¿Leyenda o realidad? Caminos que nos llevan por las entrañas mágicas de Cáceres
I
Estoy sentada en las escaleras de la Plaza de San Jorge. Leo uno de los libros que mi abuelo me ha dejado en herencia. La brisa trae el relincho lejano de un caballo. El tamborileo de sus cascos resuena en las paredes de la Cuesta de la Compañía. Rodeada de hermosas casas palaciegas, calles empedradas e imponentes iglesias medievales, mi imaginación vuela y siente los lamentos de la princesa mora a la que su padre, como castigo por amar a un capitán cristiano, ha encerrado en la más alta de la más alta torre.
Llegan voces. La princesa se ha esfumado y, en su lugar, está la cacofonía estridente de los vencejos que sobrevuelan la plaza y hace que me resulte imposible entender nada, aunque parece la voz de un niño gritando, una y otra vez, la misma palabra; quizás un nombre. La desesperación con la que lo hace me pone la piel de gallina.
La insistencia y el miedo que noto en la voz del niño me empujan hacia la cuesta. Quizás necesite ayuda. Veo los inmensos escalones como una impresionante montaña por la que debo ascender. Los vencejos siguen sobre mí en su vuelo infinito, pero su estruendo es más débil ahora, por lo que escucho claramente los gritos del niño resonando en la cuesta.
No hay nadie.
Subo los escalones con pasos lentos e inseguros en dirección a la Plaza de San Mateo. Me encuentro en la encrucijada que me lleva hacia la Casa del Sol, y la piel vuelve a erizarse. No hay nada por lo que me deba sentir incómoda: una pareja se cruza conmigo disfrutando del paseo agarrada de la mano; dos ancianos sentados en los poyetes con las manos asiendo sus garrotes, escrutando concienzudamente quién entra y sale de la iglesia.
Un guía, con su interminable verborrea, cuenta -por enésima vez-, que ahí, en esa pequeña plaza, justo en la fachada de la Casa del Sol, es donde se ha rodado una de las escenas de la nueva serie de moda. Seguro que los visitantes prefieren saber eso a la leyenda que atribuye a la reina Isabel la Católica el nombre de los señores de la casa. La que cuenta que partió hacia Tordesillas para conseguir que las Cortes de Castilla le otorgasen más dinero, y así poder reconstruir el campamento que tenía establecido en Granada, destruido por un incendio. Al pasar por la villa de Cáceres se dio cuenta de que con el séquito que la acompañaba tardaría mucho en llegar. Mandó buscar a un aguerrido caballero cacereño. Le propuso ir y venir a Tordesillas en el mismo día, haciéndole la siguiente promesa: “Si con el sol is, y con el sol volvéis, noble seréis”. El caballero logró la hazaña de recorrer el camino en un solo día y la reina, fiel a su palabra, le otorgó el apellido Solís. Esa leyenda es la que mi abuelo me contaba cada vez que paseábamos cerca de la Casa del Sol, y que parece ser que a este guía no le resulta tan emocionante como decir que tal actor ha subido a caballo por la cuesta, o una actriz muy conocida ha almorzando en el restaurante de la Torre de Sande.
No quiero entrar en esa calle. Me doy media vuelta, con intención de dirigirme a San Jorge, cuando noto que algo ha pasado a mi lado rozándome el cabello y, en ese momento, escucho nítidamente el relincho de un caballo. Acentuada mi curiosidad, me acerco a uno de los rincones de la parte trasera de la iglesia de San Mateo y permanezco inmóvil. La Parte Antigua está en silencio. No hay conversaciones viscerales, no hay cláxones sonando constantemente. Nada, salvo el trino de cientos de vencejos y golondrinas que sobrevuelan el cielo con su espectacular e interminable baile, y una majestuosa cigüeña que se posa en la parte más alta de la Casa del Sol. Creo que intuye que algo está sucediendo y, como ave protectora que es, decide comprobarlo ella misma.
Suena la aldaba golpeando violentamente la puerta…, pero no veo a nadie que la empuje. Escucho como se abaten las puertas…, pero no se abren. El desconcierto se va apoderando de mí. Unos turistas hacen fotos, comentando entre ellos alguna nota histórica que han leído en los folletos que el hotel les ha repartido. Admiran su fachada. Nada me indica que hayan escuchado los gritos del muchacho, ni el tamborileo de los cascos, ni las voces encolerizadas de dos hombres preguntando por alguien, ni cómo otra voz, desganada y molesta -esta vez de mujer-, niega que alguien se haya ocultado allí. Los turistas se alejan en dirección al Callejón de la Monja, charlando alegremente. Me gustaría preguntarles si ellos también han oído algo fuera de lugar. Lo habré imaginado. Siguen caminando con cuidado, pendientes de sus pisadas, no vaya a ser que el empedrado del callejón les haga caer…
A escasos centímetros, noto una respiración entrecortada, agitada. Un escalofrío recorre mi cuerpo.
-Por favor, no me delates.
