Como un mantra conocido por los dos… SU NOMBRE
I
El mar la llamaba insistentemente y, al no encontrarla, envió a las olas en su búsqueda.
-¡Más lejos! -bramaba- ¡Id más lejos!
Las olas se introducían en la playa yendo lo más lejos que podían, escrutando cada grano de arena, cada concha vacía, hasta que las fuerzas flaqueaban y debían retroceder, tristes y derrotadas. Cada vez más desanimado, el mar pidió ayuda al viento, que envío intensas rachas de aire susurrando su nombre.
Ella llevaba horas caminando por la arena, sin saber adónde ir ni qué hacer, intentando recordar quién era, cómo había llegado allí, dónde estaba. Súbitamente, una fuerte ráfaga de aire la empujó hacia el agua y una ola rozó su piel desnuda. Casi de inmediato, otra ola la cubrió, y un soplo de aire fresco rozó su mejilla, creyendo oír una voz que le resultaba familiar, pero lo achacó a su imaginación, por lo que siguió jugando con las olas y, sin apenas darse cuenta, se fue adentrando en el mar.
Dentro del agua, comenzó a sentirse más segura, confiada y relajada, dejando de hacerse todas esas preguntas sin respuesta que la atormentaban.
-Ven con nosotras; te estábamos buscando -le insistían, una y otra vez, las olas, pero ella, ajena completamente a lo que le decían, ignoraba sus llamadas. Deseaba estar en el agua, jugar con ellas, dejarse mecer, contemplar el cielo.
Fijándose detenidamente en las nubes, observó a un impresionante león intentando atrapar con sus garras a una pequeña lagartija, pero se le escabullía entre los dedos. De pronto, el león se había convertido en un tierno gatito, y la lagartija en un imponente dragón que lo perseguía.
Sonrió. Las nubes, con sus formas caprichosas, le contaban historias con giros inesperados.
-¿Por qué no nos hace caso? -se preguntaban extrañadas las olas-. Deberíamos gritar más fuerte -dijeron, meciendo su frágil cuerpo con más ímpetu.
Desde la distancia, varias personas, que paseaban por la playa, se fijaron en ella. Su cuerpo flotaba en el agua, boca arriba, moviendo los brazos a la par que las olas la mecían.
-¿Qué hace esa criatura?
-El agua está helada.
Decididos a llevársela de allí, vociferaban y le hacían gestos para que fuese con ellos. La más atrevida se acercó. Su expresión de asombro y desconcierto alertó a los demás que, curiosos, se acercaron, comprobando, con espanto, la desnudez de su cuerpo.
Ajena a esas miradas, la chiquilla, seguía jugando y bailando con las olas. Unas veces eran más fuertes, la zarandeaban, empujándola y sumergiéndola, pero conseguía mantenerse a flote; otras eran más delicadas y, como si tuviesen miedo de rozarla, llegaban a escasos centímetros de su piel y se retiraban rápidamente.
-¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? ¿Cómo has llegado aquí?
La criatura, sorprendida al verse rodeada de gente, dejó de flotar, y, clavando los pies en la arena del fondo, los miraba sin responder.
-Por lo menos dinos tu nombre.
Un sonido ensordecedor e ininteligible salió de su garganta. Todos los presentes se taparon los oídos aterrados.
-¿Qué ha sido eso?
-Es mi nombre -musitó. Acabo de recordarlo.
-¿Cómo va a ser tu nombre ese ruido infernal?
-Mi nombre es… -Dudó. No pudo repetirlo. Lo había olvidado.
El mar, siempre atento, la escuchó. Por fin la había encontrado.
-Traédmela -ordenó, mandando olas más rápidas y corrientes más fuertes.
El violento oleaje la empujaba para hacerla caer y poder llevársela consigo. Si no respondía a su llamada, se la llevarían a la fuerza, pero, como tenía los pies firmemente apoyados en el suelo, no lo conseguían. El mar, cansado de ese juego absurdo, envió una inmensa ola que empezó a formarse en la lejanía, y ella, concentrada en no caer, no la vio venir. Las personas que se encontraban en la orilla empezaron a hacerle gestos para que fuese hacia ellos, pero un fuerte golpe la empujó, arrastrándola mar adentro y, durante unos segundos, los que se encontraban en la orilla de la playa se quedaron paralizados por el terror. De repente, la vieron emerger. El mar, implacable, y decidido a no perderla de nuevo, volvió a arrastrarla hacia el fondo, aunque ella, en un esfuerzo infrahumano, consiguió salir a la superficie.
-¡Debes agarrarte a algo! ¡Sujétate con fuerza! ¡No dejes de nadar! -le gritaban desde la orilla.
¿A qué se iba a agarrar? Todo era mar. Movía frenéticamente las piernas, en un esfuerzo titánico por no hundirse, luchando ferozmente, contra la corriente que la arrastraba hacia el fondo. Finalmente, dándose cuenta que no podría ganar ante descomunal oponente, sin cerrar los ojos, dejó que su pequeño cuerpo fuese, lentamente, adentrándose en la terrorífica inmensidad de las profundidades.
El mar, satisfecho, la envolvió en su oscuridad llamándola por su nombre, pero ella no respondió. Su pequeño cuerpo se hundía muy despacio. El mar, incapaz de soportar su mirada -fría, ausente, vacía- hizo que las corrientes balanceasen su larga cabellera dorada y, así, tapar su rostro, mientras se hundía, irremediablemente, hacia el fondo.
-Estás a salvo, pequeña -le dijo el mar, retirándole el cabello de la cara con dulzura.
La observó, preocupado. Su piel se marchitaba. Sus ojos estaban velados de un gris mortecino. La vida se alejaba de ella.
Comprendió, finalmente, que si la arrastraba la perdería para siempre. Ella no sabía quién era, ni recordaba su nombre y hasta que no lo descubriese, llevarla con él sólo la llevaría a las tinieblas. Ordenó que, con toda la delicadeza de la que fuesen capaces, las olas la llevaran de vuelta a la superficie, y, resignado, aceptó que debía de ser ella quien decidiese si volvía a él o no.
Con el tiempo.
Al salir, instintivamente, tomó una gran bocanada de aire y abriendo los ojos se encontró en medio del mar en calma, mecida por un oleaje sereno. Una ligera brisa marina susurraba una melancólica tonada.
-Podrás volver… Si lo deseas… Cuando recuerdes tu verdadero nombre.
II
Despertó como volviendo de un largo letargo. Mareada. Confusa. Mecida suavemente por las olas.
No recordaba nada de lo que había sucedido en el mar, por lo que su primer pensamiento fue encontrar a los que antes se le habían acercado para ayudarla. Aún estaban por allí. Levantó las manos, haciendo señales para que la viesen. Ese pequeño gesto la dejó agotada, ya que, a la vez, tenía que mover las piernas para permanecer a flote. Por fin, una de las personas que permanecían en la playa la vio y avisó a los demás, que respiraron aliviados.
De repente, notó un golpe en su pierna. En un primer momento, se asustó. Sólo acertaba a ver bajo el agua sus pies moverse incesantemente, aunque empezaban a fallarle las fuerzas. Sintió otro golpe y, girándose, comprobó que un tablón de madera flotaba a su alrededor, estaba carcomido, lleno de algas, y con algún clavo oxidado, pero era a lo único a lo que podía agarrarse.
En la orilla, las mujeres había hecho un campamento y los hombres habían decidido regresar a sus casas. Con una gran hoguera encendida, mantas y comida caliente, seguían discutiendo sobre la manera de ayudarla, pero, poco a poco, la conversación fue yendo por otros derroteros.
-¿Qué hacía desnuda en la playa? ¡Con el frío que hace!
-Tan pequeña y sola…
-Mira que yo intenté ayudarla. Le grité que venía la ola, pero no me hizo caso.
Mientras hablaban y hablaban, ella se agarró como pudo al tablón de madera y, con las escasas fuerzas que le quedaban, se subió encima, aunque las piernas siguieron en el agua. Era lo suficientemente grande como para soportar su peso, así que se dejó caer sobre él y, derrotada, se quedó dormida.
Una ráfaga de aire frío la despertó. Abrió los ojos y recibió los rayos del sol del atardecer y, por un momento, no supo dónde estaba, hasta que vislumbró la orilla y los recuerdos regresaron. Por suerte, el mar había permanecido en calma y las corrientes habían cesado, no alejándola mucho de la costa, hasta que se percató que del tablón de madera que la había salvado colgaba una gruesa cadena que estaba anclada en el fondo marino.
Respiró, aliviada y agradecida. No estaba lejos y podría intentar regresar a la orilla a nado. Intentó sumergirse en el agua, pero el pánico se lo impidió, sus músculos anquilosados no le respondían y volvió a sujetarse con fuerza al tablón.
Comprobó que en la orilla las mujeres seguían hablando y hablando sobre de cómo traerla de vuelta, pero el tiempo pasaba y no hacían nada para sacarla de allí. Las veía ir y venir, unas veces cargadas con cajas, otras con ropa, otras venían sin nada. El hambre empezaba a hacer mella, ya que llevaba sin comer mucho tiempo, y empezó a sentirse mareada.
Nunca había tenido miedo a nadar en el mar, ni a los monstruos marinos, ni a las terroríficas criaturas de las que siempre le habían hablado que habitaban sus profundidades. ¿Por qué ahora no podía siquiera rozar el agua? ¿Cómo iba a regresar? ¿Y si ellas no encontraban la manera?
Sólo recordaba imágenes sueltas de lo sucedido. Se veía andando por la arena, luego la sensación de que tiraban de ella, y, de repente, oscuridad, hasta que despertó, flotando en medio del mar. Todo lo demás era una nube oscura en su memoria. Seguía sin saber cómo había llegado allí, qué hacía en la playa, quién era… Y seguía sin recordar su nombre.
Un ligero roce en su pie la sacó de sus cavilaciones. Algo nadaba bajo el tablón. Aterrada, se agazapó como pudo, alejándose de quien la mirara desde el fondo. La sombra pasó, de nuevo, por debajo. Cerró los ojos. El miedo la paralizaba, pero, aun así, quiso saber a lo que se enfrentaba.
Sonrió al darse cuenta que no era un monstruo, ni ninguna criatura del averno, solamente era un trozo de madera, bastante más pequeño que su tablón.
-¡Qué tonta, asustarse por un simple trozo de madera viejo y destartalado! –se dijo, intentando recuperar la calma.
De repente, otro pedazo rozó su pierna. Vio otro a lo lejos. Y otro… Y otro. Estaba rodeada de tablones, cuerdas, fragmentos de plásticos, retales de lo que parecía una gran vela. ¡Eran los restos de un naufragio!
