Ellas dictan las normas, ellas juzgan, ellas sentencian.
-Una de sus maestras había sacado a los niños de la clase -exclamó Manúo-, y los reunió con los mayores en el patio. Les mandó ir hasta la biblioteca y sacar todos los libros que pudiesen cargar, y dejarlos amontonados en una de las esquinas… Más tarde, según me contó mi hijo, un carro enorme con varias mujeres fue hasta la puerta del colegio, separaron los que una de ellas iba nombrando de una lista, y varios hombres los cargaron en el carro. A mí me habían avisado por si quería ir a cargar, pero ya sabes… -bufó-: bastante tengo con lo mío…
Manúo paró su relato y tomó un sorbo del caldo buscando algo de calor, ya que seguía temblando. El frío que había pasado en el porche esperando para hablar con el viejo cascarrabias le había penetrado hasta los huesos, y, por mucho que se había acercado a la lumbre que había avivado el anciano, no conseguía entrar en calor.
-Sigue -le ordenó Nadie-. Algo le decía que iba a llegar a la parte más interesante.
-Una de las mujeres que iba en el carro, la loca esa que se pasa el día cogiendo conchas, ¿sabes? -le preguntó, sin recibir respuesta-. Pues la loca esa se acercó a mi hijo, y, susurrándole al oído, le dijo: “Dile a tu padre que avise al viejo o los destruirán todos”.
El anciano se removió incómodo en su butaca, pero siguió en silencio, mirando atentamente al joven.
-El niño vino a casa ese día y se lo dijo a su madre, que por la noche empezó a contármelo, pero yo estaba tan cansando de todo el día de pesca… que, por cierto, no conseguí pescar nada, ya podrías decirme cómo lo hace usted… -se calló para esperar la respuesta del viejo, pero viendo que los ojos de éste se encendían y apretaba los labios sin decir una palabra, decidió seguir con la historia, encogiéndose de hombros.
-Como le decía… El niño le dijo a su madre que una señora muy rara le había dicho que le dijese a usted que destruirían no sé qué. Yo pensé: ¿Para qué voy a molestar al viejo con estas tonterías? Y decidimos, entre mi mujer y yo, que lo mejor era no decirle nada.
-Claro, claro… -dijo Nadie, arrugando el entrecejo mientras agarraba fuertemente los brazos de su butaca, y apretaba, aún más si cabe, los labios.
-Así que, a los pocos días, el niño volvió de la escuela hecho un mar de lágrimas. Resulta que las mujeres habían vuelto a por más libros, porque ya habían destruido los primeros que sacaron.
-¿Destruido? -el anciano saltó de la butaca como un resorte, abalanzándose sobre el otro, al que pilló completamente desprevenido, por lo que reaccionó instintivamente echándose hacia atrás sobre la silla y cayó de espaldas.
-¿Cómo que destruidos? -bramó, agarrándole del cuello de la camisa con las dos manos y levantándole como si fuese un pajarillo asustado.
Manúo palideció de repente, y comenzó a temblar de los pies a la cabeza.
-Bueno… que… los libros…
-¿Los libros? ¿Qué han hecho con los libros? ¡Habla!
-¿No ha visto la gran fogata que lleva ardiendo varios días en la playa? -consiguió decir, aunque en voz tan baja que el viejo tuvo que repetirle la pregunta, pero esta vez lo llevó contra la pared, agarrándole del pescuezo para evitar que se escapase, apretando fuertemente, ya que veía en los ojos del joven el pánico que estaba empezando a sentir en ese momento, y temía que huyese. Algo que no iba a permitir sin antes contarle todo lo que sabía. Manúo intentaba articular alguna palabra, pero la fuerza con la que el pescador le apretaba se lo impedía.
-Están quemando… libros… biblioteca… -dijo, al fin, cuando la mano del anciano aflojó un poco su cuello y permitió que pudiese hablar.
Nadie le soltó, y Manúo empezó a resbalar por la pared hasta dejarse caer en el suelo de la cabaña, agarrándose el cuello mientras se recuperaba del susto y el aire volvía, poco a poco, a llenar sus pulmones.
-¿Habéis dejado que esa panda de desgraciadas y metomentodos os quitasen los libros? ¿Cómo lo habéis permitido? Y, sobre todo… -se acercó lentamente hacia el joven que seguía en el suelo respirando con dificultad-. ¿Por qué fuisteis tan estúpidos, tu mujer y tú, y no vinisteis cuando la chica de las conchas os avisó?
-Pensamos que era una chiquillada del niño, y creímos…
-Creímos… Pensamos… -el tono burlón de las preguntas, unido a una gran sonrisa cruel, erizó la piel de Manúo-. ¿Qué vas a pensar tú? ¿O la idiota de tu mujer? ¿O cualquiera de este pueblo apestoso e ignorante que no sabe ni quiere saber? Pensar dice… -el viejo hablaba sin mirar a Manúo, ignorando por completo su presencia-. Pensar lo hace quien tiene cerebro, quien tiene corazón, quien tiene alma. Se creen que todo lo dominan, que pueden hacer y deshacer a su antojo, sin dar explicaciones a nadie. Ellas dictan las normas, ellas juzgan, ellas sentencian. No saben nada, y creen saberlo todo -hizo una pausa-. ¡Malditos seáis, vosotros y vuestra arrogancia!
Cogió su raída bolsa e introdujo en ella varios objetos que el joven no supo distinguir, y, sin olvidar su bastón, salió de la cabaña, asustando al búho del roble. Manúo seguía en el suelo, todavía conmocionado por la reacción del viejo, pero hasta que le vio alejarse y se cercioró que no iba a volver, no movió un músculo.
-Está loco. Siempre le he dicho a la parienta que era un viejo chiflado. No sé ni para qué he venido… Porque se ha puesto muy pesado el puñetero niño, que si no… -en ese momento, al tratar de incorporarse, oyó un ligero ruido fuera, y comenzó a temblar como un niño pequeño en plena pesadilla.