Ella quiere cambiar el mundo. Ellos quieren que deje de ser ella.
Siempre cogía el autobús en la misma parada. Siempre con su aire ausente, cargada de libros, su camiseta negra, su pelo largo y descuidado. Nunca se sentaba: se asía a la barra y se dejaba mecer por el traqueteo del viaje, como si las cosas de este mundo no fueran con ella.
Yo la observaba e intentaba averiguar los títulos de los libros que la acompañaban. Un día reparó en mí: “Yo te leo”, me dijo, y desde entonces cada viaje se convirtió en una tertulia de quince minutos, aunque decir tertulia es decir mucho, porque una vez que cogía carrerilla, ya no había forma de interrumpirla, ni me apetecía hacerlo. Quería cambiar el mundo, establecer una paz fraternal basada en los instintos más nobles del ser humano.
Ella hablaba y hablaba y a mí me encantaban aquellos gestos que hacía con las manos para dar mayor énfasis a sus palabras. Se le acumulaban las ideas en el cerebro, y las contaba atropelladamente, como si hubiese dado con la clave oculta para dar un rumbo definitivo a la humanidad. Nunca supe nada de ella más allá de sus inquietudes por crear otro mundo.
Y nunca supe por qué me las contaba a mí.
Un día, bajó del autobús y su hasta mañana timbró como un hasta nunca.
Mucho tiempo después, la vi por la tele. Acompañaba a un concejal en una rueda de prensa, pasándole papeles y pendiente a las preguntas de los periodistas. Ya no llevaba la camiseta negra y su melena rebelde la había recogido en un moño. Ni siquiera me molesté en darle voz al aparato. No sabía de lo que estaban hablando ni me importaba: la vi a ella y no vi a la chica del autobús. Eso fue todo.
Pero pasaron las elecciones, pasó el reparto de poder y pasó el verano. Y llegó el otoño y el frío. Y llegó ella, de nuevo, y se sentó a mi lado con su camiseta negra y su pelo rebelde y su Libro del desasosiego bajo el brazo.
-Hola. Vuelves a ser tú -le dije. Ella captó inmediatamente el matiz de mis palabras.
-Sí. Ayer fuimos veinte a la sede del partido y sólo Pessoa volvió conmigo -abrió el libro por una página marcada-. Les leí esto: “Me traen la fe como en un envoltorio cerrado en una bandeja ajena. Quieren que lo acepte, pero que no lo abra”.
Y volvió, sin remedio, al autobús.
Un final feliz, después de todo.
Hola, Isabel, gracias por pasarte por la web.
Muy bueno, como siempre
La dama florentina idealizada por Dante en su ‘Vida nueva’ (y después en ‘La Divina Comedia’) se llama Beatriz, por lo que me ha alegrado su comentario y su nombre. Muchas gracias, Beatriz.