El niño y el tiempo

¿Estamos preparados para ser libres? ¿Aprovecharíamos la oportunidad para empezar de nuevo? ¿O estamos condenados a ser lo que somos?

No se sabe con certeza por qué el tiempo se había detenido. Algunos creen que ocurrió porque Dios así lo había querido, disgustado por el rumbo que había tomado la misma humanidad que Él había creado, pero aquella idea provocó serios debates que a nada condujeron, ya que en el mundo hay casi tantos dioses como personas y no era fácil determinar qué dios podía haber hecho eso y, sobre todo, por qué.

Otros, buscando en la ciencia una respuesta más racional, hablaban de ejes espacio/temporales, agujeros de gusano o pruebas secretas de científicos amorales que trabajaban en oscuros laboratorios.

Los más coloristas fueron los que culpaban a unos extraterrestres que nadie había visto, pero, aun así, avisaban continuamente de la inminente llegada de alguna nave voladora gigante que taparía el sol, pues tal era su supuesto poder, aunque también nacieron varios bandos frontalmente encontrados entre los que creían que tales extraterrestres tenían buenas intenciones para la humanidad y los que opinaban que habían venido a exterminarnos…

Lo único cierto es que el tiempo se había detenido, y todo había quedado como en una imagen congelada captada por una cámara fotográfica de alta definición capaz de atrapar un instante cualquiera de un mundo tridimensional que siempre había estado en movimiento.

Parecía como si la cuenta atrás de la humanidad hubiese culminado en una instantánea eterna. El fin del tiempo había sorprendido a trenes en mitad de trayecto, a aves alzando el vuelo, a la gota de un grifo mal cerrado suspendida en el aire sin atreverse a caer al fregadero, al humo de un cigarrillo creando una voluta esférica. Todo, absolutamente todo, se había detenido en la quietud extraña de una atmósfera apocalíptica.

Todo, salvo algunas personas y cosas en todo el planeta. La elección fue caprichosa e intrigante, sin motivo aparente. ¿Por qué unos se habían quedado petrificados en aquella foto final y otros no? ¿Por qué familias enteras se habían convertido en estatuas mudas y otras corrían por las ciudades despavoridas y asombradas?

Pasados los primeros días de asombro y miedo, los supervivientes comenzaron a habituarse a la nueva situación, y ahora buscaban una explicación que no tenían ni Dios ni la ciencia ni los extraterrestres, pese a todas las teorías expuestas. Ninguna respuesta dieron, pero, al contrario, sólo generaron más preguntas, pues los días pasaban y no ocurría nada excepcional dentro del clima de horror creado, salvo el hecho de que el corazón del tiempo había dejado de latir -hecho ya de por sí extraordinario e incomprensible- y nadie sabía por qué.

Pese a todo, algunos grupos se dedicaron a rezar desconsoladamente; otros intentaron reagrupase para encontrar supervivientes entre la clase política o militar, o algún científico que les diera alguna solución; otros se fueron a las montañas a esperar la llegada de alguien interestelar que diera luz en un planeta arrasado por la sombras. El mundo que conocían había desaparecido y, pese a todo, la mayoría decidió regirse por las viejas normas de convivencia y ciertas leyes del sistema que habían conocido antes de la tragedia y, claro, pretendían imponérselas al resto.

El tiempo se había parado, todo había cambiado, pero el ser humano seguía siendo el mismo.

Los primeros meses de ansiedad y locura fueron sustituidos desde entonces por los intentos de la humanidad superviviente por reconstruir el sistema que habían perdido. Se organizaron comités que designaron grupos de trabajo comandados por un encargado de cumplir las órdenes dadas por los líderes del Equipo de Salvación del Mundo, un grupo autoconstituido por quienes se decían mejor preparados para afrontar aquellos aciagos días.

Así que aquel triste remedo de lo que un día fue la civilización, intentaba salir adelante sin pretender adaptarse a la situación cambiando su pensamiento y su forma de vida, sino buscando afanosamente la tarea -encomendada a los líderes- de volver a reconstruir el sistema en que siempre habían vivido, comenzando, claro está, por organizar quiénes debían pensar y quiénes trabajar, de modo que los que pensaban se habían reservado los mejores lugares para vivir más relajados y concentrados en su ardua tarea, y los que trabajaban les aportaban los mejores alimentos, combustible para protegerlos del frío, muñidos lechos en la sombra cuando hacía calor y todas las comodidades, en fin, que podían proporcionarles dadas las circunstancias.

La sociedad fue así asemejándose cada vez más a la que había concluido al pararse el tiempo. Había unos que mandaban y otros que obedecían; se crearon colegios que estudiaban las nuevas consignas que los líderes habían establecido como verdades supremas; los líderes ofrecían la posibilidad a los trabajadores cada cierto tiempo de elegir un líder supremo nuevo que no tenía la obligación de cumplir lo prometido; comenzaron a trabajar los ancianos para poder alcanzar el cada vez más alto nivel de exigencia de los líderes, se crearon leyes, se fundaron organismos en los que los familiares y amigos de los líderes pensaban sin descanso para el bienestar de los trabajadores, y se copió el sistema anterior tan eficazmente que el líder supremo no pudo menos que, en un arrebato de emoción, concluir que estaban en el camino de ser libres de nuevo.

