¿Leyenda o realidad? Caminos que nos llevan por las entrañas mágicas de Cáceres
Estoy sentada en las escaleras de la Plaza de San Jorge. Leo uno de los libros que mi abuelo me ha dejado en herencia. La brisa trae el relincho lejano de un caballo. El tamborileo de sus cascos resuena en las paredes de la Cuesta de la Compañía. Rodeada de hermosas casas palaciegas, calles empedradas e imponentes iglesias medievales, mi imaginación vuela y siente los lamentos de la princesa mora a la que su padre, como castigo por amar a un capitán cristiano, ha encerrado en la más alta de la más alta torre.
Llegan voces. La princesa se ha esfumado y, en su lugar, está la cacofonía estridente de los vencejos que sobrevuelan la plaza y hace que me resulte imposible entender nada, aunque parece la voz de un niño gritando, una y otra vez, la misma palabra; quizás un nombre. La desesperación con la que lo hace me pone la piel de gallina.
La insistencia y el miedo que noto en la voz del niño me empujan hacia la cuesta. Quizás necesite ayuda. Veo los inmensos escalones como una impresionante montaña por la que debo ascender. Los vencejos siguen sobre mí en su vuelo infinito, pero su estruendo es más débil ahora, por lo que escucho claramente los gritos del niño resonando en la cuesta.
No hay nadie.
Subo los escalones con pasos lentos e inseguros en dirección a la Plaza de San Mateo. Me encuentro en la encrucijada que me lleva hacia la Casa del Sol, y la piel vuelve a erizarse. No hay nada por lo que me deba sentir incómoda: una pareja se cruza conmigo disfrutando del paseo agarrada de la mano; dos ancianos sentados en los poyetes con las manos asiendo sus garrotes, escrutando concienzudamente quién entra y sale de la iglesia.
Un guía, con su interminable verborrea, cuenta -por enésima vez-, que ahí, en esa pequeña plaza, justo en la fachada de la Casa del Sol, es donde se ha rodado una de las escenas de la nueva serie de moda. Seguro que los visitantes prefieren saber eso a la leyenda que atribuye a la reina Isabel la Católica el nombre de los señores de la casa. La que cuenta que partió hacia Tordesillas para conseguir que las Cortes de Castilla le otorgasen más dinero, y así poder reconstruir el campamento que tenía establecido en Granada, destruido por un incendio. Al pasar por la villa de Cáceres se dio cuenta de que con el séquito que la acompañaba tardaría mucho en llegar. Mandó buscar a un aguerrido caballero cacereño. Le propuso ir y venir a Tordesillas en el mismo día, haciéndole la siguiente promesa: “Si con el sol is, y con el sol volvéis, noble seréis”. El caballero logró la hazaña de recorrer el camino en un solo día y la reina, fiel a su palabra, le otorgó el apellido Solís. Esa leyenda es la que mi abuelo me contaba cada vez que paseábamos cerca de la Casa del Sol, y que parece ser que a este guía no le resulta tan emocionante como decir que tal actor ha subido a caballo por la cuesta, o una actriz muy conocida ha almorzando en el restaurante de la Torre de Sande.
No quiero entrar en esa calle. Me doy media vuelta, con intención de dirigirme a San Jorge, cuando noto que algo ha pasado a mi lado rozándome el cabello y, en ese momento, escucho nítidamente el relincho de un caballo. Acentuada mi curiosidad, me acerco a uno de los rincones de la parte trasera de la iglesia de San Mateo y permanezco inmóvil. La Parte Antigua está en silencio. No hay conversaciones viscerales, no hay cláxones sonando constantemente. Nada, salvo el trino de cientos de vencejos y golondrinas que sobrevuelan el cielo con su espectacular e interminable baile, y una majestuosa cigüeña que se posa en la parte más alta de la Casa del Sol. Creo que intuye que algo está sucediendo y, como ave protectora que es, decide comprobarlo ella misma.
