Su nombre VI

Llega, por fin, el desenlace…

Amanece.

La brisa esparce una miríada de gotas saladas arrancadas al mar que cubren el paisaje de una fina película de humedad que impregna la piel y se introduce en el alma. Y duele. Quizá es que sus huesos son ya viejos, o que ya sabe que el mar está esperándole y ese dolor no es más que un mal disimulado respeto a su eterno enemigo.

Ella va protegida con la chaqueta que le dejó el pescador, aunque sus pequeñas manos y su cara sienten el agua y la sal que el viento le escupe. El camino le resulta ahora más fácil que la primera vez que lo recorrió a la inversa. Ha fortalecido sus músculos gracias al duro trabajo y, aunque va descalza, los pies ya no le duelen al caminar por las piedras, pero, aun así, sus pasos son muy lentos.

-¿Estás bien?

La niña asiente, muda.

-¿Estás segura? -insiste.

Vuelve a asentir, sin articular palabra.

-¡Pero di algo, maldita sea! -brama-. Durante días no has parado de hablar hasta hacer que me explotase la cabeza con tu parloteo… ¿y ahora no tienes lengua?

La chiquilla lo mira y sigue caminando con parsimonia, sin prestarle mucha atención, sumida en sus propios pensamientos.

Llegan al riachuelo y el anciano lo cruza a grandes zancadas con sus altas botas, arrancando pequeñas cortinas de agua a su paso. La niña lo ve llegar a la otra orilla, encender un cigarro, sentarse en una roca y desafiarla con la mirada, como hiciese la otra vez.

Pero esta vez la niña no parece estar tan dispuesta a cruzarlo. Permanece quieta, mirando el agua con la mente muy lejos de allí. El pescador la observa. ¿Está recordando?

-¿Vas a venir? -pregunta, al fin, mientras apaga la colilla con su bota. La niña no dice nada-. A mí me da igual. Tengo comida, agua y tabaco para pasar la noche, y toda la semana, si se tercia -dice y saca una manta de una mil veces remendada bolsa de tela. Se tumba en el suelo apoyando la cabeza en la roca y se tapa con la manta, se cubre la cara con un gorro de lana y cierra los ojos.

La niña lo mira. Sabe que no va a mover un músculo para ayudarla a cruzar, y se sienta en la orilla. O cruza sola o allí se queda. El arroyo es la frontera que separa un mundo de otro. Ella lo sabe. Y duda.

En cada paso que ha dado desde que abandonó la cabaña, una punzada de dolor ha sacudido su alma. Atrás queda la seguridad y el sosiego que le proporciona el viejo pescador, que, por muy grosero y arisco que pareciese, ha conquistado el corazón de la pequeña. Se siente segura a su lado; sabe que si algo sucede, él siempre va a estar ahí. Con ella.

Durante las noches anteriores, había vislumbrado la figura sombría del viejo entre las decenas de imágenes terroríficas que le habían visitado; le había oído, con su voz grave y profunda, intentar calmarla cuando gritaba aterrorizada; había sentido su arrugada mano acariciándole el rostro, limpiando su sudor, apartándole el pelo de la frente. Sabía que, cuando creía que ella estaba dormida, había pasado noches enteras velando sus sueños.

Y ahora va a dejar atrás esa seguridad por algo que no sabe si le proporcionará lo que ella necesita.

El viejo, que hace como que dormita con un ojo abierto y otro cerrado, ve cómo se levanta y comienza a caminar hacia el riachuelo, penetrando valientemente en el agua, tambaleándose por las piedras del fondo. Se cae, empapa la ropa, se vuelve a levantar, escurre como puede los salpicoteos que levanta a su paso.

Y lo cruza.

El viejo sonríe cuando se le acerca con gesto de enfado.

-¿Qué haces ahí vagueando? -le recrimina, apartándole el gorro de la cara-. Aún no hemos terminado.

-¡Mocosa de los cojones! Como vuelvas a tocar mi sombrero te doy una patada en el culo que no vas a poder sentarte en años… ¿Te has enterado? -le grita y recoge sus cosas riendo por lo bajo.

Caminan por el sendero que conduce a la playa, ya a la vista. La brisa va haciéndose más húmeda y persistente. El aire se enfría. El cielo se oscurece.

-¡Has vuelto!

La niña ha oído la voz. Se queda clavada. El anciano la mira con ojos curiosos.

-¿Qué ocurre?

-¡Ven a mí! -ordena la voz.

