Algún día volveré a ver tu luz, mientras… descansa, pequeña
Una luz muy tenue iluminó, de repente, un rincón de la habitación. Ninguno de los dos se dio cuenta.
Se levantaron, como cada mañana, alegres e ilusionados. Ella fue preparando el desayuno; él fue a por leña para encender la chimenea y calentar la cueva.
Al colocar las tazas sobre la mesa, rozó ligeramente la mano de ella. Sonreía.
No sabía por qué, pero la sonrisa no la había abandonado desde que despertó, ni la abandonó en los días siguientes.
Una noche, ella despertó bruscamente. Un sueño desconcertante la había desvelado. Temblaba, pero no era de frío. Se levantó despacio, con cuidado de no despertarle, y al ir a coger algo para cubrirse, la vio. Brillaba sutilmente. Tintineaba. Se acercó extrañada. No recordaba haber dejado encendida ninguna vela.
Cuando estaba muy próxima, la luz se movió levemente.
Se frotó los ojos, convencida de que lo que acababa de contemplar era fruto de un mal despertar, pero, al abrirlos de nuevo, allí seguía: balanceándose hacia un lado y hacia otro, en un grácil baile.
Asombrada, se acercó más. La luz era blanquecina. No le provocaba ningún miedo; al contrario, sentía un ansia atrayente, por lo que acercó su mano hacia ella y la rozó dulcemente. Tintineó. No quemaba. Durante unos instantes, sus dedos jugaron con ella. La sonrisa volvió a su rostro y su corazón se llenó, súbitamente, de una calma que hasta entonces jamás había sentido.
Oyó ruidos a su espalda. Se estaba levantando.
-¡Mira! –exclamó, girando la cabeza, para enseñarle el maravilloso prodigio que acababa de descubrir.
-¿Qué tengo que ver? -le preguntó, todavía adormilado.
-¡La luz! ¿No la ves?
-No. ¿Dónde?
-¡Aquí! -le indicó exultante, señalando hacia el rincón-. ¿La ves ya?
Frotándose los ojos, como hiciese ella al verla por primera vez, dirigió su mirada hacia el punto que le indicaba.
En un primer momento, no vio nada, pero, poco a poco, un pequeño resplandor nacarado fue apareciendo ante sus asombrados ojos.
Sin dejar de contemplar extasiado la luz, que, al igual que a ella, no le provocaba miedo alguno, se acercó, mirándola ilusionado.
-¿Es…? -no pudo terminar la pregunta. Sus ojos se empañaron de lágrimas.
-Sí -le confirmó ella, radiante.
Se abrazaron durante largo rato, sin dejar de contemplar el baile que la luz les regalaba desde su rincón.
Pasaron los días y la luz fue haciéndose más y más grande. Ya casi iluminaba toda la estancia.
-Creo que deberíamos llevarla a otro lugar.
Se acercaron a ella y le ofrecieron sus manos. Parpadeó ligeramente, pero no se movió.
Esperarían lo que hiciese falta.
-No tengas miedo -le dijo ella dulcemente-. No te haremos daño. Ven.
La pequeña luz volvió a parpadear, pero esta vez se movió despacio hacia sus manos, y se dejó llevar.
La colocaron en un rincón del comedor junto a la butaca de ella. Desde allí podría vigilar que las corrientes de aire, que tan habitualmente, se colaban por las rendijas de las ventanas, no la afectasen a ella y se apagase Su presencia le daba tranquilidad y sosiego, iluminaba la cueva, le daba esa calma que llevaban tanto tiempo buscando.
Él hubo de salir, pero comenzaba a llover y se retrasaba. Empezaba a preocuparse.
Se acercó a la ventana y permaneció de pie, esperando. De repente, un sonido lejano le llamó la atención.
Era casi imperceptible, pero ella lo captó. Se giró hacia la luz, y ésta tintineó.
Sin darle mucha importancia, volvió su atención hacia la ventana, pero el sonido prosiguió.
Rítmico, persistente, como un martilleo constante. Abrió la ventana para intentar averiguar de dónde venía, pero una violenta ráfaga de aire penetró en la habitación, y la cerró rápidamente. Miró hacia la luz, preocupada. Seguía encendida y suspiró aliviada, aunque algo le llamó la atención.
La luz brillaba con más fuerza. Un ligero movimiento la acompañaba, y, al fijarse con más atención, se dio cuenta de que el sonido que había estado acompañándola toda la tarde, provenía de ella.
Se acercó despacio, algo confusa, pero sin miedo, y alargando su mano, la rozó. Una sensación de paz infinita invadió su corazón y sus labios dibujaron una amplia sonrisa, pero no puedo evitar sentir un ligero estremecimiento. La luz se había convertido en parte de su cueva, de su vida. Sintió, de repente, una gran opresión en el pecho. La respiración se le aceleró. Las manos le temblaron. Respiró hondamente. Cerró los ojos y al volver a abrirlos la luz seguía allí, brillando plácidamente. Desprendía serenidad, quietud, tranquilidad y una sonrisa regresó a su rostro, serenándose.
