No era su deseo, pero continuó escuchando. La leyenda se iba mostrando ante ella.
Me cruzo con un niño y su padre, que miran fijamente hacia el cielo. Una cigüeña pasa sobre ellos y miles de vencejos aparecen mostrando sus mejores acrobacias. Creo que son los pájaros más presumidos que hay, y les encanta que los observen. Me parece ver también golondrinas comunes y aviones, aunque siempre me ha costado distinguir unos de otros.
“Papá, ¿por qué hay tantos pájaros?” Al escuchar al niño, me veo junto a mi abuelo, sentados en esas mismas escaleras mirando hacia un cielo completamente despejado, intentando enseñarme, una a una, las distintas especies y haciéndole la misma pregunta: “¿Abuelo, por qué hay tantos pájaros?”.
Decía que Cáceres era un lugar mágico para ellos, y que por eso siempre habría pájaros sobrevolando la ciudad. No hay tráfico que los asuste; se pueden oír perfectamente sus trinos. Es un lugar excepcional para los amantes de las aves. “Hay tantos pájaros como piedras, mi niña. Saben que aquí pueden descansar y reponerse para continuar su largo viaje. En la Parte Antigua nadie les molesta, ni retira sus nidos. Tienen comida de sobra, y algunas cigüeñas se sienten tan a gusto y libres que han decidido que éste sea su hogar para siempre. El día que dejes de oír sus trinos en la ciudad…”.
Nunca entendí lo que quiso decir. Hasta hoy.
Nada más llegar a la Plaza de Santa María, escucho a una cigüeña. Me tomo su crotoreo -parecido al sonido que hace el mortero- como un saludo y me tranquilizo. La Parte Antigua vuelve a recibirme, acogedora. De repente, una ligera brisa me devuelve el sonido del repiqueteo de los cascos de los caballos y sus relinchos. Los vencejos se alejan y todo se sume en un denso silencio. Convencida de que son ilusiones mías, me dirijo hacia la Cuesta de la Compañía y, de allí, a la Casa del Sol.
Al llegar, escucho el inconfundible sonido de un martillo golpeando un cincel contra una piedra. Su ritmo constante y acompasado viene acompañado de una melodía canturreada por una voz masculina, grave y profunda, pero al acercarme a la puerta del palacio, no hay nadie. Desconcertada, busco el lugar de procedencia del cántico, mirando con detalle cada ventana y cada puerta; cada esquina, cada rincón, pero no hay nadie. Los versos siguen resonando cada vez más claros. Agacho la cabeza para concentrarme en la melodía e intentar entender la letra. La cadencia en las palabras me recuerda a los cantares que, en las calurosas noches de verano, los juglares modernos que recorren la Parte Antigua recitan para los turistas: leyendas de dragones y valerosos caballeros; historias de cementerios saqueados y convertidos sus huesos en parte del adoquinado de la ciudad; el fantasma de una hermosa mora que se aparece junto a un pozo…
La voz triste y desgarrada del hombre que recita estos versos me llega al alma y, poco a poco, consigo entender sus palabras. Su voz me produce una terrible sensación de vacío. Estoy tan desconcertada… El silencio, ese silencio del que mi abuelo me previno, envuelve la Parte Antigua.
La voz de aquel hombre se eleva sobre las notas rasgadas procedentes de una guitarra algo desvencijada; un joven sentado en uno de los grandes escalones de la cuesta intenta que los viandantes dejen de admirar las piedras y se paren a escuchar su música, pero ninguno se detiene. Nadie parece oír ese cántico, estos tristes versos. La vida en la Parte Antigua sigue, pero para mí ha enmudecido. No sé qué está pasando, ni por qué nadie más parece oír lo que yo oigo… Y la voz se alza más aún.
Cierro los ojos y, después de un prolongado suspiro, los abro contemplando la fachada de la Casa del Sol con la esperanza de encontrar frente a ella al hombre recitando esos melancólicos versos. Vana esperanza la mía. La Casa del Sol me mira, sonriente. Su fachada siempre me ha recordado a una cara: los ojos, las ventanas de arco; la nariz, el matacán semicircular; la boca, la ventana central cuadrada.
Acompañando a esa voz, unos golpes de mazo, constantes y rítmicos, dan fuerza a la historia que ese hombre, esté donde esté, ha comenzado a entonar: un largo viaje desde Salamanca, en compañía de sus dos hijos, dejando atrás a su esposa enferma. Sabe que, probablemente, cuando regrese no la hallará con vida, pero debe dejarla; debe completar el encargo que don Francisco le ha realizado: el escudo de la fachada de la Casa de los Solís.
Miro hacia arriba, muy despacio. Allí está: un sol con cara humana, sonriente, con dieciséis rayos, ocho de ellos alternativamente mordidos por cabezas dragantes (de serpiente), coronado por un yelmo. Bruscamente, se produce un cambio de ritmo, los golpes en la piedra ahora son más duros, más fuertes, más rápidos. Noto en ellos que ha pasado de la tristeza al enfado.
Sigo buscando el lugar donde se encuentra, pero no hay rastro de él, sólo veo a los turistas paseando junto a mí, ajenos totalmente a lo que estoy percibiendo. Descarto de mi cabeza ideas absurdas.
Continuará…
BSO: Anna Netrebko & Elīna Garanča / Offenbach: Les Contes d’Hoffmann: Barcarolle
Acabo de leer esta parte de la historia, y vaya si me conmovió. Muchas gracias, Mari, por permitirme ver el mundo a través de tus ojos.
Gracias a ti por leerlo, Alberto. Tienes, cuando lo desees, sin prisas, el tercer capítulo a tu disposición.