Suena la aldaba golpeando violentamente la puerta…, pero no veo a nadie que la empuje. Escucho como se abaten las puertas…, pero no se abren. El desconcierto se va apoderando de mí. Unos turistas hacen fotos, comentando entre ellos alguna nota histórica que han leído en los folletos que el hotel les ha repartido. Admiran su fachada. Nada me indica que hayan escuchado los gritos del muchacho, ni el tamborileo de los cascos, ni las voces encolerizadas de dos hombres preguntando por alguien, ni cómo otra voz, desganada y molesta -esta vez de mujer-, niega que alguien se haya ocultado allí. Los turistas se alejan en dirección al Callejón de la Monja, charlando alegremente. Me gustaría preguntarles si ellos también han oído algo fuera de lugar. Lo habré imaginado. Siguen caminando con cuidado, pendientes de sus pisadas, no vaya a ser que el empedrado del callejón les haga caer…
A escasos centímetros, noto una respiración entrecortada, agitada. Un escalofrío recorre mi cuerpo.
-Por favor, no me delates.
Me giro inmediatamente hacia donde creo que ha salido la voz. No hay nadie. Antes de que pueda reaccionar, la voz de otro muchacho le contesta enfadado.
-Deja de hacer el imbécil. Verás la paliza que te da padre en cuanto te vea.
El inconfundible canto de los vencejos vuelve a inundar la calle. Vuelan muy bajo, quizá demasiado, y se mezcla con el sonido atronador de los cascos de los caballos golpeando el empedrado de la calle. Me repito que en la puerta de la Casa del Sol no hay dos jinetes preguntando por un muchacho, ni he oído a nadie a mi lado hablar sobre… ¡sobre nada! Me dirijo, de nuevo, a San Jorge.
Otro grupo de turistas abarrotan el camino hacia el Arco de la Estrella dirigidos por una chica con camiseta y paraguas rosa. Es su guía. Los conduce a la concatedral de Santa María, hablando por un micrófono sobre las maravillas que alberga. Los voy esquivando como puedo, intentando no golpearme con las papeleras incrustadas en las paredes de los palacios. Escondidas entre sus piedras, pasan desapercibidas para los viandantes, algo que en ese momento desearía hacer yo. Siento que decenas de ojos me están mirando y que saben que acabo de oír gritos, relinchos de caballos, golpes…
Me tropiezo con uno de los poyetes que señalan, a los más despistados, dónde comienzan las escaleras del Arco de la Estrella. Una pareja de turistas extranjeros -seguramente del grupo anterior- se acerca a mí con gesto de preocupación. Consigo dibujar una ligera sonrisa en mi rostro y les hago una señal con la mano indicando que estoy bien. Al llegar al final de las escaleras miro a mi alrededor. Más turistas pasean o toman algo en alguna de las múltiples terrazas que la abarrotan. Ajenos a lo que me acaba de pasar, sonríen a sus cámaras para inmortalizar su viaje a Cáceres: la Torre de Bujaco, a la Ermita de la Paz, la muralla. A esta hermosa ciudad medieval, llena de palacios, casas solariegas y…
Vienen a mí incesantemente los gritos de aquel chiquillo, el repiqueteo de los cascos, los golpes de la aldaba, la voz de la mujer repitiendo, una y otra vez, que allí no hay nadie. Siento la respiración acelerada de los dos muchachos y el hartazgo expresado por uno de ellos.
Sentarse en cualquier rincón de la Parte Antigua e imaginar cómo sería la vida por las calles abarrotadas de campesinos procurando vender sus productos, de golfos intentando robarlos, de caballeros en busca de gloria y de damas de vida desatada, de misioneros decididos a salvaguardar las almas descarriadas, es una cosa, y creer escuchar las voces de esos mismos personajes, otra muy distinta.
Esta vez mi imaginación me está jugando una mala pasada, pero, con muchas dudas sobre lo que he creído escuchar, no me dejo arrastrar por ella y regreso a los pies del Arco de la Estrella, para retornar a San Jorge.
Continuará…
Al leer esta pieza, mi mente vuela hasta la plaza y vive con emoción las cosas que transcurren allí.
Muchas gracias por haberme dado la oportunidad de disfrutar de tal hermoso relato
Muchas gracias a ti, Alberto, por leerlo. El camino continuará por esas calles a la espera de saber qué pasará.