El viento comenzaba a soplar con fuerza, aunque el mar permanecía en calma. La brisa mecía con dulzura las olas, que parecían dormitar al abrigo de los dioses. El sol se desperezaba y la luna iniciaba su retiro discretamente, difuminándose en la lejanía ante la claridad lechosa que vencía, una vez más desde el principio de los tiempos, a las tinieblas. Finalmente, el sol emergió con todo su poder y fue acariciando lentamente la superficie de las rocas de la orilla.
El anciano, parado en la orilla de la playa con su larga caña en una mano y la vieja bolsa de aparejos en la otra, observaba cómo el mar, que segundos antes había estado sereno y tranquilo, ahora enviaba a la orilla olas empujadas por el viento. Comenzaron a llegar rápidas, cada vez más lejos, cada vez más altas. Se acercaron a las botas del pescador que, instintivamente, se apartó de ellas y se dirigió a las rocas.
Cada vez le costaba más moverse: las rodillas le crujían, la espalda le dolía, los años, en fin, le pesaban. Al llegar, sacó del viejo zurrón la caja con el cebo, la colocó con cuidado entre dos rocas, y se quedó de pie. Las resbaladizas rocas podían ser muy traicioneras, y el perezoso sol todavía no las había calentado lo suficiente para que estuviesen secas.
Antes de preparar la caña y lanzarla, encendió un cigarrillo y su vista se perdió en la lejanía. Sus ojos reflejaban cansancio, no sólo físico, sino de años, siglos, una eternidad de batallas, de noches en vela acompañado únicamente de las nubes, el mar, el viento…
Podía oler la llegada de una tormenta, cuándo era hora de plegar velas y volver a casa. Aprendió a seguir a los albatros, a comprender las estrategias de las orcas, a dejarse aconsejar por los delfines para encontrar el cardumen que le salvara el día de pesca.
¡Qué sabrás tú!, le decían, ¡qué sabrás tú de cuándo viene una tormenta, de cuándo se acabarán los peces, de cuándo traerá el viento lluvia, truenos y tormentas! Nada, decía el viejo, no sé nada… Por mí podéis iros todos a tomar por culo.
El viejo suspiró, resignado, y dirigió su mirada hacia la playa.
En la orilla, la chica de las conchas seguía en su implacable búsqueda. Tenía el mandil lleno, pero seguía buscando. Encontró una que llamó su atención. Se agachó, la observó con detalle, y sonrió. Rebuscó entre las conchas que llevaba y descartó una, tirándola al mar. La nueva ocuparía su lugar. Se sentía relajada y feliz. Su rostro sonriente, moreno, bañado por el sol, chocaba con la melancolía de su mirada, la ingenuidad en sus gestos, el desconcierto en sus maneras… Miraba a los lados, confusa, como si no supiera muy bien dónde estaba, pero se encogía de hombros y seguía con su tarea.
Entonces, un pequeño grito, más bien un lamento, llegó a oídos del anciano. La chica de las conchas no pareció oírlo porque dio un brinco y se abalanzó hacia una concha más grande, más bonita, más original que la anterior.
No muy lejos de allí, el joven pescador forcejeaba con su caña. Algo grande y pesado tiraba con fuerza de él. Se levantó de golpe de su destartalada silla, y, fuese lo que fuese lo que había picado en el anzuelo, lo arrastró, adentrándose unos metros en el mar. Su desesperación por conseguir su presa le estaba haciendo cometer errores. Y él lo sabía, pero seguía tirando y tirando, aunque con ello rompiese el sedal o la caña. ¡Da igual! No podrá conmigo, pensaba.
Su rostro sudoroso, la frente tensa, la mirada fija en el anzuelo que se hundía en el agua… ¡No! Estaba vez, no le iban a ganar la batalla, así que haciendo un gran esfuerzo, sujetó la caña con las dos manos y dio un fuerte tirón. Victorioso, sonrió. Una alegría desbordante iluminó su cara. El anciano le miraba expectante. ¿Lo había conseguido? El joven pescador recogió el sedal poco a poco. La pieza había cedido. Esa noche llevaría un buen pescado a la mesa. Había ganado. Por fin, podría regresar a casa triunfante. El anciano, aunque su vista ya no era la de años atrás, consiguió distinguir cuál había sido el trofeo conseguido. Y una sonrisa socarrona apareció en su cara. Había pescado, sí, un pequeño zapato de niño, enganchado en un madero, corroído y putrefacto. No pudo reprimir una carcajada. La sonrisa del joven se desvaneció al instante. Lanzó con rabia la caña al suelo y miró al viejo, desafiante, avanzando unos pasos hacia él. Pero la mirada penetrante y retadora del anciano, hizo que se le helase la sangre, y se quedó paralizado. Sin hacer ningún gesto ni decir nada, recogió sus trastos y se dirigió a su casa, sabiendo que, otro día más, volverían a recriminarle su mala pesca. No voy a pelearme con ese viejo, decrépito y cascarrabias, se decía a sí mismo, intentando sacudirse de encima la sensación de cobardía que le atenazaba. Bastante tenía él con lo suyo.
