La mosca

Caminó descalzo hacia lo salvaje

La mosca. La pesada mosca. La puta mosca que, por más aspavientos que hiciera con las manos, volvía una y otra vez.

El niño se desesperaba: así era imposible concentrarse en remendar sus zapatos, rotos por tantos sitios que ya no sabía por dónde meter la aguja. Estaba sentado en la puerta de su casa, si casa se podía considerar el montón de chapas amontonadas sin orden ni concierto que en verano se ponían al rojo vivo y en invierno se convertían en lanchas de hielo. Allí intentaba, sin éxito alguno, espantar a la mosca -una más de las muchas que pululaban por aquel poblado de chabolas del extrarradio de la ciudad- y, al mismo tiempo, coser la enorme raja del zapato por la que asomaba, sin ningún disimulo, su dedo gordo del pie. Hasta el momento, no le había importado demasiado: todos sus amigos, incluso sus padres, iban con zapatos rotos e, incluso, algunos caminaban descalzos.

A su familia le habían contado unos señores vestidos con traje que había que reconvertirse, que el futuro estaba en la ciudad, que habían llegado los nuevos tiempos europeos, y todo eso que dejó a sus padres con una mano delante y otra detrás en una ciudad hostil y fría contra la que rebotaron violentamente, y donde no encontraron más salida que arrebujarse donde fuera a la espera de un golpe de suerte en forma de trabajo para poder comer todos los días.

O casi todos.

Pero al niño nunca le había importado demasiado aquello. Había sido feliz en el mundo que su imaginación infantil había creado entre escombros y basuras para sobrevivir a la miseria y al hambre. Hasta que, en uno de aquellos días en que su madre lograba convencerle para que fuera a la escuela, una niña morena de ojos andaluces se le acercó por la acera, le sonrió y le preguntó su nombre. Alguien, detrás de ellos, gritó inmediatamente:

– ¡Alba!

Ella miró sin comprender, pero por los gestos adivinó que intentaban decirle que mirara la ropa de aquel niño desconocido, que tampoco entendía nada.

Alba volvió con su madre y él regresó a su chabola, prendado aún de aquella sonrisa. Nunca volvería.

Su ropa. Ahora, contemplando con el zapato en la mano a la maldita mosca que se había parado en el dedo desnudo de su pie, esperando ser aplastada por su irá mal contenida, miró otra vez su ropa, tragándose el llanto.

Y la dejó vivir.

BSO: Amaral / Hacia lo salvaje

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