Me giro inmediatamente hacia donde creo que ha salido la voz. No hay nadie. Antes de que pueda reaccionar, la voz de otro muchacho le contesta enfadado.
-Deja de hacer el imbécil. Verás la paliza que te da padre en cuanto te vea.
El inconfundible canto de los vencejos vuelve a inundar la calle. Vuelan muy bajo, quizá demasiado, y se mezcla con el sonido atronador de los cascos de los caballos golpeando el empedrado de la calle. Me repito que en la puerta de la Casa del Sol no hay dos jinetes preguntando por un muchacho, ni he oído a nadie a mi lado hablar sobre… ¡sobre nada! Me dirijo, de nuevo, a San Jorge.
Otro grupo de turistas abarrotan el camino hacia el Arco de la Estrella dirigidos por una chica con camiseta y paraguas rosa. Es su guía. Los conduce a la concatedral de Santa María, hablando por un micrófono sobre las maravillas que alberga. Los voy esquivando como puedo, intentando no golpearme con las papeleras incrustadas en las paredes de los palacios. Escondidas entre sus piedras, pasan desapercibidas para los viandantes, algo que en ese momento desearía hacer yo. Siento que decenas de ojos me están mirando y que saben que acabo de oír gritos, relinchos de caballos, golpes…
Me tropiezo con uno de los poyetes que señalan, a los más despistados, dónde comienzan las escaleras del Arco de la Estrella. Una pareja de turistas extranjeros -seguramente del grupo anterior- se acerca a mí con gesto de preocupación. Consigo dibujar una ligera sonrisa en mi rostro y les hago una señal con la mano indicando que estoy bien. Al llegar al final de las escaleras miro a mi alrededor. Más turistas pasean o toman algo en alguna de las múltiples terrazas que la abarrotan. Ajenos a lo que me acaba de pasar, sonríen a sus cámaras para inmortalizar su viaje a Cáceres: la Torre de Bujaco, a la Ermita de la Paz, la muralla. A esta hermosa ciudad medieval, llena de palacios, casas solariegas y…
Vienen a mí incesantemente los gritos de aquel chiquillo, el repiqueteo de los cascos, los golpes de la aldaba, la voz de la mujer repitiendo, una y otra vez, que allí no hay nadie. Siento la respiración acelerada de los dos muchachos y el hartazgo expresado por uno de ellos.
Sentarse en cualquier rincón de la Parte Antigua e imaginar cómo sería la vida por las calles abarrotadas de campesinos procurando vender sus productos, de golfos intentando robarlos, de caballeros en busca de gloria y de damas de vida desatada, de misioneros decididos a salvaguardar las almas descarriadas, es una cosa, y creer escuchar las voces de esos mismos personajes, otra muy distinta.
Esta vez mi imaginación me está jugando una mala pasada, pero, con muchas dudas sobre lo que he creído escuchar, no me dejo arrastrar por ella y regreso a los pies del Arco de la Estrella, para retornar a San Jorge.
II
Me cruzo con un niño y su padre, que miran fijamente hacia el cielo. Una cigüeña pasa sobre ellos y miles de vencejos aparecen mostrando sus mejores acrobacias. Creo que son los pájaros más presumidos que hay, y les encanta que los observen. Me parece ver también golondrinas comunes y aviones, aunque siempre me ha costado distinguir unos de otros.
“Papá, ¿por qué hay tantos pájaros?” Al escuchar al niño, me veo junto a mi abuelo, sentados en esas mismas escaleras mirando hacia un cielo completamente despejado, intentando enseñarme, una a una, las distintas especies y haciéndole la misma pregunta: “¿Abuelo, por qué hay tantos pájaros?”.
Decía que Cáceres era un lugar mágico para ellos, y que por eso siempre habría pájaros sobrevolando la ciudad. No hay tráfico que los asuste; se pueden oír perfectamente sus trinos. Es un lugar excepcional para los amantes de las aves. “Hay tantos pájaros como piedras, mi niña. Saben que aquí pueden descansar y reponerse para continuar su largo viaje. En la Parte Antigua nadie les molesta, ni retira sus nidos. Tienen comida de sobra, y algunas cigüeñas se sienten tan a gusto y libres que han decidido que éste sea su hogar para siempre. El día que dejes de oír sus trinos en la ciudad…”.
Nunca entendí lo que quiso decir. Hasta hoy.
Nada más llegar a la Plaza de Santa María, escucho a una cigüeña. Me tomo su crotoreo -parecido al sonido que hace el mortero- como un saludo y me tranquilizo. La Parte Antigua vuelve a recibirme, acogedora. De repente, una ligera brisa me devuelve el sonido del repiqueteo de los cascos de los caballos y sus relinchos. Los vencejos se alejan y todo se sume en un denso silencio. Convencida de que son ilusiones mías, me dirijo hacia la Cuesta de la Compañía y, de allí, a la Casa del Sol.
