El camino

La decepción puede llevarte a descubrir esos rincones mágicos que nunca creiste encontrar ni merecer.

Se incorporó lentamente, agarró con fuerza la mochila y se la colocó con mucho cuidado sobre su maltrecha espalda y, sin mirar atrás, comenzó a caminar.

Los primeros pasos fueron muy duros. No estaba acostumbrada a caminar. El camino estaba lleno de piedras punzantes y lascas de pizarra. Creía llevar el calzado adecuado, pero, a cada paso que daba, una punzada de dolor atravesaba sus pies, haciendo que cada movimiento fuese una tortura.

Pasaron las horas. La oscuridad se hizo dueña del camino y decidió que era hora de parar y descansar.

Colocó una vieja manta sobre la hierba suave y fresca. Apoyó la mochila con cuidado sobre la manta y buscó en su interior los pocos alimentos que había podido coger antes de salir, aunque al comprobar la magra despensa, se dio cuenta de que debía reservar provisiones. No sabía dónde ni cuándo podría encontrar agua fresca ni alimentos.

Agotada por el esfuerzo realizado, cayó profundamente dormida.

Adentrado ya bien el día, una ráfaga de aire frío azotó su rostro y la despertó bruscamente. Durante unos instantes, se sintió desorientada, pero pronto lo recordó todo y se hizo dueña de la situación.

Recogió lo poco que tenía, guardó la vieja manta, y se dispuso a continuar. Al dar el primer paso para acercarse de nuevo al camino, un grito de dolor salió de su boca.

No podía andar. Tenía los pies destrozados.

Se dejó caer al suelo y, haciendo un esfuerzo para no volver a aullar de dolor, se descalzó.

Al ver las heridas en sus pies, comprendió que era imposible seguir. Cortes, ampollas, rasguños… La desesperación se apoderó de ella y rodaron por sus mejillas lágrimas de impotencia.

Detrás de ella surgió una sombra alargada. Una voz grave, con tono de preocupación, resonó a su espalda:

-¿Puedo ayudarte? -preguntó el hombre, acercándose con cuidado hacia donde ella se encontraba-. Parece que esos pies necesitan cuidados.

Ella asintió levemente con la cabeza.

Suavemente, con mucho mimo y cuidado, el desconocido fue limpiando y curando las heridas con su pañuelo.

-Ya está -afirmó al terminar-. Ahora hay que esperar a que cicatricen esas heridas. ¿Puedes levantarte?

-Sí, creo que sí…

Intentó incorporarse, pero al apoyar uno de los pies, el dolor se volvió a apoderar de ella.

-No puedo, maldita sea… No puedo caminar… -gimió entre lágrimas.

-Bueno, creo que vamos en la misma dirección. Podemos caminar juntos y, si necesitas ayuda, estaré a tu lado.

-Gracias… -le dijo con un hilo de voz, a la vez que se agarraba fuertemente a su mano y se incorporaba.

-¿Puedes acercarme mi mochila? -le rogó.

-¡Claro! Pero… ¿qué llevas aquí? -se sorprendió- ¡Cómo pesa!

-Lo necesario para poder sobrevivir. Sin ella estaría derrotada.

El dolor seguía siendo casi insoportable, pero se sintió más reconfortada al caminar junto a él. Aunque era un desconocido, más le asustaba -aunque no quería reconocerlo- caminar sola.

Los primeros días resultaron tediosos y muy dolorosos. Ella caminaba muy despacio. Las heridas de los pies se iban curando poco a poco, pero cada vez el camino se hacía más tortuoso y le resultaba más difícil caminar.

A veces, cuando el dolor era insoportable, él se ofrecía a llevar su mochila, pero ella se negaba. La llevaría siempre ella, costase lo que costase, porque era lo único que tenía.

Durante el día caminaban sin descanso, hasta que la oscuridad de la noche lo invadía todo, y se refugiaban en algún lugar apartado del camino.