Miró hacia la orilla y allí seguían, charlando y debatiendo cómo sacarla, mientras comían alrededor de la gran hoguera y permanecían en la orilla, y ninguno había hecho la menor intención de penetrar en el mar.
-No tenemos barca.
-Ni sabemos nadar.
-Le haremos llegar comida y bebida.
-¿Para qué se habrá metido en el agua? ¡Y desnuda!
Eran mucho más sabios que ella y sabrían cómo sacarla de allí, pero, mientras tanto, con los restos de la vela, hizo un hatillo y metió todo lo que creía que podría serle de utilidad, y, con ayuda de la cuerda, ató los pedazos de madera.
Pasaron las horas y comprobó que nada en la orilla había cambiado. De vez en cuando, alguno le hacía una señal para ver cómo estaba, a lo que ella respondía inmediatamente levantando las manos. En vista de que aquello se alargaría, decidió que lo mejor era hacer un poco más seguro el tablón y, con los restos de la madera que había encontrado y la cuerda, se haría una balsa. Estaría más estable y les daría tiempo a que la rescatasen. Así que, con paciencia, fue atando los tablones uno a uno, e hizo una destartalada, pero eficiente, balsa.
-¿Qué está haciendo? -dijo una de ellas, al notar que se movía mucho.
-Está construyendo una balsa. No le servirá de mucho. Cuatro tablones cochambrosos, mal atados, no la sacarán de allí. Si yo estuviera allí le diría cómo se hace y le llevaría algo de ropa.
-Dejémosla, así está entretenida -y volvieron a sus charlas, chascarrillos, quehaceres y cavilaciones.
Se hizo de noche y la vela le sirvió de improvisada manta. El miedo decidió ser su fiel acompañante. Temblaba, y no era de frío. Confiaba en que ellos la sacasen de allí y que sabrían qué hacer.
El balanceo del agua la relajó, por lo que se tumbó, mirando hacia el firmamento. El cielo estaba completamente despejado y las estrellas brillan con una luz esperanzadora. Una pequeña estrella fugaz lo atravesó y, al poco, las compuertas del cielo se abrieron y un desfile de estrellas fugaces llenó el cielo de guirnaldas de colores.
Sonrió. Estaba en medio del mar, sin comida, sin compañía, pero tenía la extraña sensación de que estaba donde debía estar, y, relajando su cuerpo, dejó caer uno de sus pies al agua, sintiendo, de golpe, un ligero calambre. Recogió el pie rápidamente hacia la improvisada balsa pero algo le hizo volver a meterlo de nuevo y, esta vez, no sintió nada, por lo que se incorporó e introdujo los dos pies en el mar.
El horizonte se confundía con el mar, sin saber dónde empezaba uno y terminaba el otro. Vio unos reflejos plateados saltar del agua, los peces jugaban en una noche tranquila, y eso le despertó el deseo de nadar junto a ellos.
El mar permanecía en calma, esperándola, pero esta vez dejaría que fuese ella quien viniese a él.
Una de las mujeres que, de vez en cuando la observaba para ver cómo estaba, vio cómo se dejaba caer desde la balsa lentamente.
-¡Está loca! ¡Se va ahogar!
Se levantaron y comenzaron a gritarle que volviese a la balsa.
-Es lo único que tiene para mantenerse a flote ¿cómo hace eso? -repetían, una y otra vez, corriendo, desconcertados, a un lado y otro de la orilla.
-Si yo estuviera ahí no le habría permitido eso. ¡Y desnuda!
La chica miró hacia ellos y, sin hacerles caso, dejándose llevar por la sensación de que era lo que debía hacer, introdujo la cabeza en el agua y comenzó a nadar hacia el fondo.
Lo hacía con fuerza, con rabia, con determinación. El corazón le latía con fuerza, los pulmones querían estallar. Un hormigueo empezó a recorrer sus piernas. La piel se heló y dejó de nadar. El cabello se mecía movido por el agua y le tapaba la visión de sus piernas. El hormigueo se convirtió en punzadas cada vez más fuertes, muy dolorosas, como si cientos de cuchillos la estuviesen atravesando, e intentó volver a la superficie, pero las piernas no le respondían. Agitaba los brazos con desesperación, empujándose hacia arriba. Nada. Los pulmones empezaron a dolerle terriblemente y el miedo a perder el conocimiento comenzaba a torturarle. Necesitaba aire. Abrió la boca, en un desesperado intento por respirar, aunque sabía que, irremediablemente, eso sería su fin. La garganta se le llenó de agua. La cabeza le iba a estallar. Un velo negro se fue posando lentamente sobre sus ojos. Miró hacia la superficie y vio como varias estrellas fugaces surcaban el firmamento. ¿Qué había hecho?
III
De repente, sintió que la presión sobre los pulmones se aliviaba, la mente se despejaba y el velo, que cegaba sus ojos, se evaporó, trayéndola de nuevo a la vida.
¿Estaba en el fondo del mar? ¿Seguía viva?
-Tranquila. Déjate llevar por la corriente y acostúmbrate a respirar bajo el agua. Al principio, hasta que aprendas, es mejor ir despacio.
¿Quién hablaba? Aterrorizada, movió la cabeza a un lado y a otro.
-Intenta mover la cola con naturalidad.
¡¿La cola?!
-Mira hacia abajo, donde estaban tus piernas -le indicó la voz.
Comprobó que sus piernas se habían transformado en una hermosa e impresionante cola de pez, con escamas de color ocre y verde aguamarina, que se mezclaban en una armoniosa y perfecta combinación de colores. Acercó su mano y la rozó. El tacto era suave, resbaladizo, frío. Respondía a sus deseos. Tuvo la extraña sensación que, desde siempre, había formado parte de ella. El miedo desapareció.
Movió la cola despacio, ayudada por una ligera corriente. Comenzó a balancearla arriba y abajo y, sin apenas darse cuenta, empezó a nadar. Varios peces se acercaron a ella, curiosos y sorprendidos, aunque enseguida se acostumbraron a su inofensiva presencia. Nadó junto a ellos, introduciéndose en una pequeña y oscura cueva que, lejos de producirle terror, le aportó una serena seguridad. Rozaba con sus delicadas manos los pequeños corales que encontraba. Su apariencia sedosa, chocaba con su tacto arrugado y duro. Otros peces, desconfiados, salieron de sus escondrijos para observarla de lejos. Cuando ella intentó acercarse, se refugiaron en las oquedades del coral.
Nadaba y nadaba sin parar. No se cansaba, quería verlo todo, tocarlo todo.
-Ven conmigo –le dijo el ser, mostrándose al fin.
-¿No puedo quedarme aquí? -suplicó.
-Ven, por favor.
Algo en su interior la animó a confiar en él, y, aunque deseaba seguir nadando, le obedeció.
-No quiero salir -volvió a protestar al ver que el ser salía del agua.
-Acompáñame. Siéntate a mi lado -le indicó con amabilidad.
Al fin, obediente, salió del agua arrastrando la cola, sentándose, no sin esfuerzo, junto a él en una elevada duna, desde donde podía observar el lejano campamento. Las mujeres estaban desconcertadas. La chiquilla, de repente, había desaparecido de su vista. La llamaban a voces.
Una de las mujeres, que había permanecido algo alejada del resto, se acercó a la más mayor.
-¿A quién buscamos?
-¿Cómo que a quién buscamos? -protestó, sorprendida- ¡A la niña!
-¿A qué niña? -preguntó, sin mucho interés.
-¡A la niña del agua! Pero… Pero…, ¿tú dónde te has metido todo este tiempo? -le reprochó.
-Por ahí.
-Deberías haber estado más pendiente. La niña ha desaparecido.
-Tengo mil cosas que hacer y… ¡Ah, la niña que estaba en la playa! –recordó de improviso. La otra asintió, resignada-. ¡Os ayudaré a buscarla!
Mientras las demás mujeres seguían buscándola, llamaron la atención de un joven pescador que se afanaba con la caña sobre unas rocas del acantilado.
-¿Qué pasa? ¿A qué viene ese alboroto? -les preguntó cuando se acercaron a él.
-¿No has visto a la niña?
-¿Qué niña? No sé de qué niña me habláis.
-La niña que estábamos vigilando. ¡Otro que nunca se entera de nada! -le recriminó la más mayor.
-¿Y qué quieres que haga? Me paso el día intentando pescar unos míseros peces para llevarlos a mi casa. Aunque no sé ni para qué me molesto: me reciben con mala cara, no les gusta nada de lo que les llevo, se quejan y se quejan… -farfullaba, hablando más para sí que para las mujeres, que se miraban entre ellas sin saber muy bien qué decir-. No me miréis así. No puedo hacer otra cosa. Bastante tengo yo con mi vida, cómo para estar pendiente de la de los demás… Si no pesco, mis hijos…
-¡Deja de parlotear, no seas cansino! -vociferó un viejo pescador desde otra de las rocas-. ¡Te pasas el día protestando y gimoteando!
-¡Tú qué sabrás!
-Hasta los cojones estoy de oírte. Los demás también tenemos problemas y no le vamos llorando a nadie. Bébete la fanta y déjame pescar tranquilo.
De sus ojos salió fuego y agarró la caña con fuerza en un gesto desafiante, pero no se atrevió a replicarle.
-¡No le hables así! -le recriminaron a coro y acudieron a consolar al afligido pescador-. Ven, no hagas caso a ese viejo chiflado, nosotras te ayudaremos -le dijo una de ellas.
-¿Has visto tú a la niña? -se atrevió a preguntarle otra de las mujeres al viejo.
-La vi de lejos sí, pero como la vuelva a ver le diré que no se acerque a vosotras, ¡arpías!
-¿Cómo te atreves? -le gritaron.
-¿Que cómo me atrevo? -rio-. Porque siempre estáis más pendientes de vosotras mismas que de nadie, y a esa chiquilla podréis engañarla, pero a este viejo pescador, no. Hala, iros a otra parte a berrear y dejad de molestar –hizo una pausa y clavó su mirada en el otro pescador-. Y tú, soplapollas, como te vuelva a oír quejarte, te doy tal patada en el culo que te mando al fondo del mar… ¿Has entendido?
El otro no le aguantó la mirada. Recogió sus aparejos y se alejó.
-Vamos, aquí no tenemos nada que hacer -dijo altivamente la mujer mayor, mirando con desprecio al viejo pescador. Éste, sin hacerle el menor caso, se giró y siguió pescando.
Se repartieron en varios grupos y prosiguieron la búsqueda. Dijera lo que dijese ese viejo arisco, no dejarían de buscarla. Unas iban por la orilla, otras se adentraron en el bosque cercano. A los pocos minutos, se oyeron unas voces a lo lejos.