Al llegar, escucho el inconfundible sonido de un martillo golpeando un cincel contra una piedra. Su ritmo constante y acompasado viene acompañado de una melodía canturreada por una voz masculina, grave y profunda, pero al acercarme a la puerta del palacio, no hay nadie. Desconcertada, busco el lugar de procedencia del cántico, mirando con detalle cada ventana y cada puerta; cada esquina, cada rincón, pero no hay nadie. Los versos siguen resonando cada vez más claros. Agacho la cabeza para concentrarme en la melodía e intentar entender la letra. La cadencia en las palabras me recuerda a los cantares que, en las calurosas noches de verano, los juglares modernos que recorren la Parte Antigua recitan para los turistas: leyendas de dragones y valerosos caballeros; historias de cementerios saqueados y convertidos sus huesos en parte del adoquinado de la ciudad; el fantasma de una hermosa mora que se aparece junto a un pozo…
La voz triste y desgarrada del hombre que recita estos versos me llega al alma y, poco a poco, consigo entender sus palabras. Su voz me produce una terrible sensación de vacío. Estoy tan desconcertada… El silencio, ese silencio del que mi abuelo me previno, envuelve la Parte Antigua.
La voz de aquel hombre se eleva sobre las notas rasgadas procedentes de una guitarra algo desvencijada; un joven sentado en uno de los grandes escalones de la cuesta intenta que los viandantes dejen de admirar las piedras y se paren a escuchar su música, pero ninguno se detiene. Nadie parece oír ese cántico, estos tristes versos. La vida en la Parte Antigua sigue, pero para mí ha enmudecido. No sé qué está pasando, ni por qué nadie más parece oír lo que yo oigo… Y la voz se alza más aún.
Cierro los ojos y, después de un prolongado suspiro, los abro contemplando la fachada de la Casa del Sol con la esperanza de encontrar frente a ella al hombre recitando esos melancólicos versos. Vana esperanza la mía. La Casa del Sol me mira, sonriente. Su fachada siempre me ha recordado a una cara: los ojos, las ventanas de arco; la nariz, el matacán semicircular; la boca, la ventana central cuadrada.
Acompañando a esa voz, unos golpes de mazo, constantes y rítmicos, dan fuerza a la historia que ese hombre, esté donde esté, ha comenzado a entonar: un largo viaje desde Salamanca, en compañía de sus dos hijos, dejando atrás a su esposa enferma. Sabe que, probablemente, cuando regrese no la hallará con vida, pero debe dejarla; debe completar el encargo que don Francisco le ha realizado: el escudo de la fachada de la Casa de los Solís.
Miro hacia arriba, muy despacio. Allí está: un sol con cara humana, sonriente, con dieciséis rayos, ocho de ellos alternativamente mordidos por cabezas dragantes (de serpiente), coronado por un yelmo. Bruscamente, se produce un cambio de ritmo, los golpes en la piedra ahora son más duros, más fuertes, más rápidos. Noto en ellos que ha pasado de la tristeza al enfado.
Sigo buscando el lugar donde se encuentra, pero no hay rastro de él, sólo veo a los turistas paseando junto a mí, ajenos totalmente a lo que estoy percibiendo. Descarto de mi cabeza ideas absurdas.
III
Camino despacio hacia una de las esquinas traseras de la iglesia de San Mateo -donde me ‘encontré’ con los dos muchachos- y, sin parar, llego al Callejón de la Monja. Siempre ha sido un lugar sombrío, donde, en invierno, las frías ráfagas de viento lo transforman en un lugar desapacible y poco transitado, aunque en verano se convierte en un refugio fresco contra el calor asfixiante.
Al pasar por las grandes piedras en las que se apoya el Museo del Mono, vuelvo a escuchar el sonido del martillo contra el cincel. Intento encontrar algún lugar desde donde estén trabajando la piedra sin que yo pueda verles, pero el callejón es muy estrecho y no se ve a nadie. Empiezo a inquietarme. Estoy escuchando sonidos de caballos, de personas hablando, de gente trabajando… Escucho, pero no veo. Quiero salir del callejón pero, cuando comienzo a andar, un fuerte golpe, me frena. Parece, de nuevo, el sonido del martillo contra un cincel y noto motas de polvo que, traídas por el viento, rozan mi rostro. Ni cánticos, ni versos, ni lamentos, ni suspiros: sólo el incesante y laborioso trabajo sobre la piedra. Permanezco inmóvil. ¿Qué diablos estoy haciendo? ¿Por qué no me voy? Por algún motivo, totalmente desconocido para mí, no consigo salir del callejón.
Una fría ráfaga de viento arrastra el sonido de unos pasos acercándose. Es verano y el aire debería estar caliente. Aunque eso no es lo más desconcertante, el sigilo con el que se mueve me alerta, erizándome el vello.
-¿De dónde vienes? -la voz suena seca, distante.
-De… De… De recoger unos en… encargos que me ha mandado la se… señora -es una voz juvenil, temblorosa.