La risotada del viejo hizo que varias mujeres que paseaban cerca del rompeolas dieran un respingo, pero al pasar a su lado, todas, menos una, agacharon levemente la cabeza, deseándole buenos días. Habían sido testigos de la batalla contra el mar, de su lucha por proteger a la niña; habían sido testigos de su fortaleza y valor. Ese viejo pescador, encorvado e irascible, no había huido cuando todo se torció, como hicieron ellas, y en sus rostros se veía reflejada la vergüenza y el bochorno que sentían al pasar junto a él. Reconocían, con su gesto, su cobardía. Él respondió al saludo, agarrando el ala de su sombrero e inclinándolo ligeramente. No las juzgaba, nunca lo hizo. Él sólo hizo lo que debía hacer. ¡Allá ellas con su conciencia! Justo en el momento en que la mujer más mayor pasaba delante, el anciano apartó la mirada, tiró su cigarro a la roca y lo apagó, pisándolo con su bota. Su gesto, irritó a la mujer que hizo ademán de decirle algo, pero al mirarle directamente a los ojos, comprendió que jamás podría traspasar esa frontera. Él estaba fuera de su alcance. Las demás mujeres la agarraron del brazo y se la llevaron.
Cogió su caña, sin prisa, y con la paciencia y la maestría que le daban los años, colocó el cebo en el anzuelo, lanzó el sedal al agua, y se sentó a esperar. El sol comenzaba a elevarse, calentando sus viejos y doloridos huesos, y respiró aliviado. El calor que le regalaba era un bálsamo para ellos. Las manos, agarrotadas por el paso de los años y el duro trabajo en el mar, se movían lentamente. Su piel, curtida, agrietada, enseñaba, a todo aquel que supiese ver, las marcas y cicatrices que las largas jornadas de pesca habían dejado en él.
Levantó la cabeza. Su mirada mostraba a un hombre que amaba profundamente lo que hacía, pero sus ojos se veían siempre cansados, agotados de ver el mundo a través de ellos, y los entornó de nuevo. Con la espalda encorvada, parecía que cargaba sobre ella el dolor del mundo. Su respiración, lenta y pausada, junto con largas bocanadas a su cigarro, le hacían parecer hastiado, exhausto.
Las personas que pasaban cerca del rompeolas, giraban la cabeza en su busca. Cuchicheaban sobre su forma de vestir, de hablar, de moverse; él seguía pescando, fumando, observando. Formaba parte del lugar. Siempre en el mismo sitio, en la misma roca, con la misma caña. Algunos se quedaban unos instantes observando cómo colocaba el cebo, cómo lanzaba el sedal o, simplemente, le miraban, mientras él, impasible, sin hacer caso a nada ni nadie, seguía su rutina.
Su presencia era unas veces intimidatoria, arisco y seco en las formas; otras, dependiendo de quién se dirigiese a él, amable, sensible, cariñoso. Se diría que sólo con unas palabras o un simple gesto, podía saber lo que ocultaban algunos de los corazones y almas que se le acercaban. Unos perdidos, desorientados; otros egoístas, mezquinos. Pero por mucho que él hiciese todo lo posible por evitar que le molestasen, siempre encontraban la manera de acercarse. Los atraía, de alguna manera. Los más perspicaces, veían en su expresión fortaleza, valentía, pero también dolor. Llevaba sobre sus hombros la experiencia de luchas incesantes, peleas furibundas, batallas perdidas en alta mar. Donde las palabras para salvarse de las tormentas, por mucho que las gritase, nadie las escuchaba; donde le tiraron piedras, donde le rompieron la cara, donde perdió amigos, donde casi pierde su alma. Había peleado contra algo mucho más fuerte que él. Pero esos mismos, que sentían su dolor, ahora le miraban de otra manera. Observaron un ligero cambio en él, había algo en su expresión que antes no habían visto y que no ocultaba. Sólo había que saber mirar para ver en sus ojos la mirada extenuada, pero viva, de alguien que había luchado ferozmente en una gran batalla, y, por fin, había vencido, sabiendo que, quizá, fuese su última victoria. Y esos mismos deseaban sentarse a su lado, parapetados bajo su sombra, aunque sólo fuese para disfrutar de su compañía. Sin hablarles, sin mirarles, sin escucharles. Algo que él no entendía, pero respetaba.