La niña tiembla y se aferra con fuerza a la mano del pescador, que la acaricia dulcemente, que se agacha, que la mira a los ojos.

-No te dejaré sola. Tranquila.

Llegan, por fin, a la orilla y miran fijamente al mar. En silencio. El cielo está cubierto de una densa capa plúmbea, el agua susurra, encrespada, voces en lenguas extrañas que llegan hasta ellos. El viento comienza a soplar con fuerza.

Algo se acerca.

-Pase lo que pase, no me sueltes -grita, intentando hacerse oír bajo las ráfagas de aire y arena. La pequeña, aterrada, se agarra con todas sus fuerzas a su mano.

-¡No te la llevarás por la fuerza! -vocifera el pescador a ninguna parte.

Llueve.

Los elementos se unen para tumbar al pescador, que resiste como puede. Viento, lluvia, arena arrastrando ramas, trozos de conchas, astillas podridas de barcos que sucumbieron a lo inevitable. Todo se ha vuelto contra.

El mar, su viejo enemigo, ha tocado a rebato. Quiere quitarle a la niña. Como sea.

-¡Basta! -chilla la niña-. ¡He venido como me pediste! -Intenta hacerse oír, pero el viento sopla con tanta fuerza que su débil voz apenas es un gemido imperceptible.

En el bosque, parapetados tras los árboles, una docena de ojos sigue con atención los acontecimientos.

Los restos de un viejo madero podrido terminan por deshacerse y el cielo se cubre con miles de astillas empujadas por el viento. Él abraza a la niña y aparta su cara de la miríada de agujas de madera que lo golpean, pero no puede evitar que se claven en las manos, en la cara, haciéndole sangrar.

-Nadie va a ayudarnos ahora que en verdad se les necesita –piensa la niña, oculta bajo las grandes manos del anciano, recordando a aquellos que prometieron cuidarla y que ahora se limitan a observar.

Una de las mujeres permanece ajena a todo. No hay compasión en su mirada. Durante todo el tiempo que la chiquilla había permanecido en el mar, a la deriva, incluso cuando las demás mujeres parecían querer cuidarla, había prometido ayudarle, pero al ver que la niña había aparecido en la playa junto al pescador, da media vuelta y se va. Las demás mujeres la miran entre indiferentes y extrañadas, pero no hacen ademán de pararla. Es mucho más interesante ver a aquella extraña pareja enfrentarse a los elementos. El joven pescador también está junto a ellas, más preocupado por si podría pescar, si le van a recriminar algo al llegar a casa, si… Bastante tiene él con lo suyo como para pensar en ayudar a nadie.

De repente, los ojos del anciano se cubren de una fina película de vidrio. El tiempo se congela en una instantánea tenebrosa. Siente que el viento amaina, las olas quedan suspendidas en su vaivén, la lluvia aparece como una cortina estática. La niña lo abraza.

-Déjala ir.

La voz ha surgido desde las profundas entrañas marinas, expandiéndose lentamente por el extraño paisaje congelado hasta rebotar con fuerza en los árboles, donde los aterrorizados ojos no saben si seguir mirando aquel drama o marcharse a la carrera.

El anciano cierra los ojos e inclina la cabeza. La niña sigue con la cara tapada, temblando. El ser lo observa todo con ojos curiosos. Entonces, el anciano abre la boca y profiere un sonido gutural que rompe la estampa sobrenatural.

-¡El viejo habla como la niña! –masculla, asombrada, la más mayor de las mujeres.

-¿Qué dices…? ¿Qué pasa…? –dice la de las conchas.

-¡Uf! Bastante tengo yo con lo mío como para aprender otro idioma –piensa el pescador.

El dios de las profundidades es el más antiguo de todos los dioses que alguna vez existieron en el planeta. Es anterior al propio ser humano, que lo adoró desde que tuvo concepción de sí mismo. El viejo le ha hablado en una lengua olvidada que los primeros hombres usaban para implorarle que no hundiera sus balsas. El paso de los siglos acabó con aquellos hombres y aquella lengua, aparecieron nuevos dioses que fueron sustituidos, a su vez, por otras entidades y aquel que fue el primero acabó refugiándose en las sombras abisales.

Ahora tiene frente a sí a alguien que conoce su furia, pero no le teme; que es capaz de enfrentarse a él en evidente desigualdad de condiciones para proteger a una niña a la que no le une aparentemente nada. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué arriesga su vida de esa manera?