Las largas charlas, risas y confidencias, se hicieron cotidianas en aquellas noches antes de que el sueño les rindiera, ya que el muro de desconfianza primera se había convertido en complicidad. Además, ella seguía estándole profundamente agradecida, y eso les ayudaba a sobrellevar la dureza del día.

Poco a poco, las heridas de sus pies se fueron curando. Los días y las noches comenzaron a pasar fugaces, porque ya podía caminar más rápido. Lo que en un principio le suponía un esfuerzo titánico, ahora le resultaba mucho más fácil de realizar.

Caminaba más segura, y las dudas, el miedo y la desesperación se fueron diluyendo con el paso del tiempo. Una de las veces que tropezó y cayó al suelo encontró una rama lo suficientemente fuerte para que le sirviese de bastón. Lo recogió y, apoyándose en él, consiguió ponerse en pie.

-¿Has visto? -exclamó sonriendo abiertamente.

-Sí. Estoy muy orgulloso de ti -le dijo con admiración.

Compartían lo poco que tenían de alimento y bebida, pero a ella le era muy reconfortante poder compartir tanto su sufrimiento por el esfuerzo realizado, como las ilusiones y esperanzas puestas en el resto del camino.

Casi completamente curada, su paso era ya más rápido y seguro. Incluso él quedaba atrás algunas veces, incapaz de seguir su estela.

-Perdona, no me he dado cuenta -se disculpaba, esperándole a un lado del camino mientras él llegaba jadeando.

Hasta ahora no había podido disfrutar del entorno, más preocupada por sus heridas, pero comenzaba a sentirse fuerte, confiada, y ya no sólo miraba las piedras, los charcos o los árboles que, cada cierto tiempo, les obstaculizaban su paso, si no que disfrutaba de los paisajes que encontraban según iban avanzando. Eran diferentes, pero a cual más hermoso y lleno de matices.

Se despertaba antes del alba para poder observar cómo el sol comenzaba a acariciar las copas de los árboles, devolviéndoles la belleza que la oscuridad de la noche había ocultado, mientras se desperezaba la vida bajo sus rayos.

Se encontraba cada vez más confiada y tranquila, por lo que no se dio cuenta que delante de ellos el camino se había ido convirtiendo en un charco de barro. Siguió caminando, inconscientemente, hasta que sus pies se quedaron encajados y no tuvo manera de salir de allí.

Pidió ayuda a gritos, aterrorizada.

Él se acercó corriendo, ya que se había quedado de nuevo rezagado -como empezaba a ser habitual- y tiró con fuerza de ella.

No podía sacarla.

-¡La mochila! -gritó desesperada al ver que se había quedado enganchada en una rama.

-Agárrate a mí -le suplicó.

-¡No! -gritó ella-. ¡Si tiras demasiado fuerte la rama puede romperse y la perderé!

-No te preocupes, la sacaremos juntos.

-¿Estás seguro? Puedes hundirte igual que yo -le advirtió ella.

-Sí… – le aseguró, aunque su tono de voz, pese a que la estaba ayudando, le timbró dentro con un halo de desconfianza.

La dejó momentáneamente y se acercó a un árbol al que arrancó una rama larga y fina, pero resistente, con la que pudo desenganchar la mochila. Después, le tendió nuevamente la mano y sacó a ella del lodazal

-¡Gracias! ¡Muchas gracias! Todo lo que tengo está dentro de esa mochila -le decía mientras se abrazaba a él fuertemente.

Él la abrazó a su vez, pero ella notó que no transmitía el calor de antes.

Prosiguieron el camino. Ella, cubierta de barro, pero mucho más tranquila, no dejaba de bromear y parlotear. Todavía les quedaba mucho camino por recorrer, pero confiaba en que, si lo necesitase, él estaría ahí para ayudarla.

De vez en cuando, si paraban para beber agua fresca de algún riachuelo, ella le dejaba la mochila para que no se mojase. Él la cogía con cuidado, pero con recelo. Desde que tuvieron el incidente en el charco, había comprobado lo importante que era la mochila para ella. Nunca se separaría de ella, aunque a veces supusiera una gran carga que les haría caminar más despacio.

