En una sociedad donde el sexo es pecado, surge la figura de un reputado empresario que sacudirá, inesperadamente, la puritana vida sexual de los ingleses, Henry Spencer Ashbee.
En agosto de 1900 el Museo Británico recibió una fantástica noticia, el famoso bibliófilo y coleccionista, dueño de la mayor colección del mundo de El Quijote (384 ediciones), Henry Spencer Ashbee, había dejado en herencia su extensa colección de libros a la Biblioteca Británica, aunque el regalo traía una desagradable sorpresa… Más que una sorpresa, una trampa.
Pero antes, pongámonos en antecedentes.
En la época victoriana, la sexualidad era censurada, ocultada, reprimida y vista como el mayor de los pecados. Un escote provocativo, una sonrisa pícara o una frase sensual hacían que los hombres se volteasen y las mujeres se escandalizaran. En público, el hombre debía evitar todo contacto físico con una mujer, desviar su mirada, esconder su deseo. Algo de lo que los franceses hacían chistes, riéndose del puritanismo de los ingleses.
No sólo en la forma de vestir se notaba esa represión y -a la vez- obsesión con el sexo, sino que llegó hasta tal punto que la reina Victoria ordenó alargar los manteles de las mesas para que se cubrieran las patas y así no incitar a los hombres, ya que podían mirar las piernas de las mujeres (como si se pudiera ver algo debajo de kilos y kilos de ropa).
Las relaciones sexuales eran vistas como depravaciones, incluso dentro del matrimonio sino eran para procrear. La mujer no sentía deseo -salvo las ‘ninfómanas’, que necesitaban de ayuda mental-, o debido a sus “aficiones literarias”, como afirmaba el afamado cirujano Willian Acton, autor del aclamado libro sobre “higiene sexual” Las funciones y desórdenes de los órganos reproductivos en la juventud, edad madura y la vejez. Considerados en sus relaciones psicológicas, sociales y fisiológicas.
Acton decía que los católicos tenían una gran ventaja sobre los protestantes: la confesión. Estos podían pecar todo lo que quisieran, que después de confesar esos “terribles pecados de la carne” serían absueltos y su mente liberada (para volver a cometerlos, claro está).
Los protestantes, sin embargo, debían aceptar la abstinencia si no querían sentir esa angustia sexual que les provocaría tener sexo y no poder confesarlo. Todo ese puritanismo victoriano venía dado por un profundo miedo a un dios todopoderoso que castigaba a quien fuese promiscuo con penas físicas y psicológicas.
No podían tener sexo cuando lo deseaban porque Dios les castigaría; no podían mirar con deseo a las mujeres porque su dios y su iglesia, con la reina Victoria a la cabeza, se lo prohibía. La mayoría de ellos, de cara a la sociedad, eran respetados y amantes cristianos, pero usaban a las prostitutas (se cree que había entre, 1861 y 1862, unas ochenta mil, solamente en la capital inglesa).
Todo eso hizo que prolifera la literatura erótica: escribir insinuando, contar sin dar detalles, pero alimentando la imaginación del lector; enseñar sin mostrar. Pasando, algunas veces con apuros, y por los pelos, la férrea censura inglesa (Fanny Hill, es un ejemplo), por lo que muchos de esos libros denominados obscenos que tenían los ingleses provenían de Francia o Bélgica, menos censores y más libres.
Si alguien poseía una ilustración indecorosa, un cuadro obsceno o un libro erótico era tachado de indecente, pornográfico, asqueroso. Un caballero inglés nunca haría esas cosas.
Ilustraciones eróticas victorianas
Y aquí, volvemos a nuestro protagonista. Henry Spencer Ashbee fue un reputado empresario inglés. Hombre de negocios y viajero incansable, era el perfecto caballero de la época victoriana. Recorrió, por trabajo y por placer, Europa, y realizó un viaje por el mundo, para poder escribir sobre ello. Lo que le hizo ser conocedor de múltiples idiomas. Dominaba el francés, el alemán, el italiano, el español.
En sus viajes, iba recopilando ilustraciones de todo tipo, libros raros y exóticos, convirtiéndose en uno de los más afamados bibliófilos de la época. No dejó atrás sus negocios, ampliándose a toda Europa, lo que le facilitó poder viajar. Cuando regresaba, su vida familiar y el catalogar la colección de libros le llevaba la mayor parte del tiempo. Su colección iba en aumento, al igual que su reputación. Gran empresario, amante esposo, padre ejemplar, gran erudito, lector empedernido, un hombre hecho a sí mismo, prototipo del perfecto caballero inglés.
