La princesa y los mendigos

Cualquier parecido con la realidad, es pura realidad

 

-¿Qué está pasando?

-No lo sé, pero parece que es algo importante. ¿No los ves muy alterados?

-Sí. Fíjate en el que está tocando la puerta. ¿Lo ves? No para de golpear, intenta curiosear por la ventana… ¡Mírale ahora! ¡Se quiere colar por atrás!

-¿Qué lleva puesto en la cara?

-Creo que se ha quitado la máscara que llevaba y se ha puesto otra. La primera parece ser que no le ha funcionado. No le dejan entrar y ha probado a cambiarla.

-Hay muchos arremolinados delante de la puerta… ¿Qué estarán esperando?

Observaron.

Apareció risueña, sonriente, se la veía feliz e ilusionada. Su rostro aparecía resplandeciente. Con una amplia sonrisa daba la bienvenida a todos. Ellos la miraban extasiados. Se la veía llena de pasión unas veces; tierna y sensible, otras. Las más, irreverente y soez; las menos, dulce y cariñosa. Eso hacía que se sintiesen tremendamente atraídos por ella, que no pudiesen dejar de pararse delante de su puerta cada vez que pasaban por allí. Algunos llegaban a primera hora de la mañana, y no se iban hasta bien entrada la noche. La esperanza de que ella les hablase, les dedicase una sonrisa o, incluso, les dejase entrar, les hacía permanecer horas y horas junto a su puerta. Olvidando por completo su propia vida.

-¿Por qué lo harán?

-Creo que no se sienten contentos con lo que les espera a cada uno en su cueva. ¿Ves a aquél que se ha sentado en el porche? Llega al amanecer, se acerca a su ventana, y, aun sin saber si ella estará dentro, le dedica una sonrisa. No dice nada. Se queda allí, esperando a que salga. Si tiene suerte y algún día ella le mira, ya se siente bien, pleno, satisfecho, y regresa a su cueva, donde no le espera nadie, y donde no es capaz de estar sin sentirse atrapado por la soledad y se siente solo, vacío. Por lo que al día siguiente vuelve a su puerta a la espera de que ella se sienta generosa y le diga algo. No pide más, sabe que no obtendrá más de ella, pero su vida es tan pobre y está tan vacía que ese simple gesto le llena.

Le miraron. Había decidido irse y se encaminaba ya hacia su cueva cuando ella apareció de nuevo y volvió corriendo en busca de su sitio, con la esperanza de que nadie se lo hubiese arrebatado.

-¿Has visto? Desea que ella le hable, le mire, le escuche, y dejará absolutamente todo si ella lo hace. Y como él, la mayoría de los que están allí. Fíjate bien.

Observaron con detenimiento. Se miraban entre ellos con desconfianza, aunque intentaban que sus gestos recelosos hacia los demás no fuesen demasiado evidentes. En ocasiones, alguno, presa de la impaciencia o del despecho, le gritaba con rabia. Eso hacía que ella se pusiera en guardia, y se recogiese en su cueva. Se iba altiva, con el rictus serio, aparentando que esas situaciones la incomodaban, pero los dos seres, desde la distancia, sabían que no era así. Disfrutaba de esas situaciones. Se asomaba después a la ventana para ver sin ser vista, para oír sin ser escuchada. Les decía que no necesitaba de sus atenciones, pero cuando entraba en su cueva, se sentía igual que ellos. Vacía, sola, insegura. Por lo que volvía a asomarse a la puerta con la esperanza de que no se hubiesen ido.

Una mañana, los dos seres observaron, con asombro, cómo salió por la puerta de atrás con otra apariencia. Se mezcló entre todos los que estaban fuera de su cueva. Ninguno la reconocía, salvo cuando ella, en su deseo irrefrenable de ser reconocida, se acercaba lentamente, y les decía al oído quién era. Ellos, por su parte, se mostraban orgullosos de ser los elegidos para compartir ese secreto, y le correspondían dándole la certeza de que nunca rebelarían su verdadera identidad, y así ella podría sentirse más tranquila. Pero ¿cómo podía ser ella misma si se ocultaba tras otra máscara?

Los dos seres la seguían observando.

En medio de esa vorágine, uno de ellos consiguió entrar en la cueva y cerrar la puerta a su paso. Los demás se quedaron fuera, expectantes. Ella se asomaba a la ventana, de vez en cuando, y les dedicaba una amplia sonrisa, unas frases de consuelo. ¡No se había olvidado de ellos!

Mientras, dentro de esa cueva, una historia, algo oscura y llena de engaños, se iba fraguando.