-¡Aquí! ¡Venid aquí!
La mujer más mayor suspiró, decepcionada, al reconocer a la mujer que habían encontrado en medio del bosque.
-No os asustéis. Es sólo una pobre loca -explicó a las demás-. Hace años tuvo un pretendiente que la abandonó por otra mujer, eso la desquició completamente y desapareció. Desde entonces, se la oye algunas noches gritando el nombre de su amado entre sollozos. Es desgarrador. Otras veces, la he visto en el acantilado vociferando que se iba a tirar…
-¡Pero no se tira nunca la hijaputa! -exclamó, de repente, el viejo pescador al pasar cerca de ellas cuando se dirigía de regreso a su casa.
Las mujeres, sorprendidas y asustadas, se asieron las enaguas y se marcharon. Él prosiguió su camino sin mirarlas, riendo por lo bajo .
-Tú, ven conmigo -ordenó la mujer más mayor a la chica que se había incorporado al grupo más tarde-. Iremos por la orilla.
Pero ésta no contestó, estaba distraída recogiendo pequeñas conchas y piedras.
-¿Vienes o qué? -insistió, elevando el tono de voz.
-¿A dónde?
-¡A por la niña! -exclamó muy enfadada.
-¿Qué niña? ¿Qué le pasa a esa niña?
-¿¡Cómo que qué le pasa!? -le gritó-. ¡No se puede contigo! Quédate aquí con tus cosas, ya vamos nosotras. Estoy rodeada de incompetentes –masculló entre dientes, mientras volvía a la playa.
-No sé por qué se enfada tanto… Si la niña está bien -susurró sonriendo, mientras seguía clasificando y recogiendo conchas, al tiempo que miraba hacía la duna donde la sirena permanecía sentada observando la escena, en silencio, junto al ser.
-¿Has visto? Se preocupan por los demás, aunque no todos lo vean… Y ahora están preocupados por mí.
-Nuestros ojos ven lo que quieren ver -susurró el ser-. De todas maneras, no pueden ayudarte –afirmó, tajante.
-¿Por qué?
-Será mejor que lo compruebes por ti misma.
En ese momento, unos tímidos y cálidos rayos de sol rozaron débilmente su piel.
-Si permaneces fuera del agua demasiado tiempo, volverán tus piernas y perderás la cola.
-¿Para siempre?
-Eso depende de ti. El mar puede ser terrorífico, aunque también te ofrece regalos extraordinarios y maravillosos, y llegará el día en que debas decidir.
La cola desapareció por completo, transformándose en unas pequeñas y delgadas piernas. Haciendo un gran esfuerzo, la chiquilla se levantó.
-Debo decirles que estoy bien, no puedo dejarlas así.
-Haz lo que quieras, no voy a retenerte, pero debes saber algo antes de irte.
-¿Qué?
-El mar desea tenerte a su lado, pero no volverá a llevarte a la fuerza. Cada vez que quieras podrás volver, pero no por mucho tiempo.
-¿Por qué? -preguntó confusa.
-No quiere arrebatarte tu libertad; por eso, para que estés completamente segura de tu decisión, sólo podrás volver, definitivamente, cuando recuerdes tu verdadero nombre. Quiere que averigües quién eres y sólo hay una manera de hacerlo. No puedes pertenecer a dos mundos.
-¡Eso no es justo! Ellas han intentado ayudarme, no puedo dejarlas. Además… ¡No lo recuerdo! -exclamó.
El ser se acercó a ella y le acarició la mejilla, intentando apaciguar su angustia.
-Lo que tenga que ser, será -y se desvaneció sin dejar rastro.
La sirena volvía a ser, de nuevo, la chiquilla que buscan las mujeres desesperadamente. Permaneció unos instantes inmóvil, con la mirada fija en el mar. Suspiró profundamente y se dirigió hacia las mujeres, temerosa de su reacción, pero éstas, en cuanto la vieron, corrieron a abrazarla, tapándola con una gruesa y cálida manta.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó la muchacha de las conchas.
-No lo recuerdo –admitió, entristecida.
-Mejor, es espantoso -cuchichearon, arremolinándose-. ¿Qué haremos con ella? ¿Con quién vivirá? No podemos dejarla sola en sus circunstancias.
La chiquilla, ajena totalmente a lo que estaban hablando las mujeres, no dejaba de mirar hacia el mar, pero algo llamó poderosamente su atención.
En la duna, donde había estado sentada junto al ser, permanecía, inmóvil, el viejo pescador que había increpado a las mujeres. Las observaba, detenidamente, sin que se diesen cuenta. Miraba también al joven pescador, que junto a ellas, permanecía callado, limpiando el pequeño pez que había conseguido ese día.
-¿No dices nada? -se dirigió una de ellas al joven-. Podrías decir algo.
-¿Qué queréis que diga? Lo que hagáis, bien hecho estará. A mí me da lo mismo, bastante tengo con lo mío. Verás ahora, cuando me vean llegar con este pez… No me dejarán en paz, reprochando y reprochando… -seguía farfullando mientras acababa de limpiarlo.
-Dejadle, bastante tiene con lo suyo -les indicó una de las mujeres -. Debemos decidir qué hacer -y siguieron discutiendo, sin percatarse de que la niña se iba alejando, poco a poco, de ellas.
-¿Quién eres? -le preguntó al viejo pescador cuando estuvo lo suficientemente cerca.
-Nadie. Yo sólo pasaba por aquí.
-Antes he visto como increpabas a esas mujeres. No debiste hacerlo, sólo quieren ayudarme.
-Si tú lo dices -su actitud llamó la atención de la chiquilla, acercándose más.
-Además… Yo no soy como las demás.
-¿Y? ¿Debería asustarme por eso? -le preguntó socarronamente.
-Si ellas lo supiesen, seguramente se asustarían -le dijo, mirando hacia el grupo de mujeres.
-¿Y qué vas a hacer? ¿Lo vas a esconder? ¿Vas a dejar de ser lo que eres por esas taradas?
-Es que no sé quién soy -confesó -. Ni siquiera sé cómo me llamo.
En ese momento, se oyeron voces y gritos procedentes del acantilado.
-¡Mi amado! ¡Mi dulce amado! ¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes a sacarme de este lugar inmundo? ¡Dijiste que vendrías a por mí! Llevo tanto tiempo esperándote… ¡Ven! Ven o me tiraré por este acantilado.
-¡Cualquier día la tiro yo! –dijo el anciano.
-¡No digas eso! Sólo es una vieja loca que necesita cariño y atención -le increpó la mujer mayor, que al ver a la niña hablando con el pescador salió corriendo en su busca, seguida de cerca por todas las demás-. No hables así de ella, no la conoces.
-Ni falta que me hace -gruñó-. Malditas las ganas de soportar a semejante bicho. Ahí os quedáis con ella. Yo me voy -dijo mientras daba media vuelta con la intención de alejarse de allí.
-¡No te vayas! -le suplicó la niña. No sabía muy bien por qué había dicho eso, y se tapó la boca avergonzada-. Bueno… Quería decir… Sólo que…
-Deja que se vaya -le ordenaron las mujeres-. No le necesitas. A pesar de que te avisamos que venía esa gran ola, y no nos hiciste caso, hemos decidido que vengas al pueblo y una de nosotras te cuidará. No puedes estar sola y que vuelvas a cometer una locura así. Ah, y no te preocupes, nosotras te daremos un nombre.
-Ella ya tiene nombre –cortó tajante el anciano, girándose, de nuevo, hacia ellas.
-Es un nombre espantoso. Nosotras te pondremos uno más bonito -le dijeron-. No les hagas caso. Ven con nosotras.
La niña, sin saber muy bien qué hacer, dio un paso atrás, y los observó en silencio.
-¿Cómo te vas a ir con él? ¿Pero le has visto? No sabe cuidarse él, va a saber cuidar a alguien como tú.
-¿Como ella? -preguntó el pescador-. ¿Y cómo es ella?
-Es especial, muy frágil. Ha sufrido mucho y necesita de gente que la cuide y la proteja. No a un viejo, estúpido y desarrapado pescador -dijo despectivamente la mujer mayor-. ¿Qué sabes tú de niños? Tú sabrás de pescar, de cañas y de peces, pero de nada más. Sólo hay que verte…
El desprecio que derramaban las palabras de esas mujeres, que unos instantes antes habían sido amables, cariñosas y sensibles, llegó al corazón de la niña. A ella no le importaba cómo iba vestido, si estaba sucio o no, si sólo sabía pescar… Había algo en él que le atraía y quería conocer más.
Se acercó, con cuidado, mientras las mujeres seguían intentado convencerla para que fuese con ellas.
-Debes venir con nosotras.
-¡Te arrepentirás!
-¡Olvida esta locura! -le gritó la mujer mayor.
-Se acerca una tormenta –susurró, ajena a todo, la de las conchas, mirando el horizonte.
La niña dio un paso al frente y asió la mano del viejo pescador.
-Ahora puedo enfrentarme a la tormenta -dijo.
IV
-¡Date prisa! -le indicó el pescador, acelerando el paso-. La tormenta se acerca.
-Espera, vas muy rápido y estoy cansada -protestó.
-Perdone usted, señorita -le dijo remarcando las palabras mientras frenaba en seco.
-Gracias -sonrió irónicamente al llegar a su altura.
El pescador se quitó la chaqueta impermeable y se la tiró. Sin ironía.
-Póntela. Mientras estés aquí te protegerá… -ella le sonrió en agradecimiento, pero el pescador le señaló la caja con los aparejos y añadió-: -Y lleva esto. Ya que vas lenta, que sea por algo.
-Pero… Esto pesa mucho –dijo, sorprendida, levantando la caja y dejándola caer al suelo.
-Así tendrás algo de verdad por lo que quejarte… -zanjó con un gesto de la mano que no admitía discusión-. Se giró y comenzó a caminar a paso ligero. Ella miraba, atónita, cómo se alejaba y, al darse cuenta que no tenía intención de detener la marcha, cogió la caja y fue tras él, renqueando y maldiciendo por lo bajo, hasta llegar a un pequeño riachuelo que no llevaba mucha agua pero, sin duda, le iba a costar atravesarlo.
-¿Te quieres dar prisa? -le gritó el pescador desde la otra orilla-. ¡Vamos, floja!
Esta vez no se quejó, y, sin mirarle, apretó los dientes y se metió en el agua hasta la rodilla, apoyando sobre su cabeza la caja para que no se mojase. La fuerza del río la empujaba, y varias veces estuvo a punto de caer al agua y que la corriente se llevara su carga. El pescador, sentado en una roca, encendió un cigarrillo mientras la observaba.
