Puedes salir cuando quieras de mi cueva, pero entrar…
Sentada en silencio, observaba la puerta de la cueva, que permanecía entreabierta dejando asomar un tímido rayo de luz mortecina.
Durante mucho tiempo, esa puerta estuvo siempre abierta. De par en par. Y sumida en un mutismo reflexivo, por sus ojos pasaron aquellos que había dejado entrar, a quien se fue sin más, a quien tuvo que echar a patadas…
A veces, algunos entraban sin llamar, sin que nadie les invitase: echaban un vistazo, recorrían la cueva, no les interesaba lo que veían y se iban sin hacer ruido, sin molestar.
Otros se asomaban tímidamente, pero nunca se atrevieron a entrar. Como buena anfitriona, les decía: “Pasad, no tengáis miedo…”. Algunos entraban, otros seguían su camino.
Los que entraban, curioseaban, observaban y, si les gustaba, se quedaban a tomar algo, charlar, reír, llorar…, pero como la puerta siempre estaba abierta, se iban cuando ellos querían. Nunca existió ningún impedimento. Tuvieron la libertad de entrar y también la tuvieron para salir.
Otros entraban de golpe, rompiendo la puerta, llevándose por delante todo lo que veían, sin preguntar, destrozándolo todo. Los que estaban en ese momento en la cueva, se levantaban e iban recogiendo cachitos de lo que había sido un bello mobiliario, intentando arreglar lo que muchas veces ya no tenía arreglo. A veces, al pegarlos con un fuerte pegamento, recuperaban su esencia violentada; otras veces, por mucho que intentasen pegarlos, se despegaban y había que tirarlos a la basura.
Una noche, alguien entró cuando la puerta estaba abierta de par en par. Se coló, curioseó, rebuscó en los cajones, y cogió una cajita que estaba escondida en uno de los armarios. La miró, la escrutó detenidamente, la abrió y se fascinó con el tesoro que guardaba dentro. Ella le rogó que no la cogiese, que la dejase en su sitio…, y él le prometió que nunca lo haría, si eso le hacía daño.
Al amanecer de una preciosa mañana de finales de invierno, los rayos del sol inundaron la estancia. Penetraban por la ventana de la cueva invitando a salir fuera. El cielo despejado, sin nubes, con una ligera brisa que movía las cortinas y acariciaba su rostro asomado a la ventana, el calor de los rayos del sol calentando levemente sus manos… Decidió salir de la cueva. Investigar la belleza que dormitaba fuera esa mañana de invierno.
Caminaba entre los árboles, feliz, pletórica… Lo que observaba a su alrededor le fascinaba. Árboles llenándose de nuevo de vida, briznas de hierba empezando a germinar, el sonido de los pájaros le recordaban que el invierno estaba terminando y le llegaron, susurrados por la brisa, aquellos versos de Coleridge:
Ella, ella misma y sólo ella,
Brillaba a través de su cuerpo visiblemente
Se inclinó para observar una hermosa amapola que había florecido tempranamente, con sus frágiles alas rojas mecidas por el viento, pero algo llamó su atención. Se acercó despacio, con miedo.
Era la cajita. La cajita de madera que había escondido en ese rincón tan profundo de su cueva, la cual creía protegida y segura de miradas ajenas. Alguien había entrado, la había cogido, sin permiso, sin preguntas.
La había abierto, sacado su tesoro a la luz y la había despreciado dejándolo caer al suelo.
Tiempo atrás, el miedo que le daba salir a pasear fuera de la seguridad de su cueva, hubiese hecho que la cajita corriese peligro, que cualquiera que pasase por allí se la llevase o la aplastase. Pero ese miedo ya había muerto. Por lo que se agachó y cogió la cajita, la contempló unos instantes con una pena infinita y limpió la suciedad que la mancillaba…
Suavemente, sin prisa, la metió en el bolsillo, apretándola firmemente sin soltarla de su mano. Se despidió de la bella amapola madrugadora y regresó a su cueva caminando sin prisas, recreándose en toda la belleza que la envolvía y sintiendo el tacto reconfortante de la cajita entre sus dedos… Al llegar, buscó un lugar mucho más protegido y seguro, y sin miedo la colocó allí.
Pero también recordó que había quien tocaba a la puerta suavemente y esperaba a que le abriesen. Entraba tímidamente y se quedaba en un apartado oscuro, quieto, observando…
¿Qué esperaba?
¿Qué quería?
Nunca decía nada: sólo observaba. Paciente, escuchando, sin intervenir, sin opinar, sin juzgar.
A partir de entonces, se aseguraría que nunca más nadie volvería a entrar sin permiso, y se juró que quien quisiese salir de su cueva era libre de hacerlo, pero nunca más volvería a entrar.
Se levantó, cogió la llave de la puerta y se acercó a la cerradura. La introdujo dentro…
Y la cerró.