hace muchos años, le mostró a ella el sendero hacia su cueva, tras recorrer un largo camino, cruzando violentos y peligrosos ríos, oscuros y densos bosques, hasta llegar a su destino. Y, desde entonces, y siempre en la distancia, la había observado, sin intervenir, sin juzgar. Esperando a su vez.
Decidió que había llegado el momento
Se movía despacio, sin prisa, sin hacer ruido al pisar la hojarasca, mecidos sus ropajes por la brisa cálida del oeste.
Abrió la puerta. La encontró en un rincón, sentada en su mecedora. Tenía la mirada perdida.
No dejaría que su último viaje lo hiciese sola.
-Vamos… -le tendió, de nuevo, su mano, como ya hiciera una vez tiempo atrás-. Te enseñaré un lugar mejor donde esperar.
Antes de perderse en la espesura del bosque, ella lanzó una última mirada esperanzadora a su cueva.
-¡Volverá!