-Creí que no ibas a llegar nunca -Se puso en pie, aplastó la colilla con su bota y sin darle tiempo a descansar, comenzó a andar de nuevo.
Estaba empapada, con los pies llenos de cortes de cruzar descalza sobre las afiladas piedras del fondo. Él se fijó en sus heridas, pero no le dijo nada, aunque el tono socarrón de antes había dado paso a un rictus de preocupación.
-Venga, que ya queda poco.
Caminaron por un sendero que llevaba directamente al bosque. Él, al frente, quitando algunas matas bravías que se estaban adueñando del camino, y ella detrás, a cierta distancia, aguantando el dolor de los pies y el peso de la caja, pero sin quejarse.
Así, tras unos majestuosos árboles que la ocultaban de miradas indiscretas, apareció una cabaña de madera. Dejó caer la caja al suelo, pero esta vez con más cuidado, mirando hacia la casa sin moverse. Una ráfaga de aire, fría y desagradable, rozó su mejilla. La tormenta ya estaba allí.
-En el banco del porche tienes una manta -le dijo el pescador mientras abría la puerta de la cabaña.
-¿Voy a dormir ahí? -le preguntó, sorprendida.
-No sé, tú sabrás. Eres tú la que se ha quedado ahí como un pasmarote. Yo me voy a dormir -le dijo cerrando la puerta a su paso.
Sin saber muy bien qué hacer, la niña se acercó al porche y miró en el banco donde, según el pescador, encontraría una manta. Pero lo que descubrió fue un gran trapo, sucio y remendado. Sin atreverse a entrar en la casa, se cubrió con él, tumbándose en el banco.
Comenzó a llover con fuerza y, por mucho que intentase taparse para protegerse del frío y del agua, su pequeño cuerpo temblaba de frío.
-¿Pero se puede saber qué haces? ¿Estás tonta? ¿Cómo te quedas ahí fuera con la tormenta? -le recriminó el anciano, gritándole desde una de las ventanas de la cabaña.
La niña se incorporó, pero no se movió del banco.
-No me has dicho que entrase -musitó con miedo.
-¿Y necesitabas que te lo dijera? –se sorprendió.
-Siempre me han dicho lo que debía hacer…
-Anda, tira para dentro, que te vas a helar -le ordenó, cerrando las contraventanas de la cabaña para protegerlos del fuerte viento que intentaba penetrar dentro-. No hagas que me arrepienta de haberte traído -refunfuñó el anciano una vez dentro, mientras le señalaba un pequeño taburete al lado de la chimenea-. Quédate ahí y entrarás en calor.
De una pequeña olla que había puesto al fuego, sirvió dos cuencos con sopa caliente.
-Tendrás hambre -le dijo, ofreciéndole uno de ellos.
-Sí, estoy hambrienta -le confesó, sintiendo el calor del caldo en las manos-. Muchas gracias.
-No me des las gracias, no hay nada que agradecer.
-Pero…
-Pero nada. Come… Y, si es posible, sin más preguntas -le ordenó, tajante.
Permanecieron en silencio, cada uno sumido en sus propias cavilaciones. Al terminar, el anciano puso los cuencos vacíos en el fregadero y se dirigió a la única habitación.
-¿Y yo…? -le preguntó con miedo cuando se vio sola-. ¿Dónde voy a dormir?
-Donde quieras –gritó a través de la puerta-. ¡A mí que me cuentas! Puedes volver al porche, si te gusta…
La niña, confundida, decidió quedarse cerca de la chimenea. Se tumbó en la alfombra, se tapó con el trapo raído y, tal era su cansancio, que se quedó profundamente dormida.
La oscuridad se adueñó de todo, sólo rota por el brillo triste de la lumbre, que daba sus últimos coletazos haciendo crepitar la madera seca. Fuera, llovía. Como si el cielo quisiera descargar todo su poder sobre los tablones desportillados de la cabaña.
Un trueno salvaje sorprendió al anciano saliendo en silencio de su dormitorio. La niña dormía, pero temblaba ligeramente, no sabía si de frío o por alguna pesadilla.
-Duerme tranquila, pequeña -susurró mientras la cubría con una gruesa manta que había traído del dormitorio-. Yo no voy a abandonarte.
Se acercó a una estantería y cogió una caja metálica, algo oxidada, donde guardaba algunos medicamentos y material de enfermería. La llevó junto a la niña, y, con mucho cuidado para no despertarla, le curó las heridas de los pies y se los vendó. Al terminar, la cogió en brazos y la llevó a la cama, la despojó de la chaqueta y la tapó con el edredón. Cerró la puerta del dormitorio, y pasó el resto de la noche sentado en su viejo sillón, chupando una añosa pipa y vigilando que el fuego no se apagase y así la cabaña permaneciese caliente.
Ella despertó con los tímidos fogonazos del amanecer. Lo peor de la tormenta ya había pasado, aunque el cielo seguía cubierto. No recordaba dónde estaba ni cómo había llegado a la cama con los pies vendados.
Se sentó en la cama y se frotó los ojos. Poco a poco, las imágenes, que iban y venían en su cabeza empezaron a tener sentido: el pescador, la chaqueta, el riachuelo, la cabaña…
Al apoyar los pies en el suelo, sintió una punzada, aunque mucho menos dolorosa que antes. El viejo había hecho un buen trabajo.
Con esfuerzo, apoyada en un bastón que cogió sin permiso, salió del dormitorio. Le costaba andar y notó cómo el vendaje se empezaba a cubrir con una mancha rojiza.
-Buenos días –dijo al anciano, que tomaba café recalentado de pie en el porche, oteando algo a lo lejos.
-¿Pero qué haces? –se escandalizó-. Así no se van a curar tus heridas.
-Sólo quería darte las gracias por dejarme tu cama y curarme las heridas.
-Te he dicho que no me des las gracias… Ven –dijo, dulcificando el tono-, siéntate en la mecedora que te traeré el desayuno.
-Yo puedo cocinar -se ofreció-. Me gustaría ayudar, si me dejas…
-Déjalo. No necesito ayuda. Lo que quiero es que te estés quietecita, y no me des guerra.
La niña se quedó en silencio, meciéndose mientras el anciano se encargaba de traerle un vaso de leche y unas galletas. Después, mientras ella comía, se arrodilló y le cambió las vendas de los pies.
-Si te vuelves a levantar sin que yo te lo diga, te doy una patada en el culo que sales de casa por la ventana… ¿Entendido?
-Sí, sí… No hace falta ponerse así -protestó la niña.
-Yo me he ganado el derecho a ponerme como me dé la gana. Tú, no. Y ahora, no te muevas -le ordenó y comenzó a limpiar la hermosa lubina que les serviría de almuerzo.
Ella le veía usar el cuchillo con la pericia de la experiencia, pero se aburría sin poder moverse de la mecedora.
-¿Qué haces?
-¿Tú qué crees? No hagas preguntas estúpidas.
-No sé por qué eres tan desagradable -masculló-. Podrías intentar ser más simpático.
-¿Para qué?
-Pues para… Para… ¡Déjalo! -exclamó resignada.
-Paro -dijo, con una sonrisa que ocultó de la mirada de la niña.
Durante todo el día, el pescador estuvo entrando y saliendo de la cabaña, arreglando los desperfectos que la tormenta había dejado a su paso. La niña le observaba engrasar las bisagras, tapar las goteras que habían salido en el tejado, sacar agua del pozo, limpiar y preparar los aparejos… Ella no paraba de hacerle preguntas. ¿Para qué servía eso? ¿Cómo se hacía aquello? ¿Cuánto tardaba en acabar esto otro?
-¡Por Dios, calla un poco! -exclamó el anciano, una de las veces que la niña le preguntó al verle cómo cogía un puñado de gusanos vivos y los metía en una caja.
-No paras de preguntar. ¿No te cansas nunca?
-Sólo quiero saber -susurró la niña, agachando la cabeza, avergonzada.
El anciano dejó la caja con los gusanos a un lado y la miró fijamente.
-No estás haciendo las preguntas adecuadas.
-¿Y qué debo preguntar?
-Eso sí lo sabes.
La niña asintió.
-Me da miedo.
-¿Y? Todos tenemos miedo a algo. De hecho, el miedo lleva tanto tiempo con nosotros que sabemos que es invencible…, pero se le puede y se le debe combatir, ¿no crees?
-…
-¿Vas a permanecer asustada toda tu vida? ¿Vas a dejar que ese miedo te domine? ¿O vas a dejar que sean otros los que decidan por ti, como esas viejas brujas que sólo te ayudan para tenerte bajo control? -dijo, señalando hacia una de las montañas que rodeaban la cabaña-. Si quieres te vuelvo a llevar con ellas… Hay mucha gente así en el mundo, de esas que siempre saben lo que deben hacer los demás…
La niña, cabizbaja, levantó la mirada, y abrió la boca con la intención de replicarle, pero algo en su interior le hizo volver a cerrarla y permanecer callada.
El pescador terminó de preparar el cebo y se levantó.
-¿Dónde vas?
El viejo notó un ligero temblor en su voz.
-Te he dicho que no preguntes tanto, pesada -le dijo entrando en la cabaña-. Tranquila, no te voy a dejar sola.
Una ligera brisa del oeste jugaba con las ramas de un majestuoso roble, bajó por el tronco, abrazó a unas adelfas bravías con los blancos estallando como miríadas de estrellas, y le acarició el rostro dulcemente, como si lo reconociera de otras como ella, tan perdidas como ella, tan solas como ella.
Si parece que busco algo…
Que no se deja encontrar…
Música. La brisa se había transformado en una música de otros mundos, de otros tiempos. Cerró los ojos y se dejó acariciar por el viento, por las palabras, por el olor a tierra mojada, por el salvajismo primigenio de las emociones.
-¿Prefieres que te lleve con las mujeres? –dijo el ser.
-No quiero ir con ellas. Es la angustia que siento, el dolor de no saber quién soy. Y eso me da miedo.
-¿Miedo?
-Sí. No sé qué espera de mí… O qué quiere hacer conmigo…
-¿Te ha pedido algo?
La niña, sorprendida por la pregunta, calló unos instantes.
-No… No me ha pedido nada -aseguró intentando hacer memoria-. La verdad es que desde que lo conozco, ha sido él quien me ha dado todo sin pedir nada a cambio.
-Es más fácil fiarte de las palabras bonitas de unos que ver los hechos de otros, ¿verdad?
-…
-¿Verdad?
-Sí, es verdad. Eso es lo que me ha hecho desgraciada hasta ahora –reconoció.
-Entonces, ¿por qué crees que espera algo de ti?
-Porque siempre lo han hecho.