Una mañana se despertó temprano y no lo encontró.

Se asustó y fue en su busca.

Estaba en un lado del camino, charlando con una pareja de caminantes.

Ella se acercó tímidamente. No quería interrumpir, porque siempre que se encontraban a alguien cerca del camino le gustaba saludar y conversar un rato.

Se quedó algo apartada, ya que le dio la impresión de que él los conocía. Les hablaba con familiaridad, y no quería resultar molesta. Esperaría el momento en que él la llamase.

Estuvieron un rato charlando y se despidieron. No llegó a llamarla.

Al girarse la vio, apartada, alejada del camino. Y se acercó a ella.

-Eran unos amigos -se excusó-. Creí que estabas dormida y no quise despertarte para que pudieses descansar.

-No te preocupes -le dijo ella calmada -. Yo tampoco quise molestarte.

Sonrieron y siguieron su camino.

Llevaban ya varias semanas caminando, y ella estaba convencida de que estaban llegando al final. No sabía qué les esperaba allí. Su entusiasmo y determinación habían crecido y se sentía excitada.

Sin embargo, ella había advertido que si bien durante el día caminaban juntos -unas veces más alejados que otras- durante la noche esas veladas de confidencias, risas y bromas eran cada vez más cortas. A menudo, después de tomar una frugal cena, él se giraba en su manta y se dormía profundamente. Ella echaba de menos esos momentos, pero entendía que el cansancio acumulado desde que comenzasen su periplo empezaba a hacer mella.

Una mañana divisaron una casa a lo lejos.

El solo hecho de pensar en dormir bajo techo la animó a acercarse.

-¡Para! -le ordenó él.

-¿Por qué? Pueden ayudarnos o, si está abandonada, podríamos pasar la noche a cubierto… -le preguntó, desconcertada por su reacción.

-Espera, mejor me acerco yo, y si no hay peligro, vienes tú -le insistió él.

-¿Pero qué peligro va a haber, tontolaba? -volvió a replicarle.

-Tú espera aquí -le ordenó tajantemente -. Y no te muevas.

Durante el tiempo que ella estuvo esperando sentada en una roca, no dejaba de pensar qué era eso que tanto miedo le daba para que ella no pudiese acercarse. No encontraba una respuesta satisfactoria, pero decidió respetar su decisión.

Pasaron varias horas. Una duda empezó a germinar en su mente o, más bien, en su corazón.

¿Y si no volvía?

El miedo a quedarse sola, en mitad del camino, sin refugio, ni alimento, la atenazaba.

Al anochecer, ya con pocas esperanzas de que ese día regresase, divisó una figura acercándose a ella.

-¡Has vuelto! -exclamó con una alegría desbordante.

-Sí… Pero… Pero debo volver… -susurró.

-¿Volver? Claro, iremos los dos -dijo divertida y, recogiendo su mochila del suelo, se dirigió hacia la casa-. ¿No vienes?

-Sí… Voy…

Unos metros antes de llegar a la casa, él la paró.

-Espera, entraré yo primero. A mí ya me conocen y no quiero asustarles.

-Sí, claro… Si van a ayudarnos, es lo último que deseo. Entra, yo te espero fuera -y, alejándose un poco de la casa, colocó con suavidad la mochila en el suelo, y se sentó junto a ella.

Pasaron varias horas y nadie salió. Las luces se encendieron en su interior al caer la noche. Ella no se atrevió a moverse ni a acercarse. Confiaba en que él la llamase pronto y poder resguardarse del frío, que ya empezaba a hacer acto de presencia.

Hambrienta y agotada, sacó de su mochila un pedazo de pan y, pensando que él tendría hambre al regresar, guardó lo que les quedaba de sus últimas provisiones.

A la mañana siguiente, se despertó sobresaltada y aterida. No recordaba donde estaba, hasta que sus ojos se empezaron a acostumbrar a la luz y distinguió la casa.

No había vuelto y sintió miedo por él.

Cogió su inseparable mochila y se acercó con cuidado a la casa.