En ese mismo momento, la puerta de la cueva se abrió violentamente. Él penetró corriendo, empapado. Al verla acariciando la luz, se fijó en su rostro que irradiaba felicidad. Cerró la puerta al darse cuenta de que la pequeña luz podía apagarse súbitamente por el fuerte viento, mientras ella le indicaba que se acercase.
-¿Lo oyes?
Miró fijamente la luz, mientras ella la cogía suavemente y se la acercó.
En un primer momento no notó nada, pero fue observando cómo la pequeña luz se movía al ritmo de un sutil y tenue sonido, y la miró conmovido. Unos segundos más tarde, un trueno retumbó en la lejanía.
Una hoja de la ventana se abrió ligeramente empujada por una ráfaga de viento y él la cerró rápidamente.
-Será mejor que os nos preparemos. La tormenta está empeorando.
Ráfagas de agua comenzaron a penetrar en la cueva, por lo que intentaban tapar los huecos con todo: cubos para las goteras, sillas haciendo de parapeto para evitar que las ráfagas del fuerte viento abriesen la puerta, tablones clavados en las ventanas…
Ella protegía la luz con sus pequeñas y delicadas manos, pero veía que se iba atenuando su brillo. Se veía impotente y apretaba fuertemente la luz a su pecho.
-¡Se apaga! -gritó desesperada.
Fue corriendo hacia ella y las llevó al rincón más apartado de la cueva, arropándolas con sus brazos con toda la fuerza de la que fue capaz.
La cueva se iba inundando. La tormenta no amainaba. Ellos seguían parapetados en el rincón. Abrazados. Ya no podían hacer nada más. Cerraron los ojos.
Pasaron las horas y el agua comenzó a retroceder, pero no podían salir de allí.
Oyeron voces fuera que intentaban abrir la puerta de la cueva. Alguien venía en su ayuda.
Ella sujetaba la luz y él la miraba, dulcemente, intentando trasmitirle seguridad, pero veía que la luz se desvanecía. Su corazón se encogió, pero no pudo decirle nada a ella y notaba por su expresión que también lo sabía, pero una ligera esperanza de que pudiesen salvarla, la ayudaba a permanecer allí.
Consiguieron abrir la puerta y el agua salió como un torrente de la habitación, arrastrando a su paso todo lo que encontraba.
Cuando pudieron acceder a la cueva, se encontraron un paisaje desolador. Todos los enseres estaban destrozados. Sillas, mesas, armarios, ropa, vajilla, libros… Todo anegado por el agua, todo inservible.
No se percataron, en un primer momento, de un bulto grande y oscuro que estaba arrinconado al fondo de la habitación, hasta que uno de los que habían ayudado a abrir la cueva, notó cómo se movía ligeramente.
Fueron corriendo a socorrerles y los sacaron de allí rápidamente.
Varios de ellos se quedaron acompañándoles, mientras el resto traía mantas secas, ropa de abrigo, comida, bebida caliente.
Ella no dejaba que nadie se acercase a sus manos. Las tenía pegadas a su pecho, apretando fuertemente contra él.
-Su esposa debe comer algo -le insistían-. Si sigue así, enfermará y puede que su vida corra peligro.
Los miraba, comprensivo, pero no sabía qué hacer para que ella reaccionase; aun así, lo intentó una vez más.
-Debes venir conmigo -le rogó.
-No voy a dejarla.
-No te pido que la dejes, pero debes comer algo. Si no estás fuerte para sujetarla, no tendrá donde ir. Todavía es muy pequeña para brillar sola.
La cueva, lentamente, volvía a ser un lugar habitable. Habían reparado el tejado, fortalecido la puerta de entrada, limpiado los canalones, traído muebles.
Ella permanecía en silencio, sentada en su butaca, con las manos cerradas. Debía protegerla, debía asegurarse que nada la apagase, necesitaba su calor, su serenidad, su brillo. Pero notaba en su interior que cada vez estaba más y más débil. Todas las noches que siguieron desde la tormenta, abría las manos junto a su pecho y la miraba con ternura.
El ser entró por la puerta y se acercó a ella con su característico andar flotante.
Ella le miró. En sus ojos se reflejaba el dolor. Sabía por qué estaba allí.
-¿Es la hora? -preguntó, conociendo la respuesta.
-Sí.
Alargó sus manos y las abrió. La luz se movió parsimoniosamente.
-Ven conmigo, pequeña -dijo el ser-. No tengas miedo.
La luz se movió con lentitud, pero no fue hacia sus manos. Se dirigió hacia el rostro de ella, acariciando su piel y llevándose una de las lágrimas que corrían por su mejilla; después, se acercó hacia el ser con las pocas fuerzas que le quedaban.
Éste, con toda la delicadeza de la que fue capaz, la sujetó, y cerró sus manos.
-¿Cuidarás de ella?
-Siempre.