-Ponte a trabajar y deja de holgazanear. Así no acabaremos nunca. Hay que traer más piedras de la cantera. Vete con Juan y no tardes -el tono de voz no admite réplica.
Vuelve el sonido del martillo contra el cincel. Una musiquilla que acuna, que adormece. Nada la interrumpe, ni siquiera los vencejos se atreven a volver a pasar por aquí. Mi deseo de huir es cada vez más grande, pero vuelven las voces: esta vez parecen dos chiquillos discutiendo.
-Ve y díselo a padre.
-No voy a decirle nada.
-Si no se lo dices tú, lo haré yo.
-No vas a decirle nada porque no hay nada que decir.
-¿Cómo qué no? Llevas varias noches llegando al alba, lleno de arañazos y apestando a vino -indignado, va alzando la voz poco a poco. Instintivamente, doy un paso atrás.
-¿Y? No estoy desatendiendo mis quehaceres y obligaciones, así que padre no tiene nada que saber.
El viento me trae en susurros las palabras de los dos hermanos. Permanezco lo más inmóvil que puedo, aunque no quiero seguir escuchando más.
Debes quedarte… Tienes que ayudarme…
He dejado de respirar, escucho los latidos desbocados de mi corazón. Los músculos me duelen terriblemente. La voz se ha dirigido directamente a mí.
Eres la única que ha acudido a mi llamada.
Múltiples pensamientos se agolpan en mi cabeza sin que ninguno de ellos tengan sentido. Vuelvo a oír las voces que, aunque lejanas, sin duda son las mismas, y se están acercando. Sólo deseo salir de allí, pero no puedo.
Escúchalos.
Otra ráfaga de aire heladora cruza el callejón. Me siento dentro de una de esas leyendas que mi abuelo me relataba; invenciones para satisfacer la insaciable curiosidad de una niña que no le bastaba con saberlas, sino que soñaba con vivirlas. Nunca se cansaba de contarlas, una y otra vez, cambiando el nombre de los personajes, o los lugares. Puede que lo que estoy viviendo forme parte de una de esas leyendas y todo sea irreal, y, cuando despierte, estaré sentada en las escaleras de San Jorge, leyendo la historia de un padre y sus dos hijos, almas desgarradas que han sufrido una devastadora tragedia. Me resigno a lo que tenga que pasar. Mi respiración se vuelve más acompasada, y, abandonando la idea de huir, me dejo caer al suelo. Escucharé.
-Padre… ¿Ha notado algo en Rodrigo?
-¿En Rodrigo? ¿Qué tendría que notar?
-Le he observado y está más despistado de lo habitual. Se olvida de traer las herramientas, tarda más de la cuenta cuando le manda algún recado y no digamos si debe ir a la cantera. A veces vuelve y no trae ni una sola piedra -no percibo en su voz reproches, diría más bien que intenta advertir a su padre, pero no se atreve a ser sincero.
-No seas insidioso. Rodrigo es algo despistado, pero es muy trabajador. Deja de hablar mal de tu hermano y preocúpate por hacer bien tu trabajo. Cuanto antes acabemos, antes regresaremos con tu madre. Vamos.
En las palabras del muchacho advierto la preocupación por su hermano. No quiere insistir. Su padre está demasiado concentrado en tratar de terminar el encargo para volver cuanto antes al lado de su esposa, y la preocupación por su estado de salud se le nota en la voz. Al hablar de ella, se quiebra.
Pasan varios minutos sin que oiga nada. Tengo las piernas agarrotadas por la tensión, y no consigo sosegarme. La voz de uno de los chicos vuelve a recorrer el callejón. Camina por él, subiendo y bajando con paso rápido.
-¿Dónde estará? ¿Dónde se habrá metido ese desgraciado? Como se entere padre lo va a matar.
Las voces y los ruidos se suceden intermitentemente, mostrándome las secuencias como si de una película antigua fuera. Intento concentrarme en los sonidos: puertas abriéndose y cerrándose; la llegada de los ayudantes con sus herramientas para comenzar a trabajar; una mujer tirando agua a la entrada de la casa; la cocinera trastabillando con los cacharros, incluso creo oír cómo cruje el pescuezo de una gallina vieja al ser retorcido.
Un cuervo se posa en el matacán de la casa. Al verle, no puedo evitar volver a pensar en mi abuelo. Sonreiría y me diría que la gente es muy estúpida por querer estar lejos de ellos. Llevo mucho tiempo sin oír nada. Creo que las voces han decidido abandonarme, pero, de repente, los gritos de uno de los muchachos me hacen dar un respingo.
-¡Ayúdame, Alfonso! ¡Ayúdame!
Es Rodrigo, llamando desesperadamente a su hermano.
-No, no se han ido -suspiro contrariada. He pasado de la curiosidad al miedo y, ahora, al hastío. Estoy cansada, terriblemente agotada, y no consigo ver el fin de todo esto.
Síguele.
-¡¿Es un juego?! -grito, no sé muy bien a quién ni hacia dónde-, porque estoy empezando a hartarme.
