La imagen de una fotografía ajada, cubierta de polvo, lleva a Nadie a navegar entre sus recuerdos.
-Los libros que se llevaron de la biblioteca están ardiendo -dijo, mientras curioseaba las fotografías que el viejo tenía en una estantería junto a la chimenea-. ¿Éste lo pescó usted? ¡Guau! –exclamó, cogiendo la fotografía sepia donde un joven Nadie sostenía a duras penas entre sus brazos un enorme atún ayudado por un compañero.
-Deja eso y contesta -le dijo, arrancándole la fotografía de las manos. Con la manga de la chaqueta limpió el polvo del marco.
Manúo se sentó, obediente, y tomó de la mesa la taza de caldo caliente que el viejo le había preparado.
-¿Dónde fue? –insistió-. Lo que daría yo por pescar un bicho así… -preguntaba excitado-. Dígame, ¿le costó mucho sacarlo…? ¿Cuánto pesaba…?
Apenas escuchaba, lejana, la voz de Manúo.
Los recuerdos volvieron. Nítidos. La tormenta había amainado. El agua aún estaba turbia, pero las gaviotas habían regresado, el viento rolaba con suavidad y las olas mecían dulcemente la barca. Decidieron que esa noche saldrían a por él.
Esteban, su viejo amigo y compañero de faena, dudaba. La tormenta había provocado algunos desperfectos en la barca que, aunque no parecían muy graves a simple vista, Esteban sabía que necesitaba ser reparada antes de volver al mar. Recordó cómo antes de salir les gritó a todos que había encontrado señales de que algún tipo de gusano de mar se estaba comiendo la barca. Había decidido que, de entre todas que fondeaban por allí, por lo que fuera, su madera era la más apetitosa. Como siempre, ese viejo testarudo tenía razón.
Pero por mucho que vociferó, los demás estaban de acuerdo en salir, por lo que a medianoche navegaban a la espera de encontrarse con algún atún rojo grande que se hubiera rezagado en su migración y así poder terminar la temporada con algo más de dinero en el bolsillo. Recordó al novato cubo en mano sacando el agua que se filtraba; al viejo patrón preparando los aparejos, canturreando esas espantosas canciones que le daban dolor de cabeza, y a Esteban mascullando que no debían haber salido, que se irían a pique… ¡Qué ganas de tirarle por la borda! Si no lo hacía era porque, de picar el gran pez, Esteban era el único de los cuatro capaz de sacarlo del agua asiéndolo por las agallas.
Sonrió al recordar a Esteban, despotricando contra todo, intentando convencerles de que volviesen a puerto. Y él que no. Y Esteban que sí. Y ellos cogiéndose del pecho mientras el pez espada tiraba del sedal y todos daban saltos de alegría.
De ahí su mente voló a las tabernas del puerto, y no pudo evitar soltar una carcajada cuando vino a su memoria la pelea que tuvieron por aquella fulana. No recordaba en qué momento comenzaron a sacudirse para ver quién de los dos se la llevaba primero a la cama. A aquella estúpida no se le ocurrió otra cosa que meterse en medio, lo que hizo que, sin mediar palabra, la agarrasen entre los dos y acabase flotando en el agua. Ella chillando como una histérica, y ellos en el calabozo, borrachos, empapados y sin follar.
Manúo le observaba disimuladamente, pero no se atrevía a dirigirse a él. El anciano seguía mirando fijamente las fotografías del estante sin hacerle el más mínimo caso, sumido en sus recuerdos, por lo que se encogió de hombros y aprovechó para sentarse en la vieja hamaca del pescador. El calor de la lumbre, la sopa caliente y el suave balanceo, unido al cansancio que llevaba arrastrando durante días, hicieron que cayese profundamente dormido.
Debieron escuchar a Esteban, pensó Nadie con la fotografía todavía en la mano. Su rostro lleno de satisfacción, hinchado de orgullo, portando entre los dos aquel inmenso y hermoso ejemplar… Minutos más tarde de tomar esa fotografía, la barcaza comenzó a llenarse de agua. El maldito bicho les había dado varias embestidas en su lucha por soltarse del anzuelo, más los desperfectos que le había ocasionado el temporal a la barca, ya agujereada por ese gusano, la habían debilitado hasta tal punto que no había podido contener el envite. Zozobraba, debían soltar lastre o no llegarían a puerto. Tenía que hacerlo, el peso de ese monstruo los arrastraría al fondo. Y, sin mediar palabra, lo cogió de su gran aleta y lo tiró por la borda.
El bramido de su amigo detrás de él volvió a resonar en su cabeza. Vio, de nuevo, la barca balanceándose; sus piernas empapadas hasta la rodilla; al novato moviéndose de un lado a otro sin saber qué hacer; el patrón, tranquilo y sereno, riéndose a mandíbula batiente. Y, de repente, frente a él un puño cerrado, grande y lleno de cortes, que le propinó el mayor puñetazo que había recibido nunca.
El viejo volvió a sonreír al recordar a su amigo, que vociferó:
-La próxima vez, serás tú quien salga por la borda, soplapollas.
Muchas veces tuvo la oportunidad de hacerlo, pero ninguna lo hizo. Había hecho lo que debía hacer. Punto. Esteban lo sabía. Y lo supo siempre. Cuando Esteban quiso comprarle La Furiosa al patrón, pero no tenía dinero suficiente, ahí estuvo él; en los días en los que Esteban había ido a buscar tripulación para salir a fondear y nadie quería porque se avecinaba tormenta, ahí estuvo él; en las noches en las que llegaba con la barca a rebosar de pescado y no tenía a nadie más que le ayudase a descargar, ahí estuvo él. Siempre que debía estar, estaba.
Esteban había aprendido con el paso de los años que era inútil llevarle la contraria. “Ese hijo de puta siempre tiene razón”, era una de las frases con las que daba por zanjada cualquier discusión que tuviese que ver con Nadie. Le había demostrado cientos de veces que era el mejor ‘leyendo el mar’. Si decía que había que volver a puerto, Esteban, sin preguntar por qué, ordenaba a la tripulación recoger y regresar. Aunque el mar estuviese en completa calma, aunque ni una brizna de aire les rozase y el cielo estuviese despejado.
“No seré yo quien discuta con él… Si quieres, ahí le tienes”, era lo que decía a todo aquel que le protestaba porque quería seguir faenando. Pero cuando algún osado se había dirigido a Nadie, su mirada, segura y firme, hacía que se diese la vuelta sin abrir la boca, y se pusiese con los demás a preparar el regreso a puerto. Esteban sonreía mientras les oía mascullar entre dientes, y, más tarde, cuando la tormenta se presentaba sin previo aviso, tal y como predijese Nadie, les miraba, y todos, sin excepción, agachaban la cabeza y reinaba el silencio.
El viejo sonrió, dejó la fotografía en el estante y se giró hacia Manúo, que roncaba plácidamente.
-¿De qué libros me estás hablando? ¡Despierta, idiota! -odiaba que le hiciesen perder el tiempo, y el tipo aquel estaba empezando a irritarle sobremanera-. A ver, empieza desde el principio -le ordenó, haciendo un enorme esfuerzo de contención mientras Manúo bostezaba.
-Hace unos días -comenzó a relatar el joven desperezándose a duras penas-, mi hijo mayor volvió de la escuela contando una historia muy rara… La verdad es que no le hice mucho caso, qué bastante tengo con lo mío… -Nadie le lanzó una mirada tan penetrante que el joven agachó la cabeza y prosiguió con el relato, sin atreverse a mirarle a los ojos.