Se asomó a la ventana de la Cueva y se convirtió en el protagonista de un Cuento de Navidad.
Dickens tuvo la oportunidad, merced a sus magnos servicios literarios, de reencarnarse en quien quisiera y, naturalmente, como haría cualquiera de sus paisanos, lo hizo en un londinense que vive plácidamente su jubilación en la Costa del Sol. Aquí pergeñó una nueva variante de su Cuento de Navidad, pues Ebenezer Scrooge no era en esta ocasión un tipo tacaño, sino alguien a quien la Navidad le parecía la época en la que los grandes valores humanos se exaltan al ritmo metafísico de los peces en el río y demás.
Es más, le encantaban los tiernos mensajes consumistas, las calles bombillescentes de todos los años, el mismo marisco de oro en las comidas, la misma cena familiar donde todos hacen como que se soportan, el mismo ritual de regalos, el mismo barbudo de la Coca-Cola colgando de los balcones, la misma crisis económica, el mismo frío, el mismo güisqui, la misma anoréxica del perfume, el mismo programa para combatir el mismo hambre en el mismo Tercer Mundo… En fin, así era este Scrooge posmoderno: un entusiasta navideño.
Pero un día cercano a la Nochebuena, la mano de Dickens hizo que el rostro de una vieja gitana asomara por la ventana de la puerta de nuestro Scrooge local. La mujer ofrecía un mantel bordado a mano.
A una respetuosa distancia, sin soltar la taza de café, le dijo que no, que gracias, pero que ya tenía manteles de sobra.
La mujer volvió a la carga: “Ande, mire qué bonito es. Está bordado por mis hijas…
-¡Le he dicho que no! ¡Lárguese! -gritó, visiblemente enfadado.
-Está bien, no se me altere… Pero -dudó, cuando ya se giraba para marcharse-, aunque usted no me compre nada, ni yo se lo venda, déjeme que le vea la cara, que somos personas y es Navidad.
Se acercó, dispuesto a que le viera la cara, pero también a darle largas, pero la gitana, cuyas arrugas se hicieron infinitas, murmuró las gracias por el detalle, que un vecino ni siquiera la había tratado de usted al despedirla de mala manera, y que luego todo el mundo se cree muy buena gente deseando paz y amor y todo ese rollo.
Se insultó a sí mismo y farfulló algo ininteligible entre dientes. Maldita vieja.
Y le compró el mantel.