Al entrar en su cueva, él descubría a diario pequeños rincones donde ella escondía sus diferentes máscaras, sus disfraces, sus medias verdades. Se justificaba ante él, sin atreverse nunca a decirle la verdad.

Los dos seres, observaban cómo, día tras día, él, a su vez, le enseñaba páginas llenas de frases con las que le mostraba cómo era su corazón; cómo su dura, salvaje y desdichada vida le había hecho ser cómo era; cómo había llegado a ser un alma incomprendida, llena de fallos y dudas, llena de angustias y desvelos; cómo sólo la música era capaz de aplacar esa rabia, esas frustraciones, esos deseos insatisfechos.

-¿Has visto?

-Sí -sonrió-. Se siente diferente al resto. Piensa que así, enseñándole cuánto ha sufrido, diciéndole que su vida está sumida en un mar de desdichas, que la vida le ha tratado injustamente y que sólo ella ha conseguido entenderle, le amará.

-Pero ella, por sus miedos e inseguridades, no se atreve a mostrarse ante él como es. Si ella se oculta tras varias máscaras y él se esconde tras esas hermosas, pero vacías, palabras. ¿Cómo van a llegar a amarse? ¡Es todo una farsa!

-Observa -le indicó, señalando hacia la salida trasera de la cueva.

Sentados uno junto al otro, él no dejaba de llorar. Ella le miraba dulcemente, con lástima. Sin pensárselo dos veces, le acarició la mejilla, limpiándole las lágrimas que recorrían su poblada barba. Apoyó suavemente la cabeza en su hombro, dejándose consolar.

Los dos seres observaron cómo en la entrada principal de la cueva, el gentío empezaba a disolverse. El silencio se hizo notar. Ella se acercó a la ventana y observó con preocupación que ya no había tanta gente arremolinada en la puerta; ya no se escondían a mirar por las ventanas, ni les preocupaba en exceso si ella salía o no; ya no había gritos ni empujones por ser el primero en hablar con ella. Un sentimiento de abandono se fue haciendo un hueco en su interior.

Se dirigió a él y le susurró unas palabras al oído. Él la correspondió con una de sus miradas que él siempre había disfrazado de profundidad, impotencia, dolor, sufrimiento, pero que no decía nada. Si alguien se fijaba detenidamente, sólo veías vacío, oscuridad, complejos, insatisfacción, anhelo de ser quien no era. Los dos seres lo descubrieron, y creían que ella también lo había visto, y, por fin, había descubierto quién era. Enseñándole el camino de la salida de su cueva, le abrió la puerta y lo dejó ir, mostrándose comprensiva, dulce, paciente.

Él se marchó a la orilla del río. Anochecía y su mirada se dirigió, instintivamente, al horizonte. Buscó en su mochila y sacó una lata de bebida refrescante. Siempre que sentía que el mundo se hundía bajo sus pies, recurría a ella, como en aquel anuncio de refrescos que tanto le marcó. Se vio reflejado en el metal de la lata. Su mirada honda, llena de tristeza; su rostro cubierto con las profundas huellas que la vida, esa cruel e injusta vida que había llevado, le había marcado para siempre. Escuchaba en silencio el discurrir del agua mansa. Sus ojos se llenaron de lágrimas, dejó caer la melena hacia delante y se mesó la barba en un gesto estudiado por si alguien le estaba observando. El recuerdo de ella volvió. Sus gritos se ahogaban en la desesperación. Se sentía sólo, decepcionado. Él le había abierto su corazón, pero ella le había engañado. Gritaba, a todo aquel que quisiese oírle, que su vida era dolor, pena, sufrimiento. De nuevo, su corazón había vuelto a ser desgarrado. Algunas personas que paseaban por el río se acercaron preocupadas. Una chica se acercó a él mirándole con ternura y comprensión. Él le devolvió la mirada.

Los dos seres escucharon voces cerca de la cueva y fueron a observar qué ocurría.

La entrada de su cueva estaba, de nuevo, repleta de gente. Intentaban colarse dentro, le suplicaban que les dejase entrar, le pedían que les dedicase una sonrisa. Accedió atenta, solícita, amable. Al cerrar esa noche la puerta de su cueva, les dedicó una última mirada, y una cínica sonrisa se dibujó en su rostro.

Los dos seres se miraron.

Lo habían vuelto a hacer.

Él había encontrado otra criatura a quien engatusar. Ella les tenía a sus pies.

 

BSO: Gwen Stefani / Rich Girl

2 respuestas a «La princesa y los mendigos»

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