Pero ese día, echaba a patadas de allí a cualquiera que se le acercase. Ese día, un aura, gris y apagada, le rodeaba, como si le faltase algo, como si un vacío le asfixiara. Sabía lo que era y, día tras día, esperaba llenar ese vacío. Todo estaba en calma pero no todo estaba en su sitio.
Se levantó una suave brisa que hizo que el ala de su sombrero se elevase, queriendo llevárselo con él, pero lo sujetó con fuerza, calándolo hasta el fondo. Varias gaviotas se intentaron posar a su lado, pero con un simple gesto las espantó. El sol brillaba con fuerza, reflejándose en el mar en calma, lanzando sobre él miles de rayos, pero ese brillo se diluía al acercarse a él, con la cabeza gacha, los hombros caídos, la mirada perdida. Se subió el cuello de la chaqueta, y volvió a cerrar los ojos.
De repente, un olor penetrante, intenso, a jazmín invadió el rompeolas. El viejo pescador elevó ligeramente la cabeza, pero permaneció inmóvil. Temblaba levemente. Sintió un estremecimiento. Abrió los ojos y miró hacia la orilla. Durante un leve instante, su mirada se iluminó, y el brillo de sus ojos volvió a resurgir. Sólo duró un instante, un momento… Sus ojos se volvieron a apagar, inclinó la cabeza hacia su pecho y los volvió a entornar. Todo seguía igual, nada había cambiado. Suspiró. Pero esta vez, su suspiro no era de abatimiento, ya que pasase el tiempo que pasase, no dejaría que la desesperación se adueñase de él.
La mañana transcurría lenta, sosegada. El mar le acompañaba sereno. Las olas danzaban en un grácil baile reposado y calmado, y una suave y fresca brisa acariciaba su arrugado rostro, aliviando, en lo posible el calor abrasador que comenzaba a golpearle con ganas. Las gaviotas, insistentes, volvían, una y otra vez, a posarse en su roca. El anciano les gruñía pero, al mismo tiempo, sacaba disimuladamente del bolsillo de su chaqueta, pequeños trozos de pan duro que untaba con el cebo de gusanos y se los arrojaba. No quería reconocerlo, pero agradecía su compañía.
Cuando el sol estaba en lo más alto y el calor, mezclado con la humedad, hacía que le costase respirar, el pescador comenzó a recoger y guardar los aperos en el zurrón. Había pasado otra larga mañana, en silencio, sin moverse, a la espera. Ese, tampoco sería el día. Pero al ir a por su caña, que estaba un poco más lejos de donde había dejado la bolsa, algo llamó su atención.
Mecida por las olas, flotaba suavemente, entre las rocas del rompeolas, una chaqueta amarilla. Su rostro se tensó, el corazón empezó a latir con fuerza, y su respiración se aceleró. Se acercó lentamente, para no resbalar, y con todo el cuidado del que era capaz, la recogió. Sus ojos se humedecieron y sus arrugadas y estropeadas manos acariciaron suavemente la tela de la chaqueta. Una chaqueta vieja y descolorida, deshilachada por las mangas, rotas en las costuras. La misma que un día cubrió el cuerpo, pequeño y frágil, de una chiquilla, que vino a desbaratar su tranquila, apacible y retirada vida.
Volvió a su sitio, cogió la caña y la bolsa y se fue hacia la orilla, apretando la chaqueta estrechamente contra su pecho. Dio un profundo suspiro y sonrió. Se dirigió, lentamente, apoyado en su bastón a su cabaña. Todo estaba en calma. Todo volvía, por fin, a su ser.
En ese momento sonó, a lo lejos, un grito desgarrador.
-Su puta madre. Si no se tira esa vieja loca, la voy a tirar yo.