La historia comenzaba a mostrarse. ¿A dónde la llevará?
Camino despacio hacia una de las esquinas traseras de la iglesia de San Mateo -donde me ‘encontré’ con los dos muchachos- y, sin parar, llego al Callejón de la Monja. Siempre ha sido un lugar sombrío, donde, en invierno, las frías ráfagas de viento lo transforman en un lugar desapacible y poco transitado, aunque en verano se convierte en un refugio fresco contra el calor asfixiante.
Al pasar por las grandes piedras en las que se apoya el Museo del Mono, vuelvo a escuchar el sonido del martillo contra el cincel. Intento encontrar algún lugar desde donde estén trabajando la piedra sin que yo pueda verles, pero el callejón es muy estrecho y no se ve a nadie. Empiezo a inquietarme. Estoy escuchando sonidos de caballos, de personas hablando, de gente trabajando… Escucho, pero no veo. Quiero salir del callejón pero, cuando comienzo a andar, un fuerte golpe, me frena. Parece, de nuevo, el sonido del martillo contra un cincel y noto motas de polvo que, traídas por el viento, rozan mi rostro. Ni cánticos, ni versos, ni lamentos, ni suspiros: sólo el incesante y laborioso trabajo sobre la piedra. Permanezco inmóvil. ¿Qué diablos estoy haciendo? ¿Por qué no me voy? Por algún motivo, totalmente desconocido para mí, no consigo salir del callejón.
Una fría ráfaga de viento arrastra el sonido de unos pasos acercándose. Es verano y el aire debería estar caliente. Aunque eso no es lo más desconcertante, el sigilo con el que se mueve me alerta, erizándome el vello.
-¿De dónde vienes? -la voz suena seca, distante.
-De… De… De recoger unos en… encargos que me ha mandado la se… señora -es una voz juvenil, temblorosa.
-Ponte a trabajar y deja de holgazanear. Así no acabaremos nunca. Hay que traer más piedras de la cantera. Vete con Juan y no tardes -el tono de voz no admite réplica.
Vuelve el sonido del martillo contra el cincel. Una musiquilla que acuna, que adormece. Nada la interrumpe, ni siquiera los vencejos se atreven a volver a pasar por aquí. Mi deseo de huir es cada vez más grande, pero vuelven las voces: esta vez parecen dos chiquillos discutiendo.
-Ve y díselo a padre.
-No voy a decirle nada.
-Si no se lo dices tú, lo haré yo.
-No vas a decirle nada porque no hay nada que decir.
-¿Cómo qué no? Llevas varias noches llegando al alba, lleno de arañazos y apestando a vino -indignado, va alzando la voz poco a poco. Instintivamente, doy un paso atrás.
-¿Y? No estoy desatendiendo mis quehaceres y obligaciones, así que padre no tiene nada que saber.
El viento me trae en susurros las palabras de los dos hermanos. Permanezco lo más inmóvil que puedo, aunque no quiero seguir escuchando más.
Debes quedarte… Tienes que ayudarme…
He dejado de respirar, escucho los latidos desbocados de mi corazón. Los músculos me duelen terriblemente. La voz se ha dirigido directamente a mí.
Eres la única que ha acudido a mi llamada.
Múltiples pensamientos se agolpan en mi cabeza sin que ninguno de ellos tengan sentido. Vuelvo a oír las voces que, aunque lejanas, sin duda son las mismas, y se están acercando. Sólo deseo salir de allí, pero no puedo.
Escúchalos.
Otra ráfaga de aire heladora cruza el callejón. Me siento dentro de una de esas leyendas que mi abuelo me relataba; invenciones para satisfacer la insaciable curiosidad de una niña que no le bastaba con saberlas, sino que soñaba con vivirlas. Nunca se cansaba de contarlas, una y otra vez, cambiando el nombre de los personajes, o los lugares. Puede que lo que estoy viviendo forme parte de una de esas leyendas y todo sea irreal, y, cuando despierte, estaré sentada en las escaleras de San Jorge, leyendo la historia de un padre y sus dos hijos, almas desgarradas que han sufrido una devastadora tragedia. Me resigno a lo que tenga que pasar. Mi respiración se vuelve más acompasada, y, abandonando la idea de huir, me dejo caer al suelo. Escucharé.