Es la estirpe. La sangre. El dios del mar lo sabe y lo respeta. Lo ha visto en otros hombres, en otros tiempos. El pescador hace lo que debe: algo que no se aprende ni se compra: es, simplemente, lo que corre por sus venas desde tiempos inmemoriales.

-Debes dejarla ir –se oye, con un tono más moderado-. Ella pertenece a mi mundo, no al tuyo.

-Ella es libre… Siempre ha sido libre…, pero debe seguir siendo libre… –hace una pausa-. Ni siquiera tú puedes…

En ese momento, un grito desgarrador, pero conocido, suena en la lejanía.

-¡Me voy a tirar por el acantilado!

-Deberíamos hacer algo, ¿no? –dice la de las conchas.

– Sí, sí –replica la más mayor, reprimiendo como puede una creciente irritación-. Llégate tú y luego te contamos en qué termina esto.

Desde el bosque, la escena representada tiene tintes oníricos. Los colores, el olor, la propia reacción de la naturaleza… Nadie entiende nada. Pero la mayor del grupo intuye algo en el drama que se está desarrollando ante sus ojos. Sabe que va a perder a la niña y, aunque en realidad no le importa demasiado, su orgullo herido le hace salir de la protección de los árboles y dirigirse a la playa.

-Ella necesita que la protejan, no puede ir libre por esos mundos –clama, mirando al pescador, que se vuelve con los ojos encendidos, que le apunta con el bastón, que parece imbuido de una fuerza misteriosa.

-¡Lárgate, maldita hipócrita chismosa! -exclama.

La mujer, espantada, da varios pasos hacia atrás y, haciendo aspavientos a las demás, que habían ido asomando tímidamente, vuelve al bosque.

-¿Qué ocurre? -pregunta, al verlas llegar a la carrera, la chica de las conchas-. ¿De dónde venís? ¿Por qué corréis? ¿Viene la niña o no?

El joven pescador la coge del brazo y la lleva aparte:

-Será mejor que no preguntes -susurra.

-Pero… ¿Tú sabrás qué pasa, no?

-¡Yo que sé! Bastante tengo yo con lo mío… –hace una pausa, pone cara de haber recordado algo y pregunta-: ¿Qué ha pasado con la loca de las voces?

-¿Qué loca…? ¿Qué voces…?

El mar y el anciano se observan en silencio. La niña asoma la cabeza y mira cómo, a lo lejos, un delfín emerge a la superficie con un salto portentoso. El mar le saluda a su manera.

-Voy a volver –dice la niña mirando el rayo de sol que se ha colado entre las nubes y arranca destellos dorados de la inmensidad marina. Algo se rompe muy dentro de él. Reprime un sollozo y se pone de rodillas, frente a ella, poniendo delicadamente sus manos en los hombros de la niña.

-¿Estás segura?

-Sí –dice con determinación-. No recuerdo mi nombre, ni nada de mi anterior vida… Ni quiero recordarlo.

-No tienes por qué hacerlo –dice, apartándole el pelo mojado de la frente con ternura-. Ahora eres libre y no permitas nunca que te sometan… Si me necesitas, yo no estaré muy lejos –le guiña un ojo.

-Aún le temo al mar…

-Al miedo no se le puede vencer, porque forma parte de nuestro instinto de supervivencia, pero se le puede combatir… El dios del mar es un viejo cascarrabias, pero no te hará daño…

-¡Es como tú!

El anciano se pone en pie. Las nubes se van y emerge el sol en toda plenitud. El viento ha desaparecido, las aguas se han calmado y ya son varios los delfines que rompen la línea del horizonte con sus juegos.

-¡Cuídala o volveremos a vernos! –dice, sin esperar respuesta.

La niña comienza a andar y, lentamente, se va introduciendo en el mar. El ser revolotea junto a ella.

-Ahora sé quién soy –grita, volviéndose hacia él, a modo de despedida, y desaparece de su vista. Los delfines acuden a acompañarla.

El anciano aún se resiste a abandonar el lugar. Sus ojos se clavan en la misma línea del horizonte, cuyos azules imprecisos no dejan determinar dónde acaba el mar y empieza el cielo.

El círculo se ha cerrado. Las piezas han ejecutado sus movimientos y todo vuelve a estar en calma.

A unos metros sobre su cabeza, una bandada de ánsares cruza el cielo hacia la calidez del sur.

BSO: Evanescence /Haunted

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