Todo iba, lenta pero inexorablemente, acercándose al modelo que se había establecido antes del parón temporal. Hasta que un trabajador del Grupo para Encontrar Comida vio al niño sentado en una roca, repitiendo como un autómata que tenía un mensaje para ellos y, como el trabajador no supo qué hacer, lo llevó con los suyos. El trabajador se había sentido confuso porque el niño no parecía ser un superviviente más, sino que se comportaba de forma extraña, como si fuese un adulto encerrado en un cuerpo infantil el que profería tan extrañas frases.

La noticia corrió de boca en boca hasta llegar a los comités, primero, a los organismos después y, finalmente, a los líderes pensantes: había aparecido un niño raro que tenía el curioso don de irritar a la gente y exigía, una y otra vez, que todos se reunieran en la Plaza de los Líderes para que oyeran el mensaje que tenía que darles.

Como era previsible, en aras de mantener la libertad que el líder supremo garantizaba, se le prohibió al niño dirigirse a la gente, lo juzgaron en el Organismo de la Libertad y la Justicia y lo condenaron al destierro.

Pero una mañana, varios meses después del extraño incidente, todos los trabajadores encontraron en sus bolsillos un papel con el siguiente texto:

El niño que os ha visitado es el causante de nuestro infortunio.

Él es el que ha traído el Apocalipsis del tiempo.

Se llama Daniel.

A su padre lo habían detenido por robar comida en un supermercado y a su madre la ingresaron en un hospital para tratar la depresión profunda que le había causado perder el marido, el piso por no poder pagarlo y, poco después, perder también a su hijo, al que los servicios sociales habían confinado en un centro para menores al carecer sus padres de recursos para mantenerlo.

El pequeño Daniel se vio de repente solo en un mundo que no entendía, como jamás entendería que una sociedad se hubiese desmoronado éticamente hasta el punto de que su padre tuviese que robar comida, le quitasen el techo que les cobijaba y le arretabasen a él el amor de unos padres que hubiesen entregado mil vidas que tuvieran por protegerle.

Pero no por doloroso aquello era menos esperado. Todos los días retrataba el informativo las mentiras de los gobernantes, las incongruencias de lo que se había dado a llamar progreso, la hipocresía con la que se esforzaban los mandatarios en salvar un sistema que a todas luces había naufragado, dejando en su huida hacía ninguna parte una gigantesca legión de perdedores.

Como sus padres.

Como Daniel.

Y, allí, en su celda estatal, Daniel comenzó a llorar. Fue un llanto sordo, íntimo, intenso. De un dolor desgarrador porque no lloraba ni por él ni por sus padres, sino por un mundo que, definitivamente, había enloquecido.

Fue el llanto de un niño el que paró el tiempo, sin que nadie pueda explicarlo, pero el caso es que algo se había quebrado con el llanto de Daniel y el tiempo se había detenido.

Ahora todos nosotros tenemos una oportunidad única de cambiarlo todo, de comenzar de nuevo. Conocemos los errores que hemos cometido, hemos descubierto los fallos de eso que se llamó civilización, ahora podemos hacer que la revolución industrial y el avance científico nos beneficien en vez de esclavizarnos. Ahora podemos dar rienda suelta a nuestra condición de animal inteligente que vive para vivir y no para existir, ser nosotros y crear una sociedad que se fundamente en la empatía que nos es inherente.

Ahora podemos, en definitiva, ser nosotros.

Sólo si queréis…

Los trabajadores no comentaron nada con los líderes pensantes y se reunieron una noche para que cada uno opinara sobre el panfleto y la propuesta final. Tras un rato en que abundaron más los silencios y las expresiones de tristeza, uno tras otro se fueron incorporando -al otro día tenían que levantarse al alba para encontrar alimentos para los líderes- y fueron echando el papel al fuego.

Aquella noche, se hizo la mayor fogata en la nueva historia de la humanidad sin tiempo.

BSO: Moby & Amaral / Escapar

11 respuestas a «El niño y el tiempo»

  1. Gracias, Arancha. Me alegra que hayas captado la intencionalidad del cuento. Espero estar a la altura de una lectora como tú. Nos vemos por estos lares. Un placer.

  2. Nada es más parecido a la Historia del Hombre que la Historia del Hombre.
    Es un relato para pensar qué diablos estamos haciendo todos. Pero TODOS.
    (Entre uno y sálvese el que pueda diría mi abuela)

    1. Va a ser difícil arreglar nada, porque cada vez tendemos más a la protección del grupo. No obstante, quizás sea mejor comenzar a reflexionar uno mismo. Gracias por pasarte por el bar.

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