-Padre… ¿Ha notado algo en Rodrigo?
-¿En Rodrigo? ¿Qué tendría que notar?
-Le he observado y está más despistado de lo habitual. Se olvida de traer las herramientas, tarda más de la cuenta cuando le manda algún recado y no digamos si debe ir a la cantera. A veces vuelve y no trae ni una sola piedra -no percibo en su voz reproches, diría más bien que intenta advertir a su padre, pero no se atreve a ser sincero.
-No seas insidioso. Rodrigo es algo despistado, pero es muy trabajador. Deja de hablar mal de tu hermano y preocúpate por hacer bien tu trabajo. Cuanto antes acabemos, antes regresaremos con tu madre. Vamos.
En las palabras del muchacho advierto la preocupación por su hermano. No quiere insistir. Su padre está demasiado concentrado en tratar de terminar el encargo para volver cuanto antes al lado de su esposa, y la preocupación por su estado de salud se le nota en la voz. Al hablar de ella, se quiebra.
Pasan varios minutos sin que oiga nada. Tengo las piernas agarrotadas por la tensión, y no consigo sosegarme. La voz de uno de los chicos vuelve a recorrer el callejón. Camina por él, subiendo y bajando con paso rápido.
-¿Dónde estará? ¿Dónde se habrá metido ese desgraciado? Como se entere padre lo va a matar.
Las voces y los ruidos se suceden intermitentemente, mostrándome las secuencias como si de una película antigua fuera. Intento concentrarme en los sonidos: puertas abriéndose y cerrándose; la llegada de los ayudantes con sus herramientas para comenzar a trabajar; una mujer tirando agua a la entrada de la casa; la cocinera trastabillando con los cacharros, incluso creo oír cómo cruje el pescuezo de una gallina vieja al ser retorcido.
Un cuervo se posa en el matacán de la casa. Al verle, no puedo evitar volver a pensar en mi abuelo. Sonreiría y me diría que la gente es muy estúpida por querer estar lejos de ellos. Llevo mucho tiempo sin oír nada. Creo que las voces han decidido abandonarme, pero, de repente, los gritos de uno de los muchachos me hacen dar un respingo.
-¡Ayúdame, Alfonso! ¡Ayúdame!
Es Rodrigo, llamando desesperadamente a su hermano.
-No, no se han ido -suspiro contrariada. He pasado de la curiosidad al miedo y, ahora, al hastío. Estoy cansada, terriblemente agotada, y no consigo ver el fin de todo esto.
Síguele.
-¡¿Es un juego?! -grito, no sé muy bien a quién ni hacia dónde-, porque estoy empezando a hartarme.
Síguele, por favor.
Me suplica. El vello vuelve a erizarse, pero la angustia en su voz, y, en parte, el querer saber qué diablos está sucediendo, hacen que me incorpore. Le seguiré.
-¡Alfonso!
La voz desgarrada recorre la Cuesta de la Compañía y entra en el Callejón de Don Álvaro llamando a su hermano. Una ráfaga de aire lo cruza. No es algo inusual en el callejón, pero esta vez consigue ponerme muy nerviosa. Me quedo apoyada en el muro, atenta. Mi mano roza un pedazo de los huesos que están semienterrados en el muro y la retiro rápidamente con una muesca de asco.
Las voces vuelven a reunirse.
-¿Dónde estabas? Llevo toda la noche buscándote. Padre ya casi ha terminado el escudo y nos volveremos a casa en dos días.
-¡Debemos irnos ya! -la premura en sus palabras me alerta.
-No podemos. Aún no está terminado y, además, el señor no nos ha pagado el jornal. Padre no se irá hasta que lo haga por muchas ganas que tenga, ya lo sabes.
-Pues volvéis a por él en unos días, pero debo alejarme de la villa ahora mismo.
-¿Cómo que “volvéis”? ¿Y dónde vas a estar tú? ¿Qué está pasando, Rodrigo? -Alfonso alza la voz, pero inmediatamente escucho a su hermano que le chista para que se calle.
-Yo debo esconderme. He… He hecho algo que… -realiza una pausa muy larga.
-¡¿Qué has hecho?!
-Calla, por favor. Padre no puede oírnos -habla en voz tan baja que debo concentrarme para saber qué dice.
-O me cuentas qué has hecho o voy ahora mismo a padre.