-Quizás él te haga ver que es mejor no recuperar la memoria que has perdido, o al menos no te dé miedo asomarte al abismo de tu alma. Quizás…
Y se desvaneció, dejando tras de sí la música de la brisa.
Quiero dormir para despertar
En un universo paralelo
Un refugio en otra dimensión
V
Le costaba conciliar el sueño. La música había penetrado en lo más profundo de su alma, haciendo tambalear, más si cabe, su ánimo.
Si parece que busco algo…
Que no se deja encontrar…
Ella sabía qué era lo que buscaba, pero… ¿era en realidad lo que deseaba? ¿Quería volver junto al mar? Cuando la arrastró la gran ola, y se encontró sola, en medio de la oscuridad, con cientos de sombras rodeándola, seres desconocidos y terroríficos vigilándola desde las profundidades; cuando vio que aquellas mujeres, sin conocerla de nada, se preocuparon por ella, lo que más anheló, en ese momento de desesperación y angustia, era que la rescatasen, sintiendo que formaba parte de sus vidas, que no estaba sola, que si volvía otra ola, si las sombras la amenazaban de nuevo, ellas estarían ahí. Si las sombras la amenazaban durante su sueño, ellas estarían ahí. Pero ese viejo, testarudo y grosero pescador, había trastocado todo.
¿Y si no estaban? ¿Y si llegado el momento en que ella las necesitase no acudían en su ayuda?
¿Y si tenía razón ese maldito pescador?
Hazme dormir para despertar
El oxígeno líquido en tus labios
Quiero dormir para despertar
En un universo paralelo
Una ligera brisa penetró en la habitación, arrastrando con ella esos versos que no dejaban de sonar. La noche se había adueñado del bosque. La oscuridad volvía a rodearla y esas palabras acariciaron dulcemente su rostro, revolviendo, una vez más, su interior.
En un universo paralelo…
El mar. El mar la llamaba de nuevo, deseaba su compañía. Pero… ¿ella lo deseaba?
Los ojos se le fueron cerrando lentamente, el cansancio le iba haciendo mella. Se agolpaban los recuerdos. Las mujeres, la oscuridad, las sombras, los monstruos, sirenas, la tormenta, cuevas oscuras y tenebrosas… Y, por fin, el sueño la venció.
El anciano salió de las sombras y se sentó a los pies de la cama. La niña temblaba. Ahora todo era una pesadilla. Con cuidado, para no despertarla, le tomó la mano, acariciándola dulcemente.
-No es de frío por lo que tiemblas, pequeña. Pero yo estoy contigo.
Al amanecer, antes de que la niña despertarse, el anciano, regresó junto a la chimenea para preparar el desayuno.
-¿Has descansado? -preguntó, con tono despreocupado, al ver aparecer a la niña-. Espero que sí, porque hoy tenemos mucho trabajo. Y ese pie ya va mucho mejor -indicó al ver que caminaba sin problema-. Así que hay que ponerse en marcha.
-¿Ahora? –se quejó mientras bostezaba.
-No, tranquila, cuando la princesa desee. No se vaya a cansar -dijo irónicamente mientras colocaba un gran tazón con leche y galletas frente a ella.
La niña lo miró azorada.
-Perdona. Lo siento. Lo he entendido.
-¿Quieres que cuando entres, la casa esté caliente? ¿Comer todos los días? Hay que esforzarse para conseguir todo eso… No te va a llegar llovido del cielo.
-¡Te he dicho que lo he entendido! –replicó, enfadada-. No me hables así.
-Te hablaré como me dé la gana. Aquí se hacen las cosas como yo diga, y, si no, ya sabes lo que tienes que hacer -exclamó señalando la puerta-. Mira… -se dijo, divertido-, así yo seguiré pescando tranquilamente, que era lo que hacía antes de que llegases tú a darme la tabarra.
-Perdón… -musitó, avergonzada.
El viejo soltó una gran carcajada, se sentó a su lado y le acarició el pelo.
-Lo primero: deja de pedir perdón. No puedes estar siempre pidiendo perdón o dando las gracias por todo. Lo hecho, hecho está. Piénsate las cosas antes de hacerlas o de decirlas y así no tendrás que arrepentirte de lo que digas o hagas, ¿no te parece? -le dijo guiñándole un ojo.
La niña asintió, dejó el tazón del desayuno en el fregadero y se acercó a él.
-Entonces… ¿qué tengo que hacer?
-Vamos a darte algo de ropa. Deberías ponerte otra cosa que no sea eso -dijo, señalando la chaqueta que le había prestado-. Que espero algún día me devuelvas… Ah, y lávate esos ojos y péinate que pareces una bruja.
Después de asearse y ponerse un vestido que el anciano sacó de un viejo baúl, fueron la parte de atrás de la cabaña, junto a un pequeño apero, donde guardaba los aparejos de pesca.
-Para comer hay que pescar. Y, como yo no estaré contigo siempre, deberás aprender.
-¿Yo?
El viejo miró a su alrededor.
-¿Hay alguien más?
-Está bien. Enséñame -indicó la niña, decidida, entrando en el habitáculo y cogiendo una larga caña.
-Espera… ¿Dónde crees que vas con eso? -rio a carcajadas el viejo-. Primero deberás aprender a cebar, poner el sedal, colocar el anzuelo… ¡No quieras correr antes de aprender a andar! Anda, coge ese cubo y la fregona, y empieza por fregar el suelo.
Se alejó con una amplia sonrisa iluminando su rostro.
-La caña… Mira que coger la caña… ¡Si es tres veces más grande que ella!
Pasaron varias semanas y las pesadillas continuaban. El anciano, en silencio, velaba sus sueños sentado en una vieja silla. La oía gritar, desesperada. Gritos de terror, unas veces; de angustia, otras. Balbuceaba palabras ininteligibles, abriendo los ojos, sin ver, mirando la nada.
Varias pesadillas se repetían insistentemente. En todas aparecía como una sirena. En una, estaba dentro de una oscura cueva, varias luces se alejaban, y suplicaba que no la dejasen allí, sola. Repetía, una y otra vez, que ella no tenía la culpa, que no había hecho nada malo, que la escuchasen, pero las luces se iban alejando cada vez más, hasta que una de ellas paró súbitamente y, sujetando esa luz, apareció una vieja sirena de cabellos plateados y piel dorada, lanzándole una furibunda y heladora mirada. Sonrío, apagó la luz, y dejó, en total oscuridad, a la pequeña. Sola. Terriblemente sola.
Otra de las pesadillas que la atormentaban, era una en la que, junto a ella, estaba otra sirena, algo mayor. Sonriente, traviesa, divertida. Jugaban con los peces, nadando sin parar. Distraídas, ajenas a todo lo que las rodeaba. De repente, la pequeña avisó a su amiga de que un gran peligro las acechaba, pero sin conseguir que ésta la escuchase. Seguía jugando y riendo, sin hacer caso a lo que le decía. Todos los esfuerzos por hacerse oír eran en vano. La sirena se alejaba, hasta que, de repente, desapareció. La pequeña la buscó sin descanso, pero no la encontró. En un momento determinado, la vio, a lo lejos, entrando en una pequeña cueva, y comenzó a hacerle señales, pero era inútil. La pequeña hacía todo tipo de gestos, pero su amiga ni la miraba. Jugaba con otras sirenas, otros peces. La pequeña se alejó de ella sumida en una gran zozobra.
Las noches que conseguía dormir, sin sobresaltos, el viejo pescador limpiaba su rostro, con toda la delicadeza de la que era capaz, retirando el sudor que caía por su frente.
Con el tiempo, los balbuceos, que antes eran incomprensibles, empezaron a tener sentido para él. Las palabras se convirtieron en frases; las imágenes que ella veía, él las veía con ella; los miedos, las sombras, las dudas, llegaron a ese viejo pescador. Se sentaba a su lado, y la observaba retorcerse, aullar, llorar, suplicar…
-Ahora podemos enfrentarnos juntos a tus miedos, pequeña.
Durante el día, seguía con la tarea de enseñarle a pescar, pero todavía no le había dado la caña. Ésta, aunque estaba deseando cogerla, no le decía nada. Seguía limpiando el cuarto de los aparejos, aprendió a hacer cebo, a poner un carrete, a cambiar un sedal, a coser y remendar las redes… Todo, menos coger la caña.
-¿Cuándo podré pescar? -le preguntó, de improviso, una mañana temprano, mientras limpiaba, en las escaleras de la cabaña, las dos hermosas lubinas que había traído el viejo.
-Cuando estés lista -fue su única respuesta.
-Pero… Ya ha pasado mucho tiempo… ¡Quiero pescar!
-Lo sé, pero no estás lista.
-¿Y cómo voy a estarlo si no me dejas usar la caña?
El pescador la miró divertido y le preguntó:
-Si eres una sirena, ¿para qué quieres aprender a pescar con una caña?
La niña, enfadada, se levantó.
-Entonces, ¿qué hago aquí? ¿Para qué estoy haciendo todo esto?
-Para lo que viniste. Averiguar quién eres. Si al final decides que no quieres ser una sirena, cogerás la caña, antes no. Y deja de protestar, que no haces otra cosa. Vete a la casa y prepara la comida.
-Pero…
-Ni peros, ni gaitas. ¿No te he dicho que aquí se hace lo que yo diga? Pues arreando, pesada. ¿O sabes tú más que yo? -preguntó desafiante.
La niña, sin saber qué decirle, cogió el pescado, ya limpio, y se dirigió a la cocina.
-No debería haber venido nunca. ¡Viejo cascarrabias impertinente! Se cree que sabe más que nadie. ¡Yo ya puedo pescar! -se la oía refunfuñar en la cocina.
El anciano encendió un cigarrillo, aspiro una profunda calada, y sonrió.
-Es más terca que una mula, pero eso hará que lo consiga… si se lo propone.
Los meses pasaron, y una noche, mientras el viejo estaba sentado en el porche, advirtió cómo varios pares de ojos le observaran. Sin mirar hacia donde sabía que le estaban mirando, gritó a los árboles:
-¿Qué queréis, viejas cotillas?
Las mujeres, sorprendidas por haber sido descubiertas, se miraron entre ellas, pero la más mayor enseguida se recompuso y se acercó al pescador.
-Sólo queríamos saber de la chiquilla. Si se encuentra bien. Que estando contigo…
-Estando conmigo está mucho mejor que con vosotras, así que ya lo sabéis, ¡largo de aquí!
-Queremos verla.
-¿Para qué? Ya os he dicho que está muy bien.
-No nos fiamos de ti -le dijo, desafiante, la mujer mayor, acercándose a la cabaña.
-Será que no te fías tú, vieja arpía, las demás no han dicho nada -dijo socarrón, mientras daba una larga calada a su cigarro.