Síguele, por favor.
Me suplica. El vello vuelve a erizarse, pero la angustia en su voz, y, en parte, el querer saber qué diablos está sucediendo, hacen que me incorpore. Le seguiré.
-¡Alfonso!
La voz desgarrada recorre la Cuesta de la Compañía y entra en el Callejón de Don Álvaro llamando a su hermano. Una ráfaga de aire lo cruza. No es algo inusual en el callejón, pero esta vez consigue ponerme muy nerviosa. Me quedo apoyada en el muro, atenta. Mi mano roza un pedazo de los huesos que están semienterrados en el muro y la retiro rápidamente con una muesca de asco.
Las voces vuelven a reunirse.
-¿Dónde estabas? Llevo toda la noche buscándote. Padre ya casi ha terminado el escudo y nos volveremos a casa en dos días.
-¡Debemos irnos ya! -la premura en sus palabras me alerta.
-No podemos. Aún no está terminado y, además, el señor no nos ha pagado el jornal. Padre no se irá hasta que lo haga por muchas ganas que tenga, ya lo sabes.
-Pues volvéis a por él en unos días, pero debo alejarme de la villa ahora mismo.
-¿Cómo que “volvéis”? ¿Y dónde vas a estar tú? ¿Qué está pasando, Rodrigo? -Alfonso alza la voz, pero inmediatamente escucho a su hermano que le chista para que se calle.
-Yo debo esconderme. He… He hecho algo que… -realiza una pausa muy larga.
-¡¿Qué has hecho?!
-Calla, por favor. Padre no puede oírnos -habla en voz tan baja que debo concentrarme para saber qué dice.
-O me cuentas qué has hecho o voy ahora mismo a padre.
IV
Se acelera la respiración de uno de los chicos, duda, pero, finalmente, comienza a hablar en susurros. Las ráfagas de aire se suceden e impiden que sus palabras lleguen nítidas a mí.
-Hace unas noches me invitaron… buen vino… partidas de naipes…. en la taberna alternando con unos y con otros, jugando y bebiendo… monedas que padre me había dado para pagar al dueño de la cantera… me lo jugué… Dinero, ramera… Y, eso, pues…
-¡¿Le robaste a padre?! -vuelve a alzar la voz, para mi consuelo.
-No, no… Bueno, no era mi intención. Yo estaba ganando. Sabes que soy muy bueno haciendo trampas y uno de ellos me dijo que si no era un cobarde que lo apostase todo, y yo…
-Lo perdiste. Fuiste un imbécil creyendo que eras más listo que esos hombres -esas palabras suenan en movimiento, como si se dirigiera a fuera del callejón.
Un grajo se ha posado en el muro y su graznido me ha erizado la piel. El viento ha cesado.
-Al día siguiente no recordaba nada de lo que había pasado. Me vestí y regresé a la posada, pero unos días después, cuando estaba en la taberna, varios hombres se acercaron a mí reclamando una deuda de juego.
-¿No decías que habías ganado? -cualquiera hubiera notado el sarcasmo en su voz.
-Hermano, sólo recuerdo haber ganado a la puta.
-¿Y qué pretendes…, que huyamos con lo puesto? ¿Que padre renuncie a cobrar por su trabajo…? ¿Y de qué comemos…? ¿Qué le diremos a madre cuando lleguemos con las manos vacías y sepa que su hijo es buscado por unos desalmados…? -durante unos segundos, esas preguntas se quedan flotando en el aire, sin respuesta.
La voz grave y seria del maestro cantero a mi espalda hace que dé un brinco y mire hacia allí, como si fuera a ver algo…
-Me has robado -la decepción es patente en la voz del hombre-. Te has jugado el dinero de nuestro trabajo… ¿y pretendes que nos vayamos huyendo como ratas?
-Padre… Yo… -titubea.
-Esto destrozará a tu madre y por eso no te delataré, pero no vamos a huir sin terminar la faena, y sin cobrar el trabajo. Alfonso, esta noche vente conmigo -tan tajantes suenan sus palabras que incluso yo me doy media vuelta yendo hacia la salida. Retrocedo al darme cuenta de la estupidez que estoy haciendo. Si no lo estoy ya, acabaré por volverme loca.
Los pasos seguros y firmes del maestro cantero se oyen como mazazos por el empedrado; los otros son lentos, arrastrando los pies al caminar.
-¿Qué piensa hacer padre?
-No lo sé, pero haga lo que haga te lo tendrás bien merecido -intenta sonar indiferente. En su timbre de voz no puede disimular la preocupación por su hermano y el miedo por la respuesta del padre.
¿Permanezco en el Callejón de Don Álvaro? ¿Regreso a la Casa del Sol o me voy y dejo atrás todo este sinsentido? En ese momento, una chiquilla de piel muy blanca se acerca a mí y me pregunta algo en un idioma que no entiendo, y, como puedo, le hago saber que no la entiendo. Mira al señor que la lleva de la mano. Éste, sonriendo, se dirige a mí en un perfecto español.