Comenzó a escribir reseñas de libros y contestar a preguntas de los lectores en varias revistas literarias como Notes and Queries.
Conoció a Pascual de Gayangos, un erudito arabista, y bibliógrafo español. Éste, que había publicado una edición de La lozana andaluza, de Francisco Delicado, le animó a leerlo; además de transmitirle algo muy importante para la trayectoria de Ashbee, su pasión por Cervantes. En todos los viajes que realizaba, buscaba manuscritos o ediciones de El Quijote; daba igual el idioma en que estuviese escrito, lo que le hizo ser reconocido como uno de los mayores cervantistas de la época.
Escribió una publicación llamada An Iconography of Don Quixote, en 1896, recibiendo grandes elogios y siendo reconocido mundialmente como una figura fundamental de El Quijote. Por este motivo fue elegido miembro de la Real Academia Española.
Llegó a ser parlamentario del Partido Conservador. Aumentando, según iba envejeciendo, su radicalidad conservadora. Hasta tal punto que, al final de su vida, su mujer (convertida en una reconocida sufragista) y sus hijas (de las que decía que su madre les estaba proporcionando una educación excesiva), le abandonaron. Rechazó a su propio hijo, Charles, cuando descubrió sus inclinaciones homosexuales.
Pero ocultaba un terrible secreto para la rígida y puritana sociedad inglesa victoriana. Ashbee había ido recopilando a lo largo de toda su vida la que es considerada la mayor colección de libros eróticos de la época. Y sin que nadie de su entorno más cercano lo supiese.
Debido a la cantidad de libros que empezaba a acumular, alquiló unas habitaciones a un kilómetro más o menos de su casa, muy cerca del Museo Británico. Allí se reunía con estudiosos sexólogos, escritores, poetas, exploradores, políticos, economistas… todos ellos con una cosa en común: eran erotómanos, que, según los define la RAE, son personas con un interés excesivo en el sexo.
Ashbee fue un poco más allá. No sólo se dedicó a coleccionar libros eróticos e ilustraciones, sino que comenzó a escribir reseñas sobre ellos en la citada revista Notes and Queries, pero para ello usó varios seudónimos. Eligió el anagrama de Pisanux Fraxi, usando “Apis” y “Fraxinus”. Su apellido, Ashbee, se descompone, en inglés, de ash (fresno) y bee (abeja), que en latín se escriben Apis=bee (abeja), y Fraxinus=ash (fresno), por lo que Ashbee jugaba con eso para sus firmas. Llegó incluso a mandar hacer un ex-libris (firma personal en los libros) donde salía una abeja y un fresno.
Cuando escribía sobre libros ‘normales’ firmaba como H.S.A o Ashbee, pero cuando lo hacía sobre los libros eróticos, unas veces usaba Apis, otras Fraxinus y, la más importante, Pisanux Fraxi. Con este último firmó su gran obra. Un catálogo que se componía de tres volúmenes, escritos entre 1877 y 1885: Index Librorum Phohibitorum (Índice de libros prohibidos), Centuria Librorum Absconditorum (Cien libros dignos de ser escondidos) y Catena Librorum Tacendorum (Cadena de libros dignos de ser silenciados).
Con una edición exquisita, lanzó doscientos cincuenta ejemplares por libro. En cada uno de ellos, un exhaustivo Índice en orden alfabético, fragmentos de los libros tratados, numerosas ilustraciones (bastante explícitas) y unas extensas reseñas. Es considerada la trilogía sobre libros eróticos más detallada y mejor editada que había hasta la época.
El título del primer libro tenía algo de sorna, y que él mismo indicó en la introducción:
“Es posible que el título del libro no sea el más adecuado, Index Librorum Phohibitorum, data de muy antiguo y ha sido utilizado por la Iglesia Católica (…) pero las palabras en inglés con que modifico el encabezamiento latino, obviarán -al menos lo espero- cualquier confusión o ambigüedad”.
Algunos de los libros incluidos en su catálogo.
El Index Librorum Prohibitorum, al que se refiere Ashbee, es una lista de libros que la Iglesia católica catalogó como “perniciosos para la fe y que los católicos no estaban autorizados a leer”. No creo que se parezca mucho esa lista a la suya.
