Él hizo todo lo posible por alejarla, no era de su mundo; ella hizo todo lo posible por estar a su lado, él era su mundo.
Introdujo los pies desnudos en el agua, dejando que las olas jugasen con ellos y así aliviar ligeramente el dolor de unas heridas que no terminaban de cicatrizar. Eran unos profundos cortes que, cuando comenzaban a sangrar, semejaban pequeños riachuelos recorriendo la compleja orografía de sus pies haciendo que caminar fuera una tortura. De sus labios nunca salía una queja. Ni un lamento. No podía permitírselo.
Dejó que el agua clara y limpia le reconfortara, y observó que una miríada de pececillos acudía a limpiar los restos de sangre y piel muerta de sus pies. Elevó la vista al cielo, límpido, sin nubes, de un azul intenso. El sol comenzaba a despertar tímidamente. Ni siquiera había gaviotas. El viento había decido no hacer acto de presencia esa mañana y el mar estaba en calma.
Notó la humedad en su rostro. Como cada día, una lágrima furtiva pugnaba por sortear las arrugas de su cara, y, como cada día, él la frenaba antes de que se convirtiera en un torrente incontenible.
Cada amanecer, permanecía en silencio frente al mar. Daba igual si era verano o invierno; si tronaba o hacía calor; si el viento le golpeaba con fuerza. Nada había impedido nunca que él estuviese allí, de pie, esperando a que el sol, lenta pero inexorablemente, apareciera para alejar las tinieblas y recordarle el momento justo en que ellos desaparecieron para siempre.
Algunos, tímidamente dado su carácter, habían intentado alejarle de allí. Querían convencerle de que cerrara esa puerta para siempre. Debía olvidar, debía dejar que la vida siguiese, debía…
Aquello ya no era vida. Llegar a casa y no ver la chimenea encendida, ni la comida humeante esperándole en la mesa, ni la ropa seca extendida en la cama, ni el olor a lavanda inundando la habitación, ni escuchar sus risas, ni los reproches del pequeño mientras su madre le obligaba a meterse en la bañera. No oírles, no olerles, no sentirles. ¿Cómo podía entender nadie qué era una vida sin ellos?
Se alejó del agua. Aunque las olas lo persiguieron durante unos pocos metros, no consiguieron darle alcance. Se sentó en la arena a esperar que se secaran sus pies y calzarse, de nuevo, esas sandalias duras como su cabeza.
-¡Su puta madre! -exclamó cuando vio que una de ellas tenía una de las cintas de cuero rota. Aun así se la puso, e hizo un nudo con lo que quedaba de ellas, consiguiendo que, de una manera un tanto tosca y burda, no se le salieran.
-¿Otra vez aquí?
El muchacho, sin levantar la mirada, frunció el ceño.
-¿Otra vez aquí, fray Macareno? –respondió irónicamente.
El fraile esperó a que el joven se levantase en señal de respeto, pero el pescador siguió sentado, observando cómo las algas se iban aproximando a él empujadas por las olas.
Fray Macareno del Berro suspiró, contrariado, y permaneció de pie.
-¿Cómo estás?
-Sentado.
El fraile, intentando contener su malestar, replanteó su pregunta.
-¿Cómo te encuentras?
-Jodido.
-Oh… -exclamó el fraile, sin poder esconder su indisimulada satisfacción-. Háblame, hijo, ¿qué te tortura?
-Estas malditas alpargatas. No hay manera de que se mantengan en su sitio y me están dejando los pies destrozados.
Si el joven hubiera mirado hacia arriba, hubiera visto el rostro congestionado de fray Macareno. Sus puños apretados y el cuerpo tenso, intentando mantener la calma. Ese niñato estúpido se estaba burlando de él. Otra vez.
-¿No tendrá nada que pueda sujetarlas, padre? O como sea que se les llame a ustedes…
– Da igual, hijo, eso da igual -dijo fray Macareno, conteniendo las ganas de decirle lo maleducado y sinvergüenza que le parecía-. No, no tengo nada.
-Lástima. Bueno, señor fraile, que tenga un buen día.
El pescador se incorporó, alejándose de un estupefacto fray Macareno del Berro.
-Pero… Yo…