Leyenda de los escudos de la Casa del Sol V

Y al final, sólo pudo acompañarle en su tristeza.

-¿Estás seguro padre? Me parece algo temerario… -la respiración se vuelve más rápida y la voz suena temblorosa.

-No hay otra solución. El posadero me ha dicho que todas las entradas a la villa están cerradas y revisan de arriba abajo los carruajes que salen y entran. Las autoridades están buscando a Rodrigo.

-¿Pero por qué? Tiene una deuda de juego, no creo que le busquen por eso.

-Alfonso, tu hermano ha acuchillado a un hombre -al oír esas palabras doy un paso atrás, sorprendida por la confesión. Ha dicho la frase remarcando cada una de las palabras.

-¡¿Cómo?!

-Anoche me contó el posadero que Rodrigo había tenido una trifulca con dos hombres, seguramente los mismos que le reclaman la deuda. Uno de ellos entró gritando: “¡Asesinado! ¡Le han asesinado!”. Salieron corriendo a ver qué había pasado y vieron a un muchacho postrado sobre el cuerpo sangrante de uno de ellos. Al ver que se acercaban, huyó. El posadero, borracho como una cuba, me dijo: “Yo juraría que se trata de tu hijo Rodrigo, Pedro”. Fui hasta la habitación de tu hermano y estaba tumbado en la cama, con la camisa llena de sangre. Esta mañana me dirigí al posadero para saber si recordaba algo de lo que me había dicho. Por suerte, la borrachera había resultado prodigiosa y decía no recordar nada. Pero no me fio. Antes de que le arresten, y tu madre sufra por tener a uno de sus hijos preso, lo mejor es meterle aquí -relata toda la historia sin inmutarse. No cambia el tono, no alza la voz.

-Pero, padre… ¿le parece la mejor solución? -permanecen callados unos segundos.

-No encuentro otra. ¿Dónde se va esconder sin que le descubran? Esta parte de la casa la están arreglando. Durante unos días no sospecharán que haya argamasa fresca y podremos evitar que nadie se acerque con la excusa de que se está secando. Le dejaremos agua y pan, y mañana volveremos a por él -dice estas últimas palabras alejándose del callejón. Sus pasos son firmes y rápidos. Le siguen otros lentos, llevándose las piedras sueltas del empedrado. Me quedo mirando hacia la iglesia de San Mateo como si pudiera verlos, como si pudiera ver sus caras mientras hablan de… ¡emparedar al muchacho!

He debido escuchar mal. Me resisto a creer que nadie es capaz de hacer semejante atrocidad, pero pienso en las miles de veces que el hombre ha sido mezquino y cruel sin importarle las consecuencias y por los motivos más mundanos: padres asesinando a sus hijos porque les estorbaban; abuelos abandonados en sus propias casas por quienes deberían protegerlos… La muerte de unos como solución a la vida de otros. No debo sorprenderme de que en otra época, en otro tiempo, en este mismo lugar, un padre, al que el rencor ha envenenado, decida enterrar a su hijo tras una pared.

El grajo vuelve a chillar; ese chirrido resulta espeluznante en medio de una Parte Antigua vacía de gente. Sus graznidos retumban en el callejón. El aleteo de una pareja de palomas, que acaba de posarse en la farola de la Casa del Águila, hacen que vuelva a la realidad. Todo esto me está superando. Me miro las manos: tiemblan. Ya no puedo más y decido irme.

Camino por el Callejón de la Monja, descendiendo despacio, intentando entender lo que he escuchado, cuál es el motivo de todo eso. La Parte Antigua siempre ha sido para mí un refugio, un lugar donde esconderme en los días en que me sentía desamparada; cuando algo se rompía dentro de mí y necesitaba guarecerme en los rincones más apartados; lugares silenciosos, a veces oscuros, en los que acompañada de un libro y una linterna, podía evadirme durante unas horas, internándome en historias de guerreros intrépidos, guerras fratricidas, amores imposibles…

De niña, me he perdido por sus calles, introduciéndome en los rincones más extraños, penetrando en los palacios -si estaba prohibido, era mucho más emocionante-, recorriendo sus inmensas habitaciones con grandes cuadros de señores de gesto serio, con bellas damas y sus hermosos vestidos, con armaduras que me provocaban pavor, pero no podía evitar tocar y después salir corriendo; subiendo a la Torre de Bujaco y contemplando desde su torreón la que para mí era la ciudad más bonita del mundo. Los turistas no habían tomado como propias sus calles ni sus palacios, y las únicas expresiones que se oían por esos callejones eran las que hacíamos los niños al caer y clavarnos sus cantos, llegando a casa llenos de rasguños y moratones. Una de las calles por las que más pasaba era el Callejón de la Monja. Supongo que por eso estoy aquí, y puede que por eso sea yo quien está escuchando los lamentos de tres almas rotas.

Antes de girar hacia la Cuesta de Aldana, y dejar atrás todo, escucho un leve gemido. Parece un gato, un ligero susurro acompañado de unas uñas arañando la piedra. Miro a mi alrededor. No veo ningún gato. Vuelvo a sentir la misma sensación que cuando oí por primera vez a los caballos y sé que algo va a ocurrir. Me apoyo en la gran piedra del callejón y suspiro para intentar tranquilizarme. Sean o no imaginaciones mías, esto no se va acabar hasta que me ‘cuenten’ toda la historia. Me dejo caer al suelo, otra vez, y espero. Vuelve el silencio, roto solamente por el vuelo rasante y elegante de una cigüeña que ha decidido colocar su nido muy cerca de allí. Justo cuando la cigüeña pasa por encima de mí, escucho de nuevo un gemido, esta vez más pronunciado. Unas uñas arañan la pared desesperadamente.