-Pues sí -confesó -, no me fío. Por eso quiero saber cómo está.
-Estoy bien -dijo la niña, saliendo al porche -. No os preocupéis por mí.
-Siempre nos preocuparemos de ti -dijo, la mayor acercándose un poco más.
-Que he dicho que no te acerques -volvió a advertirle el pescador.
-Contigo no tengo nada qué hablar -le aseguró la mujer, enfadada -. Estoy hablando con la niña.
-Pues mira, está bien, eso que me ahorro –dijo, sonriendo, mientras se levantaba y penetraba en la casa-. Toda para ti -exclamó, dirigiéndose a la niña-. ¡Menudo descanso! A partir de ahora te encargas tú de esas viejas locas. Yo me voy a dormir.
Esa noche, al entrar en su habitación, la sorprendió sentada en el borde de la cama. Parecía despierta, pero su mirada estaba perdida hacia el ventanal. No se atrevió a acercarse, y permaneció unos minutos de pie, en la puerta, sin moverse. La niña, de repente, giró la cabeza hacia él, le miró y sonrió.
-¿Estás bien? -le preguntó, preocupado.
La pequeña no contestó. Volvió a dirigir la mirada hacia la ventana.
-No me quieren -dijo, por fin.
-¿Quién?
-Ellos -y señaló el horizonte, en dirección al mar.
-¿Ellos? ¿Te refieres a las viejas?
-No, ellas no. Ellas ya sé que no me quieren. He visto cómo te miran y te tratan. Sólo quieren sentirse bien ellas. No buscan nada más que parecer que hacen algo pero, al final, sólo puedes hacer lo que ellas quieran. Si no… ¿por qué en vez de ayudar a la vieja del acantilado la dejan que grite y haga con que se va a tirar? Si la quisiesen ayudar, deberían sacarla de allí.
-O tirarla -aseguró el pescador.
La niña sonrió ante la ocurrencia.
-No, no me refería a ellas. Son ellos los que no me quieren -y volvió a señalar hacia la ventana, en dirección al mar.
-¿Quiénes son ellos? -quiso saber, aún con miedo de que la niña volviese a cerrarse en sí misma y no le contestase.
-Los que deberían haberme cuidado. Los que cuando me perdí, no me buscaron. Los que cuando pregunté, no me contestaron.
-Si no lo hicieron, ¿no crees que tendrían un motivo?
-Sí, lo tenían -aseguró-. No lo hicieron porque no me amaban. Y ahora, cuando el mar se siente sólo, porque a él también lo han abandonado, viene a buscarme. Quiere que vuelva con él. Me llama insistente. Usa todas sus armas para convencerme. Ha pedido ayuda al viento, y éste, noche tras noche viene a verme, penetra en la habitación y trae con él la música.
-¿Música? No escucho ninguna música.
La niña le miró, y, lentamente, rozó con su pequeña mano el curtido rostro del pescador. En ese momento, una suave voz se escuchó en la habitación.
Borra todos mis recuerdos
De este país sin corazón…
El viejo pescador había luchado contra grandes peces y las fuerzas de la naturaleza por lejanos y profundos mares. Había naufragado decenas de veces, había contraído fiebres extrañas, había sido mordido, arañado, golpeado y abandonado a su suerte otras tantas veces, pero siempre encontró la manera de salir a flote y sobrevivir.
La vida no la había concebido nunca sino en medio de terribles tormentas o bajo un sol abrasador, peleando con enormes peces, mientras los demás pescadores le miraban, desde la orilla, sentados cómodamente en sus hamacas, protegidos del sol y de la lluvia, bajo toldo, viendo cómo luchaba contra ellos, lleno de heridas, cambiando los anzuelos cada vez que uno de esos malditos peces lo arrastraba con él.
Ese mismo pescador que un día, cansado de todo, decidió retirarse a su vieja y destartalada cabaña, para pescar tranquilamente en la parte más descansada y calmada de la orilla, desde donde veía acercarse las tormentas, predecía días asfixiantes de calor, y sonreía cuando algún joven pescador le decía dónde encontrar los peces más grandes.
-Pues ya sabes dónde tienes que ir. Yo estoy muy tranquilo aquí -les aseguraba cada vez que intentaban convencerles para que les acompañase.
O cuando el joven pescador que acompañaba a las “arpías”, se quejaba amargamente de su terrible vida.
-Un día de estos le voy a dar una patada en el culo que se le van a quitar los lloriqueos para que se queje con razón -decía cada vez que le veía refunfuñar y protestar.
Ese viejo pescador se enfrentaba ahora a una chiquilla débil, frágil, aterrada, que pedía a gritos su ayuda, y que necesitaba saber, para poder superar ese miedo que la perseguía noche y día, quién era.
El anciano permaneció en silencio, a su lado.
Si debo partir de cero
Y no sé por dónde empezar
Lo único que pido es no volverme a equivocar…
–No puedes evitar equivocarte. Está en la esencia del ser humano.
El ser apareció junto a ella, pero el pescador parecía no verle. Seguía mirando hacia la ventana, en silencio.
-No podría soportar de nuevo ese dolor.
-La vida también es dolor, sufrimiento, amargura… No puedes vivir sin equivocarte, sin sentir ese dolor, sin sufrir. ¿Crees que él no se ha equivocado nunca? -le preguntó, señalando al pescador, que seguía ajeno a la conversación entre la sirena y el ser.
-¿Él? No, él sabe muy bien qué hacer -aseguró la niña.
-Nadie está exento de equivocarse. La vida está llena de aciertos y errores, de éxitos y fracasos, y él, como todos, también los ha tenido. Pero sabe algo que la mayoría no sabe y desearían conocer.
-¿Qué? -preguntó con curiosidad, mientras dirigía su mirada al pescador.
-Él sabe quién es.
La niña mirando al ser, le dijo:
-Yo también deseo conocerlo.
-Tú ya lo sabes -afirmó, desapareciendo en la oscuridad.
En ese momento, el pescador se giró y miró a la pequeña.
-Ha llegado el momento, ¿verdad?
VI
Amanece.
La brisa esparce una miríada de gotas saladas arrancadas al mar que cubren el paisaje de una fina película de humedad que impregna la piel y se introduce en el alma. Y duele. Quizá es que sus huesos son ya viejos, o que ya sabe que el mar está esperándole y ese dolor no es más que un mal disimulado respeto a su eterno enemigo.
Ella va protegida con la chaqueta que le dejó el pescador, aunque sus pequeñas manos y su cara sienten el agua y la sal que el viento le escupe. El camino le resulta ahora más fácil que la primera vez que lo recorrió a la inversa. Ha fortalecido sus músculos gracias al duro trabajo y, aunque va descalza, los pies ya no le duelen al caminar por las piedras, pero, aun así, sus pasos son muy lentos.
-¿Estás bien?
La niña asiente, muda.
-¿Estás segura? -insiste.
Vuelve a asentir, sin articular palabra.
-¡Pero di algo, maldita sea! -brama-. Durante días no has parado de hablar hasta hacer que me explotase la cabeza con tu parloteo… ¿y ahora no tienes lengua?
La chiquilla lo mira y sigue caminando con parsimonia, sin prestarle mucha atención, sumida en sus propios pensamientos.
Llegan al riachuelo y el anciano lo cruza a grandes zancadas con sus altas botas, arrancando pequeñas cortinas de agua a su paso. La niña lo ve llegar a la otra orilla, encender un cigarro, sentarse en una roca y desafiarla con la mirada, como hiciese la otra vez.
Pero esta vez la niña no parece estar tan dispuesta a cruzarlo. Permanece quieta, mirando el agua con la mente muy lejos de allí. El pescador la observa. ¿Está recordando?
-¿Vas a venir? -pregunta, al fin, mientras apaga la colilla con su bota. La niña no dice nada-. A mí me da igual. Tengo comida, agua y tabaco para pasar la noche, y toda la semana, si se tercia -dice y saca una manta de una mil veces remendada bolsa de tela. Se tumba en el suelo apoyando la cabeza en la roca y se tapa con la manta, se cubre la cara con un gorro de lana y cierra los ojos.
La niña lo mira. Sabe que no va a mover un músculo para ayudarla a cruzar, y se sienta en la orilla. O cruza sola o allí se queda. El arroyo es la frontera que separa un mundo de otro. Ella lo sabe. Y duda.
En cada paso que ha dado desde que abandonó la cabaña, una punzada de dolor ha sacudido su alma. Atrás queda la seguridad y el sosiego que le proporciona el viejo pescador, que, por muy grosero y arisco que pareciese, ha conquistado el corazón de la pequeña. Se siente segura a su lado; sabe que si algo sucede, él siempre va a estar ahí. Con ella.
Durante las noches anteriores, había vislumbrado la figura sombría del viejo entre las decenas de imágenes terroríficas que le habían visitado; le había oído, con su voz grave y profunda, intentar calmarla cuando gritaba aterrorizada; había sentido su arrugada mano acariciándole el rostro, limpiando su sudor, apartándole el pelo de la frente. Sabía que, cuando creía que ella estaba dormida, había pasado noches enteras velando sus sueños.
Y ahora va a dejar atrás esa seguridad por algo que no sabe si le proporcionará lo que ella necesita.
El viejo, que hace como que dormita con un ojo abierto y otro cerrado, ve cómo se levanta y comienza a caminar hacia el riachuelo, penetrando valientemente en el agua, tambaleándose por las piedras del fondo. Se cae, empapa la ropa, se vuelve a levantar, escurre como puede los salpicoteos que levanta a su paso.
Y lo cruza.
El viejo sonríe cuando se le acerca con gesto de enfado.
-¿Qué haces ahí vagueando? -le recrimina, apartándole el gorro de la cara-. Aún no hemos terminado.
-¡Mocosa de los cojones! Como vuelvas a tocar mi sombrero te doy una patada en el culo que no vas a poder sentarte en años… ¿Te has enterado? -le grita y recoge sus cosas riendo por lo bajo.
Caminan por el sendero que conduce a la playa, ya a la vista. La brisa va haciéndose más húmeda y persistente. El aire se enfría. El cielo se oscurece.
-¡Has vuelto!
La niña ha oído la voz. Se queda clavada. El anciano la mira con ojos curiosos.
-¿Qué ocurre?
-¡Ven a mí! -ordena la voz.
La niña tiembla y se aferra con fuerza a la mano del pescador, que la acaricia dulcemente, que se agacha, que la mira a los ojos.
-No te dejaré sola. Tranquila.
Llegan, por fin, a la orilla y miran fijamente al mar. En silencio. El cielo está cubierto de una densa capa plúmbea, el agua susurra, encrespada, voces en lenguas extrañas que llegan hasta ellos. El viento comienza a soplar con fuerza.