-Quiere saber dónde están los caballos.
-¿Caballos? -mi rostro debe haberse vuelto mortecino porque el guiri me mira asustado.
-¿Se encuentra bien?
-Sí, sí -consigo reaccionar-. ¿Qué caballos?
-Mi hija dice que ha oído caballos en esta calle y hemos venido a verlos pensando que sería algún espectáculo medieval.
-Pues… No, no hay caballos por aquí… O eso creo.
La chiquilla parece entenderme y, decepcionada, se suelta de la mano de su padre, dirigiéndose a la entrada del callejón. ¿Ha escuchado a los caballos, a los muchachos? Me encantaría hablar con ella, pero si lo hago debe ser a través de su padre y no estoy muy segura de si entenderían la conversación.
Salimos del callejón. El hombre haciéndome un montón de preguntas: qué otros lugares hay de interés, dónde pueden almorzar, dónde se pueden sacar las mejores fotos… Estar con ellos hace que vuelva a la realidad, y les hablo de varios sitios que pueden visitar mientras paseamos por la plaza de San Mateo: el Museo de Cáceres, con su impresionante aljibe; la estela con un ‘astronauta’ encontrado en el Casar de Cáceres… y, sin darme cuenta, encamino de nuevo mis pasos hacia la Casa del Sol. La conversación es muy agradable. Me hacen multitud de preguntas, verdaderamente interesados en la historia que recogen las piedras por las que paseamos y que consiguen hacerme olvidar lo sucedido sólo unos minutos antes. Paramos junto a la fachada y mis acompañantes se quedan maravillados al contemplarla. Recordando al guía que había hablado de series y actores, les cuento la leyenda de la procedencia del nombre. El padre traduce. El rostro de la niña se ilumina cuando va conociendo la historia. Me preguntan si pueden visitar la casa. Ahora es la morada de los Padres de la Preciosa Sangre y sede de la Fundación Gaspar de Búfalo. Pueden visitar el complejo gastronómico que los misioneros han creado en la parte de atrás de la casa. En ese momento, y viendo lo interesados que están en conocer todos los detalles, recuerdo una anécdota que me contó mi abuelo: en 1924, se abrió un túnel que conecta la Casa del Sol con la iglesia de San Mateo para que los misioneros pudieran acudir a los actos litúrgicos. Ignoro por qué decidieron hacerlo así, pero parece ser que el túnel sigue en uso. La charla se alarga unos minutos más. Por fin, se despiden de mí con una sonrisa y un gesto cariñoso. He de reconocer que el apacible rato que he permanecido junto a ellos ha hecho que me olvide del maestro cantero y de sus hijos.
Les observo alejarse relajadamente hacia la Plaza de San Mateo. De repente, escucho unos golpes fuertes en la pared de la Casa del Sol que da al Callejón de la Monja. Me giro rápidamente para ver si la niña los ha oído también, e intuyo que sí, ya que, aunque sigue caminando de la mano de sus padres, se gira dirigiendo su mirada hacia esa calle y me sonríe. Que la chiquilla también los haya oído no me produce alivio, sino todo lo contrario. Siento una respiración agitada muy cerca, y me giro instintivamente, aun intuyendo que no voy a encontrar a nadie. De nuevo, las voces se hacen presentes.
V
-¿Estás seguro padre? Me parece algo temerario… -la respiración se vuelve más rápida y la voz suena temblorosa.
-No hay otra solución. El posadero me ha dicho que todas las entradas a la villa están cerradas y revisan de arriba abajo los carruajes que salen y entran. Las autoridades están buscando a Rodrigo.
-¿Pero por qué? Tiene una deuda de juego, no creo que le busquen por eso.
-Alfonso, tu hermano ha acuchillado a un hombre -al oír esas palabras doy un paso atrás, sorprendida por la confesión. Ha dicho la frase remarcando cada una de las palabras.
-¡¿Cómo?!
-Anoche me contó el posadero que Rodrigo había tenido una trifulca con dos hombres, seguramente los mismos que le reclaman la deuda. Uno de ellos entró gritando: “¡Asesinado! ¡Le han asesinado!”. Salieron corriendo a ver qué había pasado y vieron a un muchacho postrado sobre el cuerpo sangrante de uno de ellos. Al ver que se acercaban, huyó. El posadero, borracho como una cuba, me dijo: “Yo juraría que se trata de tu hijo Rodrigo, Pedro”. Fui hasta la habitación de tu hermano y estaba tumbado en la cama, con la camisa llena de sangre. Esta mañana me dirigí al posadero para saber si recordaba algo de lo que me había dicho. Por suerte, la borrachera había resultado prodigiosa y decía no recordar nada. Pero no me fio. Antes de que le arresten, y tu madre sufra por tener a uno de sus hijos preso, lo mejor es meterle aquí -relata toda la historia sin inmutarse. No cambia el tono, no alza la voz.
-Pero, padre… ¿le parece la mejor solución? -permanecen callados unos segundos.