Miró a través de las ventanas. Sólo distinguía unas figuras moverse en su interior, pero desde fuera se oían las risas.

Charlaban animadamente y parecía que el ambiente era agradable. Seguro que no les importaría compartirlo con ella. Además, echaba de menos su presencia y deseaba volver a verle.

Tocó la puerta. Esperó. Las risas cesaron. No se oía ruido dentro.

Esperó en la puerta pacientemente a que le abriesen. Si le habían abierto a él debían ser hospitalarios.

Volvió a tocar la puerta.

Silencio.

Miró a su alrededor y vio que en el porche había un banco de madera. Apoyó su mochila y se sentó a esperar que le abriesen.

Las horas pasaban y la puerta no se abría. Empezaba a preocuparse. Volvió a oír ruidos en su interior.

Otra fría noche se acercaba, y no quería volver a pasarla a la intemperie.

Se levantó y, dejando reposar la mochila con suavidad en el suelo junto a ella, golpeó la puerta, esta vez con más fuerza.

Se hizo de nuevo el silencio dentro de la casa.

Escuchó como una silla se arrastraba y unos pasos se acercaban a la puerta.

Justo cuando iba a volver a tocar, él abrió la puerta.

-Menos mal, creí que nunca ibas a abrir… Empieza a hacer mucho frío…

Al acercarse para entrar, él se lo impidió.

-¿Quién es? -dijo alguien desde dentro.

Él seguía imperturbable, sin dejarla entrar.

-No hay nadie -dijo, mientras sus ojos se clavaban en la mochila-. Habrá sido el viento.

Y cerró la puerta.

La sorpresa y la incredulidad le impidieron reaccionar en un primer momento. Se quedó parada frente a la puerta sin saber qué era lo que había pasado.

Consiguió reaccionar y volvió a tocar la puerta.

De nuevo, volvió a abrirla él.

-Pero… -comenzó a replicarle ella.

Cerró la puerta de golpe y la sujetó por el brazo con suavidad.

-Ven -le inquirió dirigiéndola a la parte trasera de la casa.

-¿Qué ocurre? ¿Por qué has cerrado la puerta? -le preguntó asustada.

-No pasa nada, no te preocupes -la tranquilizó mientras le acariciaba la mejilla-. Son un poco recelosos y no quiero asustarles. Dame tiempo para que se acostumbren y podrás entrar.

-¿Recelosos de qué…? Pero si yo no voy a hacerles nada. Solo quiero descansar bajo techo una noche y seguiré mi camino -murmuró desconcertada.

-Ten paciencia, dame unos minutos y podrás entrar, te lo prometo.

-Está bien. Te estaré esperando -y se quedó sentada en el banco del porche, apretando fuertemente su mochila.

A la mañana siguiente, agotada y hambrienta, después de no poder conciliar el sueño debido al cansancio, el frío y el hambre, se levantó y se dirigió a la ventana. No se atrevió a volver a tocar la puerta.

Volvió al banco y, convencida de que él regresaría y podría entrar, esperó.

Pasaban los minutos pero la puerta no se abría. Seguía oyendo diferentes voces y risas dentro.

La incertidumbre se fue apoderando de ella. El miedo a quedarse sola fue más fuerte que su deseo de obedecerle y se acercó de nuevo a la puerta. Tocó.

La primera vez, suavemente. Nada sucedió. Las risas seguían dentro.

Repitió la llamada, esta vez, con más fuerza. Las risas cesaron, pero alguien exclamó algo ininteligible y volvieron las risas.

Golpeó con mucha más fuerza. Se hizo el silencio. Oyó unos pasos acercarse y, a los pocos segundos, la puerta se abrió.

-¿Quién es? -se volvió a escuchar desde dentro con voz curiosa.

Esta vez, algo en su interior le hizo no decir nada y aguardar a que fuese él quien hablase primero.

-No es nadie. Sólo el viento…

Y cerró la puerta.