Algo se acerca.
-Pase lo que pase, no me sueltes -grita, intentando hacerse oír bajo las ráfagas de aire y arena. La pequeña, aterrada, se agarra con todas sus fuerzas a su mano.
-¡No te la llevarás por la fuerza! -vocifera el pescador a ninguna parte.
Llueve.
Los elementos se unen para tumbar al pescador, que resiste como puede. Viento, lluvia, arena arrastrando ramas, trozos de conchas, astillas podridas de barcos que sucumbieron a lo inevitable. Todo se ha vuelto contra.
El mar, su viejo enemigo, ha tocado a rebato. Quiere quitarle a la niña. Como sea.
-¡Basta! -chilla la niña-. ¡He venido como me pediste! -Intenta hacerse oír, pero el viento sopla con tanta fuerza que su débil voz apenas es un gemido imperceptible.
En el bosque, parapetados tras los árboles, una docena de ojos sigue con atención los acontecimientos.
Los restos de un viejo madero podrido terminan por deshacerse y el cielo se cubre con miles de astillas empujadas por el viento. Él abraza a la niña y aparta su cara de la miríada de agujas de madera que lo golpean, pero no puede evitar que se claven en las manos, en la cara, haciéndole sangrar.
-Nadie va a ayudarnos ahora que en verdad se les necesita –piensa la niña, oculta bajo las grandes manos del anciano, recordando a aquellos que prometieron cuidarla y que ahora se limitan a observar.
Una de las mujeres permanece ajena a todo. No hay compasión en su mirada. Durante todo el tiempo que la chiquilla había permanecido en el mar, a la deriva, incluso cuando las demás mujeres parecían querer cuidarla, había prometido ayudarle, pero al ver que la niña había aparecido en la playa junto al pescador, da media vuelta y se va. Las demás mujeres la miran entre indiferentes y extrañadas, pero no hacen ademán de pararla. Es mucho más interesante ver a aquella extraña pareja enfrentarse a los elementos. El joven pescador también está junto a ellas, más preocupado por si podría pescar, si le van a recriminar algo al llegar a casa, si… Bastante tiene él con lo suyo como para pensar en ayudar a nadie.
De repente, los ojos del anciano se cubren de una fina película de vidrio. El tiempo se congela en una instantánea tenebrosa. Siente que el viento amaina, las olas quedan suspendidas en su vaivén, la lluvia aparece como una cortina estática. La niña lo abraza.
-Déjala ir.
La voz ha surgido desde las profundas entrañas marinas, expandiéndose lentamente por el extraño paisaje congelado hasta rebotar con fuerza en los árboles, donde los aterrorizados ojos no saben si seguir mirando aquel drama o marcharse a la carrera.
El anciano cierra los ojos e inclina la cabeza. La niña sigue con la cara tapada, temblando. El ser lo observa todo con ojos curiosos. Entonces, el anciano abre la boca y profiere un sonido gutural que rompe la estampa sobrenatural.
-¡El viejo habla como la niña! –masculla, asombrada, la más mayor de las mujeres.
-¿Qué dices…? ¿Qué pasa…? –dice la de las conchas.
-¡Uf! Bastante tengo yo con lo mío como para aprender otro idioma –piensa el pescador.
El dios de las profundidades es el más antiguo de todos los dioses que alguna vez existieron en el planeta. Es anterior al propio ser humano, que lo adoró desde que tuvo concepción de sí mismo. El viejo le ha hablado en una lengua olvidada que los primeros hombres usaban para implorarle que no hundiera sus balsas. El paso de los siglos acabó con aquellos hombres y aquella lengua, aparecieron nuevos dioses que fueron sustituidos, a su vez, por otras entidades y aquel que fue el primero acabó refugiándose en las sombras abisales.
Ahora tiene frente a sí a alguien que conoce su furia, pero no le teme; que es capaz de enfrentarse a él en evidente desigualdad de condiciones para proteger a una niña a la que no le une aparentemente nada. ¿Por qué lo hace? ¿Por qué arriesga su vida de esa manera?
Es la estirpe. La sangre. El dios del mar lo sabe y lo respeta. Lo ha visto en otros hombres, en otros tiempos. El pescador hace lo que debe: algo que no se aprende ni se compra: es, simplemente, lo que corre por sus venas desde tiempos inmemoriales.
-Debes dejarla ir –se oye, con un tono más moderado-. Ella pertenece a mi mundo, no al tuyo.
-Ella es libre… Siempre ha sido libre…, pero debe seguir siendo libre… –hace una pausa-. Ni siquiera tú puedes…
En ese momento, un grito desgarrador, pero conocido, suena en la lejanía.
-¡Me voy a tirar por el acantilado!
-Deberíamos hacer algo, ¿no? –dice la de las conchas.
– Sí, sí –replica la más mayor, reprimiendo como puede una creciente irritación-. Llégate tú y luego te contamos en qué termina esto.
Desde el bosque, la escena representada tiene tintes oníricos. Los colores, el olor, la propia reacción de la naturaleza… Nadie entiende nada. Pero la mayor del grupo intuye algo en el drama que se está desarrollando ante sus ojos. Sabe que va a perder a la niña y, aunque en realidad no le importa demasiado, su orgullo herido le hace salir de la protección de los árboles y dirigirse a la playa.
-Ella necesita que la protejan, no puede ir libre por esos mundos –clama, mirando al pescador, que se vuelve con los ojos encendidos, que le apunta con el bastón, que parece imbuido de una fuerza misteriosa.
-¡Lárgate, maldita hipócrita chismosa! -exclama.
La mujer, espantada, da varios pasos hacia atrás y, haciendo aspavientos a las demás, que habían ido asomando tímidamente, vuelve al bosque.
-¿Qué ocurre? -pregunta, al verlas llegar a la carrera, la chica de las conchas-. ¿De dónde venís? ¿Por qué corréis? ¿Viene la niña o no?
El joven pescador la coge del brazo y la lleva aparte:
-Será mejor que no preguntes -susurra.
-Pero… ¿Tú sabrás qué pasa, no?
-¡Yo que sé! Bastante tengo yo con lo mío… –hace una pausa, pone cara de haber recordado algo y pregunta-: ¿Qué ha pasado con la loca de las voces?
-¿Qué loca…? ¿Qué voces…?
El mar y el anciano se observan en silencio. La niña asoma la cabeza y mira cómo, a lo lejos, un delfín emerge a la superficie con un salto portentoso. El mar le saluda a su manera.
-Voy a volver –dice la niña mirando el rayo de sol que se ha colado entre las nubes y arranca destellos dorados de la inmensidad marina. Algo se rompe muy dentro de él. Reprime un sollozo y se pone de rodillas, frente a ella, poniendo delicadamente sus manos en los hombros de la niña.
-¿Estás segura?
-Sí –dice con determinación-. No recuerdo mi nombre, ni nada de mi anterior vida… Ni quiero recordarlo.
-No tienes por qué hacerlo –dice, apartándole el pelo mojado de la frente con ternura-. Ahora eres libre y no permitas nunca que te sometan… Si me necesitas, yo no estaré muy lejos –le guiña un ojo.
-Aún le temo al mar…
-Al miedo no se le puede vencer, porque forma parte de nuestro instinto de supervivencia, pero se le puede combatir… El dios del mar es un viejo cascarrabias, pero no te hará daño…
-¡Es como tú!
El anciano se pone en pie. Las nubes se van y emerge el sol en toda plenitud. El viento ha desaparecido, las aguas se han calmado y ya son varios los delfines que rompen la línea del horizonte con sus juegos.
-¡Cuídala o volveremos a vernos! –dice, sin esperar respuesta.
La niña comienza a andar y, lentamente, se va introduciendo en el mar. El ser revolotea junto a ella.
-Ahora sé quién soy –grita, volviéndose hacia él, a modo de despedida, y desaparece de su vista. Los delfines acuden a acompañarla.
El anciano aún se resiste a abandonar el lugar. Sus ojos se clavan en la misma línea del horizonte, cuyos azules imprecisos no dejan determinar dónde acaba el mar y empieza el cielo.
El círculo se ha cerrado. Las piezas han ejecutado sus movimientos y todo vuelve a estar en calma.
A unos metros sobre su cabeza, una bandada de ánsares cruza el cielo hacia la calidez del sur.
EPÍLOGO
El viento comenzaba a soplar con fuerza, aunque el mar permanecía en calma. La brisa mecía con dulzura las olas, que parecían dormitar al abrigo de los dioses. El sol se desperezaba y la luna iniciaba su retiro discretamente, difuminándose en la lejanía ante la claridad lechosa que vencía, una vez más desde el principio de los tiempos, a las tinieblas. Finalmente, el sol emergió con todo su poder y fue acariciando lentamente la superficie de las rocas de la orilla.
El anciano, parado en la orilla de la playa con su larga caña en una mano y la vieja bolsa de aparejos en la otra, observaba cómo el mar, que segundos antes había estado sereno y tranquilo, ahora enviaba a la orilla olas empujadas por el viento. Comenzaron a llegar rápidas, cada vez más lejos, cada vez más altas. Se acercaron a las botas del pescador que, instintivamente, se apartó de ellas y se dirigió a las rocas.
Cada vez le costaba más moverse: las rodillas le crujían, la espalda le dolía, los años, en fin, le pesaban. Al llegar, sacó del viejo zurrón la caja con el cebo, la colocó con cuidado entre dos rocas, y se quedó de pie. Las resbaladizas rocas podían ser muy traicioneras, y el perezoso sol todavía no las había calentado lo suficiente para que estuviesen secas.
Antes de preparar la caña y lanzarla, encendió un cigarrillo y su vista se perdió en la lejanía. Sus ojos reflejaban cansancio, no sólo físico, sino de años, siglos, una eternidad de batallas, de noches en vela acompañado únicamente de las nubes, el mar, el viento…
Podía oler la llegada de una tormenta, cuándo era hora de plegar velas y volver a casa. Aprendió a seguir a los albatros, a comprender las estrategias de las orcas, a dejarse aconsejar por los delfines para encontrar el cardumen que le salvara el día de pesca.
¡Qué sabrás tú!, le decían, ¡qué sabrás tú de cuándo viene una tormenta, de cuándo se acabarán los peces, de cuándo traerá el viento lluvia, truenos y tormentas! Nada, decía el viejo, no sé nada… Por mí podéis iros todos a tomar por culo.
El viejo suspiró, resignado, y dirigió su mirada hacia la playa.