-No encuentro otra. ¿Dónde se va esconder sin que le descubran? Esta parte de la casa la están arreglando. Durante unos días no sospecharán que haya argamasa fresca y podremos evitar que nadie se acerque con la excusa de que se está secando. Le dejaremos agua y pan, y mañana volveremos a por él -dice estas últimas palabras alejándose del callejón. Sus pasos son firmes y rápidos. Le siguen otros lentos, llevándose las piedras sueltas del empedrado. Me quedo mirando hacia la iglesia de San Mateo como si pudiera verlos, como si pudiera ver sus caras mientras hablan de… ¡emparedar al muchacho!
He debido escuchar mal. Me resisto a creer que nadie es capaz de hacer semejante atrocidad, pero pienso en las miles de veces que el hombre ha sido mezquino y cruel sin importarle las consecuencias y por los motivos más mundanos: padres asesinando a sus hijos porque les estorbaban; abuelos abandonados en sus propias casas por quienes deberían protegerlos… La muerte de unos como solución a la vida de otros. No debo sorprenderme de que en otra época, en otro tiempo, en este mismo lugar, un padre, al que el rencor ha envenenado, decida enterrar a su hijo tras una pared.
El grajo vuelve a chillar; ese chirrido resulta espeluznante en medio de una Parte Antigua vacía de gente. Sus graznidos retumban en el callejón. El aleteo de una pareja de palomas, que acaba de posarse en la farola de la Casa del Águila, hacen que vuelva a la realidad. Todo esto me está superando. Me miro las manos: tiemblan. Ya no puedo más y decido irme.
Camino por el Callejón de la Monja, descendiendo despacio, intentando entender lo que he escuchado, cuál es el motivo de todo eso. La Parte Antigua siempre ha sido para mí un refugio, un lugar donde esconderme en los días en que me sentía desamparada; cuando algo se rompía dentro de mí y necesitaba guarecerme en los rincones más apartados; lugares silenciosos, a veces oscuros, en los que acompañada de un libro y una linterna, podía evadirme durante unas horas, internándome en historias de guerreros intrépidos, guerras fratricidas, amores imposibles…
De niña, me he perdido por sus calles, introduciéndome en los rincones más extraños, penetrando en los palacios -si estaba prohibido, era mucho más emocionante-, recorriendo sus inmensas habitaciones con grandes cuadros de señores de gesto serio, con bellas damas y sus hermosos vestidos, con armaduras que me provocaban pavor, pero no podía evitar tocar y después salir corriendo; subiendo a la Torre de Bujaco y contemplando desde su torreón la que para mí era la ciudad más bonita del mundo. Los turistas no habían tomado como propias sus calles ni sus palacios, y las únicas expresiones que se oían por esos callejones eran las que hacíamos los niños al caer y clavarnos sus cantos, llegando a casa llenos de rasguños y moratones. Una de las calles por las que más pasaba era el Callejón de la Monja. Supongo que por eso estoy aquí, y puede que por eso sea yo quien está escuchando los lamentos de tres almas rotas.
Antes de girar hacia la Cuesta de Aldana, y dejar atrás todo, escucho un leve gemido. Parece un gato, un ligero susurro acompañado de unas uñas arañando la piedra. Miro a mi alrededor. No veo ningún gato. Vuelvo a sentir la misma sensación que cuando oí por primera vez a los caballos y sé que algo va a ocurrir. Me apoyo en la gran piedra del callejón y suspiro para intentar tranquilizarme. Sean o no imaginaciones mías, esto no se va acabar hasta que me ‘cuenten’ toda la historia. Me dejo caer al suelo, otra vez, y espero. Vuelve el silencio, roto solamente por el vuelo rasante y elegante de una cigüeña que ha decidido colocar su nido muy cerca de allí. Justo cuando la cigüeña pasa por encima de mí, escucho de nuevo un gemido, esta vez más pronunciado. Unas uñas arañan la pared desesperadamente.
-Te sacaré pronto, hermano, aguanta -la angustia que transmite esa voz llega hasta la parte más remota de mi alma. Ese lugar que proteges para que nadie penetre porque sabes lo frágil que es y que, llegado el caso, puede resquebrajarse. La tristeza se apodera de mí, dejando que se haga dueña por completo de mi alma. Puede que todo sea inventado, que nada de lo que estoy escuchando sea real, pero lo que siento -el quebranto en la voz, el indescriptible dolor que me aflige al escucharle-, acaba por romperme. Varias lágrimas inundan mis ojos, y no hago nada por retirarlas. Brotan en un intento de expulsar el dolor, y, con la creencia equivocada de que me aliviarán, dejo que recorran mi rostro. Escucho unos pasos alejándose muy lentamente. Un deseo irracional de salir corriendo detrás me empuja a levantarme de un salto, pero las voces vuelven. En un primer momento no las distingo, pero la aflicción de una de ellas me hace saber inmediatamente de quién procede.