Que Ashbee era Pisanux Fraxi era un secreto a voces. Uno de los motivos por los que algunos investigadores dicen que su mujer le dejó fue que se enteró de su particular afición. Años y años encerrado en su especial biblioteca la deberían haberla hecho dudar, pero no hay constancia de que descubriese las habitaciones donde guardaba los libros, ni de las reuniones y cenas con sus amigos.
Ningún periódico habló de sus obras en los obituarios, salvo The Times, dejando claro que en Londres todos sabían que era el autor del Index, Centuria y Catena. Este periódico escribió sobre él, al día siguiente de su fallecimiento, el 29 de julio de 1900:
“Su más importante recopilación, aunque quizás la menos conocida, fue una exhaustiva relación de libros curiosos e insólitos titulada Index Librorum, etc., impresa a título particular en tres volúmenes entre 1877 y 1885 bajo el pseudónimo de Pisanus Fraxi”.
Pero, como digo al principio, lo más impactante de toda su historia vino después de su muerte. En el testamento, dejó dicho que, además de desheredar a toda su familia y dejarle todos sus bienes a los más allegados que habían estado a su lado hasta el final, dejaba al Museo Británico toda su colección de piezas, ilustraciones y libros. Entre ellas, las 748 piezas -ediciones en distintos idiomas, ilustraciones, manuscritos, etc.-, de El Quijote. Pero la condición para que recibiesen estos volúmenes era que debían aceptar también la colección de libros eróticos. Algo totalmente impensable para los miembros del Museo Británico. Pero no pudieron negarse, ya que vieron que podían perder la mayor colección de materiales, manuscritos y grabados de El Quijote, y aceptaron.
En el testamento, Ashbee, añadía que podían destruir aquellos ejemplares duplicados y que “no tuviesen valor ni interés”, y ahí se vengaron los del Museo Británico. Aprovecharon para destruir las obras que consideraron de menor valor literario, aunque no estuviesen duplicadas. Lo que ellos considerasen de “menor valor e interés” nunca se sabrá.
Esa colección fue a parar a la zona “Caso Privado” de la Biblioteca (donde se guardan los libros eróticos). Pero su colección estuvo cerrada, y sin que nadie pudiese visitarla, hasta 1960. En 1994, se abrió la parte considerada más “ofensiva” al público, pudiendo ingresar en la Biblioteca y acceder a ella.
El escándalo fue mayúsculo, y convirtió a Ashbee de reputado caballero inglés a “sucio y asqueroso coleccionista de pornografía”.
Con el tiempo, su nombre ha ido siendo limpiado, ya que muchos bibliófilos, investigadores sexólogos y estudiosos, han podido descubrir que si no llega a ser por nuestro secreto erotómano, miles de libros, únicos e irremplazables, se hubieran perdido para siempre.
Pero no queda aquí la historia de Ashbee, su nombre está ligado a un libro, digamos especial, My Life Secret (Mi vida secreta). Un libro formado por 10 volúmenes, con más de un millón y medio de palabras, considerado el libro erótico/pornográfico más “infame” del siglo XIX. No se sabe con certeza quién es el autor. Sólo se sabe de él, que es una autobiografía muy detallada, quizás demasiado, de la vida de un joven a lo largo de sus últimos veinticinco años, donde dice haber tenido sexo con más de dos mil mujeres, hombres y seres (sí, literalmente dice seres, ya que habla de sexo con hermafroditas). Cuenta en ella, con todo lujo de detalles, encuentros sexuales de todo tipo, en la calle, en palacios, en despachos oficiales, en monasterios, iglesias, conventos… con princesas, prostitutas, niños, monjes, curas, obispos, criadas, doncellas…
Que sea o no Ashbee el escritor, y que haya podido vivir esas experiencias, es algo que no está demostrado, aunque varios afamados escritores e investigadores aseguran que él es el autor. Unos dicen que es una autobiografía creíble de Ashbee, debido a su afición por el sexo y que pasó de la teoría a la práctica; otros que lo único que hizo fue escribir un diario novelado y fantasioso, sin que realizase ninguna de esas experiencias que relata. Es algo que Ashbee se llevó a la tumba. Tumba que, por cierto, no está donde él deseaba. Pidió ser incinerado, sin funerales ni ningún tipo de fastos, pero no dejó dicho dónde reposarían sus restos, dando por hecho que se desharían de él, cosa que no sucedió, y está enterrado en el panteón de la familia, en Kensal Green.
Será recordado por unos como el mayor cervantista del mundo, y, por otros, como el mayor coleccionista de pornografía del siglo XIX. Cada cual elige al Ashbee que más le guste.