Lo intentó, luchó por llegar, pero ¿era ya tarde?
Cansado y abatido, golpeaba su puerta.
-¿Dónde estás? -gritaba, desesperado.
Se acercó a la ventana de la cueva y no vio nada. Una gruesa capa de polvo, mezclada con el agua de las lluvias pasadas, habían oscurecido los cristales tras una película de barro, pero pudo entrever algo que le llamó la atención.
Cerca de la puerta, desperdigados por el suelo, yacían varias docenas de sobres. Grandes, amarillentos, algunos desgarrados. ¿Serían…?
Golpeó con más fuerza, y la puerta cedió, arrastrando con ella varios de los sobres.
Se inclinó y cogió uno con cuidado y, con lágrimas en los ojos, lo examinó. Estaba sin abrir. Cogió otro. Tampoco estaba abierto. Uno tras otro, fue comprobando cómo todos los sobres estaban cerrados. La desesperación se apoderó de él.
Una fuerte ráfaga de viento golpeó la ventana, abriéndola bruscamente, y un sonido familiar comenzó a resonar en la cueva. Era el crujir de la madera provocado por el balanceo de la destartalada y vieja mecedora. El vello del cuerpo se le erizó y la volvió a llamar a gritos.
No estaba. Ya no estaba.
Había llegado tarde. Había vuelto a fallarle.
Sus lamentos, hondos y sentidos, recorrieron todos los rincones de la cueva y salió al exterior como un grito desgarrado surgido desde las entrañas de un alma rota.
Los que caminaban por la calle se pararon; los que charlaban junto a los árboles, se callaron; los que reían, enmudecieron. Todos miraron hacia la cueva. Temerosos e intrigados, se fueron acercando.
-¿Qué ha sido eso? -se preguntaban unos a otros con el desconcierto grabado en sus rostros.
-Es lo más desolador que he escuchado nunca -dijo alguien con un hilillo de voz.
Con sigilo y cuidado, fueron llegando. Ninguno se atrevió a entrar. El silencio volvía a reinar en la cueva, sólo roto por la desagradable presencia de aquel intruso portando un viejo montón de cartas en la mano.
-¡Fuera! ¡Largaos de aquí!
-¿Podemos ayudarle? -preguntaron temerosos.
-¿A mí? Yo no necesito vuestra ayuda. Ella sí y…
-¿Ella? -preguntaron, extrañados.
-Sí, ella. ¡La dejasteis sola!
-Si eso es lo que piensa, mejor nos vamos -dijeron, mirándole con lástima-. No fuimos nosotros quienes la dejamos sola.
La rabia se apoderó de él.
-¡No volváis nunca! -les espetó.
Cerró la puerta de la cueva, se sentó en la mecedora y dejó que los recuerdos se le fueran clavando como agujas en el corazón.
De repente, comenzó a oír de lejos un ruido constante, agudo, punzante. Poco a poco, empezó a hacerse más persistente. Más irritante. No se iba, no se apagaba. Siempre estaba ahí.
Casi diría que lo perseguía.
Pasaron los días sentado en la mecedora. Sin hacer nada, sólo mirando por la ventana. Los veía caminar rápidamente al pasar por delante de la cueva. Ninguno se atrevía a parar.
El sonido aún seguía, sin parar, sin detenerse. A todas horas.
La ira, la impotencia, el rencor se fueron apoderando de él. El sonido se hacía cada vez más ensordecedor, como el zumbido de mil abejas que lo acosaran. No le dejaba solo. Siempre le acompañaba. Al levantarse, al acostarse, al comer… Cada día iba a más, pero él intentaba hacerle caso omiso. Ya se iría. Pero no se iba. Quizás fuera la condena por no haber estado cuando debía.
Pero, no. Quienes debían pagar eran ellos. Ellos habían sido los responsables. Ellos tenían la culpa. Debían haber hecho algo, no debieron abandonarla, debieron…
El sonido cesó de repente.
-¿Qué crees que debieron hacer? -dijo el ser apareciendo de la nada.
-¡No dejarla sola! -gritó.
-¿Ellos? ¿Estás seguro?