-Padre, por favor, déjeme que le saque. Seguro que no vendrán a por él. Han pasado ya dos días y cada vez le escucho más débil. Padre… -suplica amargamente.
-Tu madre nos espera.
-¡¿Le vamos a dejar aquí?! ¡Cómo puede ser tan inhumano! -me uno a su desesperación y grito:
-¡¿Cómo puede hacerle eso a su hijo?!
Dándome cuenta de que no hay nadie, me dejo caer abatida y permanezco callada a la espera de poder escuchar lo que sucede entre los dos.
-Yo sólo tengo un hijo. El otro murió en el momento que deshonró a sus padres, robando, mintiendo, asesinando. Recoge tus cosas. Regresamos a casa. Aquí tienes tu parte del jornal.
-¡Siempre tuviste la intención de dejarle ahí! -vocifera confirmando sus sospechas.
No escucho ninguna respuesta por parte de su padre.
-Antes de irnos tengo algo que hacer -la voz del joven de repente parece más calmada-. Déjeme unas horas, padre -finalmente se quiebra, y entre sollozos espera la respuesta.
-Haz lo que quieras. Yo me iré al alba. Tu madre nos espera -repite.
Las piedras del suelo están ardiendo, no me había percatado del calor que estaba sintiendo y me incorporo. No sé qué puedo hacer para calmar la angustia que me invade. Un cuervo se posa en la gran piedra en la que momentos antes había estado apoyada. Creo que es el mismo que vi en la casa.
Golpes del martillo contra el cincel vuelven a sonar. Esta vez más lentos, con menos fuerza, pero constantes. Las ráfagas de aire que recorren el callejón hacen que el polvo, que no sé de dónde procede, me azote la mejilla.
El muchacho comienza a entonar una melodía mientras cercena la piedra. Me recuerda a la que su padre recitaba cuando trabajaba en el escudo del sol, pero su canto es mucho más triste, más desgarrador. Siento el terrible impulso de decirle que puedo oírle, que deseo ayudarle a mitigar su dolor, pero, una vez más, me doy cuenta que estoy sola, y que puede que todo lo que he oído sólo esté ocurriendo en mi cabeza. Reprimo las ganas de gritar, y permanezco quieta, intentando comprender sus versos; sin embargo, el desgarro con el que los recita, y el dolor que se desprende de ellos, no necesitan interpretación.
El ruido de los golpes cesa de repente. El silencio que había inundado la Parte Antigua se aleja y, poco a poco, vuelven los vencejos a sobrevolar el cielo, las expresiones de exclamación de los turistas, las charlas rutinarias sobre el tiempo de los ancianos que pasean por sus calles, los estudiantes que corren subiendo la cuesta porque llegan tarde a su clase en la Escuela de Bellas Artes…
El cuervo se ha posado en el escudo de la fachada lateral y comienza a graznar. Parece que quiere que lo vea más de cerca. Nunca me había fijado en ese escudo. Es otro sol con cara humana, y, al igual que el de la fachada principal, tiene dieciséis rayos, con cabezas de serpientes mordiéndolos alternativamente. Al mirar el rostro del escudo, un escalofrío recorre mi cuerpo. El ceño fruncido, los labios apretados. Dolor, tristeza, amargura. Algo llama mi atención. Unas flores de pequeños pétalos blancos brotan en la parte más baja. La belleza y el sosiego que emanan esas pequeñas flores contrasta con la pesadumbre y el rencor de la expresión del escudo.
El cuervo sigue posado en el marco que lo cubre. Ya no se oyen los gemidos ni el roce de las uñas en la pared, y el silencio más absoluto me envuelve, aunque la vida siga a mi alrededor.
El cuervo alza el vuelo. Observo varias gotas de agua en la pizarra del suelo, que se secan casi al instante. Dirijo mi mirada al escudo. Noto mi mejilla húmeda, la rozo y limpio las lágrimas con la mano.
Las piedras guardan sus huesos;
su alma vive atrapada
por rencores, por reproches,
por torturas despiadadas
de quien debió protegerle,
a quien pidió le ayudara.
Un sol sonríe creyendo
que puede acallar su alma,
que nadie conoce el secreto
que guarda entre sus entrañas.
El otro muestra su rostro,
gritando en silencio su rabia,
el dolor y la amargura
de ese alma torturada.
Muchas gracias por haber escrito un relato tan sentido y hermoso.
Gracias a ti, Alberto, por leerlo.
De los mejores relatos que he leído.
Me ha hecho sentir que caminaba de verdad por el casco antiguo de Cáceres, se me ha erizado la piel igual que la protagonista ….y por supuesto va a ser una lectura que no voy a olvidar.
Muchas gracias, Ángel, por leerlo y por tu comentario.
Cuándo las piedras lloran, cuando los pájaros actúan de narradores de historias, cuando la sensibilidad de María conmueve al que nada espera, hace de un sueño o un recuerdo añoso del abuelo, la más sentida melodía que uno puede degustar en una ciudad vieja de olores mágicos.