En la orilla, la chica de las conchas seguía en su implacable búsqueda. Tenía el mandil lleno, pero seguía buscando. Encontró una que llamó su atención. Se agachó, la observó con detalle, y sonrió. Rebuscó entre las conchas que llevaba y descartó una, tirándola al mar. La nueva ocuparía su lugar. Se sentía relajada y feliz. Su rostro sonriente, moreno, bañado por el sol, chocaba con la melancolía de su mirada, la ingenuidad en sus gestos, el desconcierto en sus maneras… Miraba a los lados, confusa, como si no supiera muy bien dónde estaba, pero se encogía de hombros y seguía con su tarea.
Entonces, un pequeño grito, más bien un lamento, llegó a oídos del anciano. La chica de las conchas no pareció oírlo porque dio un brinco y se abalanzó hacia una concha más grande, más bonita, más original que la anterior.
No muy lejos de allí, el joven pescador forcejeaba con su caña. Algo grande y pesado tiraba con fuerza de él. Se levantó de golpe de su destartalada silla, y, fuese lo que fuese lo que había picado en el anzuelo, lo arrastró, adentrándose unos metros en el mar. Su desesperación por conseguir su presa le estaba haciendo cometer errores. Y él lo sabía, pero seguía tirando y tirando, aunque con ello rompiese el sedal o la caña. ¡Da igual! No podrá conmigo, pensaba.
Su rostro sudoroso, la frente tensa, la mirada fija en el anzuelo que se hundía en el agua… ¡No! Estaba vez, no le iban a ganar la batalla, así que haciendo un gran esfuerzo, sujetó la caña con las dos manos y dio un fuerte tirón. Victorioso, sonrió. Una alegría desbordante iluminó su cara. El anciano le miraba expectante. ¿Lo había conseguido? El joven pescador recogió el sedal poco a poco. La pieza había cedido. Esa noche llevaría un buen pescado a la mesa. Había ganado. Por fin, podría regresar a casa triunfante. El anciano, aunque su vista ya no era la de años atrás, consiguió distinguir cuál había sido el trofeo conseguido. Y una sonrisa socarrona apareció en su cara. Había pescado, sí, un pequeño zapato de niño, enganchado en un madero, corroído y putrefacto. No pudo reprimir una carcajada. La sonrisa del joven se desvaneció al instante. Lanzó con rabia la caña al suelo y miró al viejo, desafiante, avanzando unos pasos hacia él. Pero la mirada penetrante y retadora del anciano, hizo que se le helase la sangre, y se quedó paralizado. Sin hacer ningún gesto ni decir nada, recogió sus trastos y se dirigió a su casa, sabiendo que, otro día más, volverían a recriminarle su mala pesca. No voy a pelearme con ese viejo, decrépito y cascarrabias, se decía a sí mismo, intentando sacudirse de encima la sensación de cobardía que le atenazaba. Bastante tenía él con lo suyo.
La risotada del viejo hizo que varias mujeres que paseaban cerca del rompeolas dieran un respingo, pero al pasar a su lado, todas, menos una, agacharon levemente la cabeza, deseándole buenos días. Habían sido testigos de la batalla contra el mar, de su lucha por proteger a la niña; habían sido testigos de su fortaleza y valor. Ese viejo pescador, encorvado e irascible, no había huido cuando todo se torció, como hicieron ellas, y en sus rostros se veía reflejada la vergüenza y el bochorno que sentían al pasar junto a él. Reconocían, con su gesto, su cobardía. Él respondió al saludo, agarrando el ala de su sombrero e inclinándolo ligeramente. No las juzgaba, nunca lo hizo. Él sólo hizo lo que debía hacer. ¡Allá ellas con su conciencia! Justo en el momento en que la mujer más mayor pasaba delante, el anciano apartó la mirada, tiró su cigarro a la roca y lo apagó, pisándolo con su bota. Su gesto, irritó a la mujer que hizo ademán de decirle algo, pero al mirarle directamente a los ojos, comprendió que jamás podría traspasar esa frontera. Él estaba fuera de su alcance. Las demás mujeres la agarraron del brazo y se la llevaron.
Cogió su caña, sin prisa, y con la paciencia y la maestría que le daban los años, colocó el cebo en el anzuelo, lanzó el sedal al agua, y se sentó a esperar. El sol comenzaba a elevarse, calentando sus viejos y doloridos huesos, y respiró aliviado. El calor que le regalaba era un bálsamo para ellos. Las manos, agarrotadas por el paso de los años y el duro trabajo en el mar, se movían lentamente. Su piel, curtida, agrietada, enseñaba, a todo aquel que supiese ver, las marcas y cicatrices que las largas jornadas de pesca habían dejado en él.
Levantó la cabeza. Su mirada mostraba a un hombre que amaba profundamente lo que hacía, pero sus ojos se veían siempre cansados, agotados de ver el mundo a través de ellos, y los entornó de nuevo. Con la espalda encorvada, parecía que cargaba sobre ella el dolor del mundo. Su respiración, lenta y pausada, junto con largas bocanadas a su cigarro, le hacían parecer hastiado, exhausto.
Las personas que pasaban cerca del rompeolas, giraban la cabeza en su busca. Cuchicheaban sobre su forma de vestir, de hablar, de moverse; él seguía pescando, fumando, observando. Formaba parte del lugar. Siempre en el mismo sitio, en la misma roca, con la misma caña. Algunos se quedaban unos instantes observando cómo colocaba el cebo, cómo lanzaba el sedal o, simplemente, le miraban, mientras él, impasible, sin hacer caso a nada ni nadie, seguía su rutina.
Su presencia era unas veces intimidatoria, arisco y seco en las formas; otras, dependiendo de quién se dirigiese a él, amable, sensible, cariñoso. Se diría que sólo con unas palabras o un simple gesto, podía saber lo que ocultaban algunos de los corazones y almas que se le acercaban. Unos perdidos, desorientados; otros egoístas, mezquinos. Pero por mucho que él hiciese todo lo posible por evitar que le molestasen, siempre encontraban la manera de acercarse. Los atraía, de alguna manera. Los más perspicaces, veían en su expresión fortaleza, valentía, pero también dolor. Llevaba sobre sus hombros la experiencia de luchas incesantes, peleas furibundas, batallas perdidas en alta mar. Donde las palabras para salvarse de las tormentas, por mucho que las gritase, nadie las escuchaba; donde le tiraron piedras, donde le rompieron la cara, donde perdió amigos, donde casi pierde su alma. Había peleado contra algo mucho más fuerte que él. Pero esos mismos, que sentían su dolor, ahora le miraban de otra manera. Observaron un ligero cambio en él, había algo en su expresión que antes no habían visto y que no ocultaba. Sólo había que saber mirar para ver en sus ojos la mirada extenuada, pero viva, de alguien que había luchado ferozmente en una gran batalla, y, por fin, había vencido, sabiendo que, quizá, fuese su última victoria. Y esos mismos deseaban sentarse a su lado, parapetados bajo su sombra, aunque sólo fuese para disfrutar de su compañía. Sin hablarles, sin mirarles, sin escucharles. Algo que él no entendía, pero respetaba.
Pero ese día, echaba a patadas de allí a cualquiera que se le acercase. Ese día, un aura, gris y apagada, le rodeaba, como si le faltase algo, como si un vacío le asfixiara. Sabía lo que era y, día tras día, esperaba llenar ese vacío. Todo estaba en calma pero no todo estaba en su sitio.
Se levantó una suave brisa que hizo que el ala de su sombrero se elevase, queriendo llevárselo con él, pero lo sujetó con fuerza, calándolo hasta el fondo. Varias gaviotas se intentaron posar a su lado, pero con un simple gesto las espantó. El sol brillaba con fuerza, reflejándose en el mar en calma, lanzando sobre él miles de rayos, pero ese brillo se diluía al acercarse a él, con la cabeza gacha, los hombros caídos, la mirada perdida. Se subió el cuello de la chaqueta, y volvió a cerrar los ojos.
De repente, un olor penetrante, intenso, a jazmín invadió el rompeolas. El viejo pescador elevó ligeramente la cabeza, pero permaneció inmóvil. Temblaba levemente. Sintió un estremecimiento. Abrió los ojos y miró hacia la orilla. Durante un leve instante, su mirada se iluminó, y el brillo de sus ojos volvió a resurgir. Sólo duró un instante, un momento… Sus ojos se volvieron a apagar, inclinó la cabeza hacia su pecho y los volvió a entornar. Todo seguía igual, nada había cambiado. Suspiró. Pero esta vez, su suspiro no era de abatimiento, ya que pasase el tiempo que pasase, no dejaría que la desesperación se adueñase de él.
La mañana transcurría lenta, sosegada. El mar le acompañaba sereno. Las olas danzaban en un grácil baile reposado y calmado, y una suave y fresca brisa acariciaba su arrugado rostro, aliviando, en lo posible el calor abrasador que comenzaba a golpearle con ganas. Las gaviotas, insistentes, volvían, una y otra vez, a posarse en su roca. El anciano les gruñía pero, al mismo tiempo, sacaba disimuladamente del bolsillo de su chaqueta, pequeños trozos de pan duro que untaba con el cebo de gusanos y se los arrojaba. No quería reconocerlo, pero agradecía su compañía.
Cuando el sol estaba en lo más alto y el calor, mezclado con la humedad, hacía que le costase respirar, el pescador comenzó a recoger y guardar los aperos en el zurrón. Había pasado otra larga mañana, en silencio, sin moverse, a la espera. Ese, tampoco sería el día. Pero al ir a por su caña, que estaba un poco más lejos de donde había dejado la bolsa, algo llamó su atención.
Mecida por las olas, flotaba suavemente, entre las rocas del rompeolas, una chaqueta amarilla. Su rostro se tensó, el corazón empezó a latir con fuerza, y su respiración se aceleró. Se acercó lentamente, para no resbalar, y con todo el cuidado del que era capaz, la recogió. Sus ojos se humedecieron y sus arrugadas y estropeadas manos acariciaron suavemente la tela de la chaqueta. Una chaqueta vieja y descolorida, deshilachada por las mangas, rotas en las costuras. La misma que un día cubrió el cuerpo, pequeño y frágil, de una chiquilla, que vino a desbaratar su tranquila, apacible y retirada vida.
Volvió a su sitio, cogió la caña y la bolsa y se fue hacia la orilla, apretando la chaqueta estrechamente contra su pecho. Dio un profundo suspiro y sonrió. Se dirigió, lentamente, apoyado en su bastón a su cabaña. Todo estaba en calma. Todo volvía, por fin, a su ser.
En ese momento sonó, a lo lejos, un grito desgarrador.
-Su puta madre. Si no se tira esa vieja loca, la voy a tirar yo.
BSO: Amaral / En un solo segundo