-Te sacaré pronto, hermano, aguanta -la angustia que transmite esa voz llega hasta la parte más remota de mi alma. Ese lugar que proteges para que nadie penetre porque sabes lo frágil que es y que, llegado el caso, puede resquebrajarse. La tristeza se apodera de mí, dejando que se haga dueña por completo de mi alma. Puede que todo sea inventado, que nada de lo que estoy escuchando sea real, pero lo que siento -el quebranto en la voz, el indescriptible dolor que me aflige al escucharle-, acaba por romperme. Varias lágrimas inundan mis ojos, y no hago nada por retirarlas. Brotan en un intento de expulsar el dolor, y, con la creencia equivocada de que me aliviarán, dejo que recorran mi rostro. Escucho unos pasos alejándose muy lentamente. Un deseo irracional de salir corriendo detrás me empuja a levantarme de un salto, pero las voces vuelven. En un primer momento no las distingo, pero la aflicción de una de ellas me hace saber inmediatamente de quién procede.

-Padre, por favor, déjeme que le saque. Seguro que no vendrán a por él. Han pasado ya dos días y cada vez le escucho más débil. Padre… -suplica amargamente.

-Tu madre nos espera.

-¡¿Le vamos a dejar aquí?! ¡Cómo puede ser tan inhumano! -me uno a su desesperación y grito:

-¡¿Cómo puede hacerle eso a su hijo?!

Dándome cuenta de que no hay nadie, me dejo caer abatida y permanezco callada a la espera de poder escuchar lo que sucede entre los dos.

-Yo sólo tengo un hijo. El otro murió en el momento que deshonró a sus padres, robando, mintiendo, asesinando. Recoge tus cosas. Regresamos a casa. Aquí tienes tu parte del jornal.

-¡Siempre tuviste la intención de dejarle ahí! -vocifera confirmando sus sospechas.

No escucho ninguna respuesta por parte de su padre.

-Antes de irnos tengo algo que hacer -la voz del joven de repente parece más calmada-. Déjeme unas horas, padre -finalmente se quiebra, y entre sollozos espera la respuesta.

-Haz lo que quieras. Yo me iré al alba. Tu madre nos espera -repite.

Las piedras del suelo están ardiendo, no me había percatado del calor que estaba sintiendo y me incorporo. No sé qué puedo hacer para calmar la angustia que me invade. Un cuervo se posa en la gran piedra en la que momentos antes había estado apoyada. Creo que es el mismo que vi en la casa.

Golpes del martillo contra el cincel vuelven a sonar. Esta vez más lentos, con menos fuerza, pero constantes. Las ráfagas de aire que recorren el callejón hacen que el polvo, que no sé de dónde procede, me azote la mejilla.

El muchacho comienza a entonar una melodía mientras cercena la piedra. Me recuerda a la que su padre recitaba cuando trabajaba en el escudo del sol, pero su canto es mucho más triste, más desgarrador. Siento el terrible impulso de decirle que puedo oírle, que deseo ayudarle a mitigar su dolor, pero, una vez más, me doy cuenta que estoy sola, y que puede que todo lo que he oído sólo esté ocurriendo en mi cabeza. Reprimo las ganas de gritar, y permanezco quieta, intentando comprender sus versos; sin embargo, el desgarro con el que los recita, y el dolor que se desprende de ellos, no necesitan interpretación.

El ruido de los golpes cesa de repente. El silencio que había inundado la Parte Antigua se aleja y, poco a poco, vuelven los vencejos a sobrevolar el cielo, las expresiones de exclamación de los turistas, las charlas rutinarias sobre el tiempo de los ancianos que pasean por sus calles, los estudiantes que corren subiendo la cuesta porque llegan tarde a su clase en la Escuela de Bellas Artes…

El cuervo se ha posado en el escudo de la fachada lateral y comienza a graznar. Parece que quiere que lo vea más de cerca. Nunca me había fijado en ese escudo. Es otro sol con cara humana, y, al igual que el de la fachada principal, tiene dieciséis rayos, con cabezas de serpientes mordiéndolos alternativamente. Al mirar el rostro del escudo, un escalofrío recorre mi cuerpo. El ceño fruncido, los labios apretados. Dolor, tristeza, amargura. Algo llama mi atención. Unas flores de pequeños pétalos blancos brotan en la parte más baja. La belleza y el sosiego que emanan esas pequeñas flores contrasta con la pesadumbre y el rencor de la expresión del escudo.

El cuervo sigue posado en el marco que lo cubre. Ya no se oyen los gemidos ni el roce de las uñas en la pared, y el silencio más absoluto me envuelve, aunque la vida siga a mi alrededor.

El cuervo alza el vuelo. Observo varias gotas de agua en la pizarra del suelo, que se secan casi al instante. Dirijo mi mirada al escudo. Noto mi mejilla húmeda, la rozo y limpio las lágrimas con la mano.

Las piedras guardan sus huesos;

su alma vive atrapada

por rencores, por reproches,

por torturas despiadadas

de quien debió protegerle,

a quien pidió le ayudara.

Un sol sonríe creyendo

que puede acallar su alma,

que nadie conoce el secreto

que guarda entre sus entrañas.

El otro muestra su rostro,

gritando en silencio su rabia,

el dolor y la amargura

de ese alma torturada.

BSO: Erik Satie / Gymnopédie No.1

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