Sus ojos se inundaron de lágrimas. Un vacío inmenso se apoderó de ella. Deseaba salir huyendo de allí, pero sus músculos no reaccionaban. Estaba paralizada por la sorpresa y la decepción. Cuando, pasados esos momentos de desconcierto, se dio cuenta de lo que había ocurrido, deseó gritar con todas sus fuerzas:

-¡Ábreme! ¡Me prometiste que no me dejarías sola! ¡Que aunque no fuese de la mano, caminaríamos juntos…! ¡Que…! ¡Que…!

Deseaba gritarle todo eso, aunque cuando se calmó y pudo pensar con claridad, lo que de verdad deseaba en el fondo de su corazón era que él le abriese la puerta y la acogiese dentro.

Finalmente, recogió su mochila y volvió al camino. Miró hacia atrás con la esperanza de que todo hubiese sido un error, pero la puerta de la casa permaneció cerrada.

Al llegar al borde del camino no sabía qué dirección tomar ¿Seguía adelante y continuaba sola aun a riesgo de no conseguir llegar a su destino, o regresaba sobre sus pasos y volvía al comienzo de todo?

Tragándose las lágrimas, volvió a mirar atrás. La puerta seguía cerrada. Aferrándose fuertemente a su mochila, decidió que, pasase lo que pasase, no volvería al principio. Sería más difícil atravesar las zonas escabrosas y escarpadas sola, pero por muchas veces que se cayese, por muchas heridas que se hiciese, jamás volvería atrás.

Una noche fría, ya a punto de desfallecer tras haberse enfrentado sola a los peligros del camino, vio a lo lejos una puerta en la pared de una gran roca que semejaba una casa clavada en la ladera del monte. Desde su posición pudo vislumbrar las sombras chinescas que, sin duda, el fuego de una chimenea hacía juguetear por los intersticios de la ventana.

Se acercó y con las pocas fuerzas que le quedaban, pegó en la puerta y se dejó resbalar por ella hasta el suelo, sin fuerzas.

Una sonrisa cariñosa y una mano cálida surgió de aquella cueva. Nadie preguntó desde dentro quién era ni nadie le dijo que estaban asustados por su presencia.

-Tranquila, mi niña, si vienes con el corazón roto, aquí dentro te cuidaremos.

Ella no dijo nada. No podía. Sólo se dejó atender, y lo último de lo que fue consciente es de un caldo caliente y una cama mullida.

Durmió tanto y tan profundamente, que perdió la noción del tiempo, y sólo despertó mucho después, cuando unos tímidos rayos de sol se abrieron paso entre las grises nubes y comenzaron a acariciar su rostro dulcemente.

El calor de esos rayos la animó a levantarse. Había llegado de noche, en plena tormenta, y no pudo apreciar la belleza del lugar al que había conseguido llegar.

Frondosos y grandes árboles cubrían todo lo que su vista podía alcanzar. El viento suave acariciaba su rostro y los rayos del sol, cada vez más fuertes, le proporcionaban el calor que su débil y frágil cuerpo necesitaba para reponerse y, además, la habían recibido cálidamente, sin recelos, sin preguntar por la mochila. Vieron un alma rota y, simplemente, decidieron ayudarla.

Ese era su sitio.

Los días pasaron como en una eterna primavera. Renacía de nuevo. Pero cuando ya volvía a hacer planes, a entusiasmarse con el futuro, a sentirse segura y protegida, sonaron golpes en la puerta de la cueva. Fuertes e insistentes. Ella se acercó a la ventana y miró fuera. Suspiró hondo y regresó a su sitio.

-¿No oís un ruido? -insistieron algunos de los que en ese momento estaban con ella en la cueva.

Se levantó. Abrió la puerta. Él estaba de pie, frente a ella, pero ahora no parecía tan fuerte ni seguro de sí mismo.

-¿Quién es? -preguntaron, curiosos, desde dentro.

Lo volvió a mirar a los ojos y después reposó dulcemente su mirada en la mochila, que descansaba apoyada junto a la ventana.

-No es nadie. Sólo el viento…

Y cerró la puerta.

 

                                                                                                        BSO: ‘Abre la puerta’ / Triana
                                                                                                                 Imagen: Banksy

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