-¿Quién si no? Yo no pude venir antes. Lo intenté. Lo intenté con todas mis fuerzas…
-Pero no fueron suficientes, ¿verdad? -El ser guardó un largo silencio mientras lo observaba abatido, tembloroso por el peso de la culpa-. Ella -dijo al fin- estuvo sentada en su mecedora durante largos y duros inviernos, donde pasó frío esperando a la intemperie… Las largas primaveras se fueron apagando de tristeza sin que ella pudiera pasear por el bosque… Largos y oscuros otoños los vientos le traían hojas secas que semejaban su corazón marchito… Los veranos, el sol abrasador quemaba su piel blanquecina…. -guardó de nuevo silencio mientras él se tapaba la cara con las manos, intentado asimilar el sufrimiento que ella padecería. El ser caminaba despacio por la sala, sin apenas tocar el suelo, hasta llegar frente a él y, posando dulcemente su mano en el hombro, susurró-: Pero nada pudo hacer que dejase de esperarte…
-Pudieron ayudarla. Pudieron…
-¿Y cómo sabes que no lo hicieron? ¿Cómo sabes que no le trajeron mantas o abrigos para protegerse? ¿Cómo sabes que no le regalaron hermosos ramos hechos con las flores que ella ya no recogía del bosque por esperarte? ¿Cómo sabes que no la ayudaban a reparar el tejado de la cueva para que el fuerte viento no se colase por las rendijas de esas desvencijadas maderas? ¿Cómo sabes que no le traían agua y fruta fresca para aliviar los calurosos días de verano? ¿Cómo sabes que no le trajeron libros para que la acompañaran los fríos días de invierno? ¿Cómo sabes que no le regalaron canciones para aplacar el dolor de su alma?¿Cómo sabes que no la cuidaron?
-Yo…
-Mira a tu alrededor. Observa con detenimiento.
Se secó las lágrimas y observó con más detalle la cueva.
Miró a su alrededor, con los ojos empañados, y vio en una pequeña mesa: al fondo de la estancia, decenas de sobres de cartas, abiertos y esparcidos por la mesa.
Por alguna extraña razón, no había reparado en ellos. Se levantó lentamente y se acercó a la mesa para coger uno de ellos.
“Querida mía…”.
Sin terminar de leerla, abrió otra carta.
Una más…
Las lágrimas inundaban sus ojos. Eran suyas. Las que estaban sin abrir habían llegado cuando ella ya se había marchado.
-Nunca perdió la esperanza -dijo el ser-.
Dejando caer la carta al suelo, se giró y volvió a mirar, como si, de repente, la cueva se hubiese llenado de señales de ella que no había podido o sabido ver.
En un rincón, amontonadas en aparente desorden, se encontraban varias mantas, algunas remendadas. En el anaquel de la esquina persistía un ramo de flores secas. Miró hacia el techo y descubrió que las maderas rotas estaban reforzadas por tablones para evitar que el viento y la lluvia entrasen.
Vio cientos de libros esparcidos por las estanterías, por el suelo, por todos los rincones. Vio, también, que cerca de su mecedora un centenar de discos se amontonaban, unos sobre otros, formando una gran columna.
Vencido, se dejó caer sobre la mecedora.
-Fui yo… -reconoció-. Fui yo quien la dejó sola. Fui yo quien la abandonó…, y ahora yo soy quien está solo.
-Nunca estuvo sola. Y tú tampoco. Ven, acompáñame.
Se levantó con gran esfuerzo, sin consuelo ni esperanza y, juntos, salieron de la cueva.
El ser caminaba a su lado, sin prisa, en silencio, mientras subían por la ladera arbolada.
Entonces, un escalofrío recorrió su cuerpo. En lo más profundo de su corazón algo había ido sacando las agujas clavadas y volvía a latir con emoción apenas contenida. En lo alto de la loma una figura apareció junto a un viejo roble.
Su corazón se aceleraba. Aquel cabello acariciado por la brisa, su piel casi transparente, su mirada, su sonrisa…
Llegó a su altura. A un paso uno del otro. Su silencio solo lo rompía una pareja de abejarucos revoloteando sobre ellos deslumbrando con sus colores.
Acercó lentamente su mano al rostro de él. La espera, esa larga espera, había llegado a su fin. Una lágrima furtiva resbaló por su mejilla. Ella, dulcemente, la recogió con un dedo y la llevó a sus labios.
-Sabía que vendrías -musitó cogiéndole las manos-. Nunca dudé de ti.
-Te abandoné. No estuve contigo a tu lado, te dejé sola y no pude volver.
Caminando de la mano, se adentraron en el bosque.
-Nunca estuve sola. Nunca lo estaré.