Y cuando creía que ya sabía quién era, se dio cuenta de que no sabía nada. ¿Encontraría ayuda para averiguarlo o debería volver a pasar por todo sola?
De repente, sintió que la presión sobre los pulmones se aliviaba, la mente se despejaba y el velo, que cegaba sus ojos, se evaporó, trayéndola de nuevo a la vida.
¿Estaba en el fondo del mar? ¿Seguía viva?
-Tranquila. Déjate llevar por la corriente y acostúmbrate a respirar bajo el agua. Al principio, hasta que aprendas, es mejor ir despacio.
¿Quién hablaba? Aterrorizada, movió la cabeza a un lado y a otro.
-Intenta mover la cola con naturalidad.
¡¿La cola?!
-Mira hacia abajo, donde estaban tus piernas -le indicó la voz.
Comprobó que sus piernas se habían transformado en una hermosa e impresionante cola de pez, con escamas de color ocre y verde aguamarina, que se mezclaban en una armoniosa y perfecta combinación de colores. Acercó su mano y la rozó. El tacto era suave, resbaladizo, frío. Respondía a sus deseos. Tuvo la extraña sensación que, desde siempre, había formado parte de ella. El miedo desapareció.
Movió la cola despacio, ayudada por una ligera corriente. Comenzó a balancearla arriba y abajo y, sin apenas darse cuenta, empezó a nadar. Varios peces se acercaron a ella, curiosos y sorprendidos, aunque enseguida se acostumbraron a su inofensiva presencia. Nadó junto a ellos, introduciéndose en una pequeña y oscura cueva que, lejos de producirle terror, le aportó una serena seguridad. Rozaba con sus delicadas manos los pequeños corales que encontraba. Su apariencia sedosa, chocaba con su tacto arrugado y duro. Otros peces, desconfiados, salieron de sus escondrijos para observarla de lejos. Cuando ella intentó acercarse, se refugiaron en las oquedades del coral.
Nadaba y nadaba sin parar. No se cansaba, quería verlo todo, tocarlo todo.
-Ven conmigo –le dijo el ser, mostrándose al fin.
-¿No puedo quedarme aquí? -suplicó.
-Ven, por favor.
Algo en su interior la animó a confiar en él, y, aunque deseaba seguir nadando, le obedeció.
-No quiero salir -volvió a protestar al ver que el ser salía del agua.
-Acompáñame. Siéntate a mi lado -le indicó con amabilidad.
Al fin, obediente, salió del agua arrastrando la cola, sentándose, no sin esfuerzo, junto a él en una elevada duna, desde donde podía observar el lejano campamento. Las mujeres estaban desconcertadas. La chiquilla, de repente, había desaparecido de su vista. La llamaban a voces.
Una de las mujeres, que había permanecido algo alejada del resto, se acercó a la más mayor.
-¿A quién buscamos?
-¿Cómo que a quién buscamos? -protestó, sorprendida- ¡A la niña!
-¿A qué niña? -preguntó, sin mucho interés.
-¡A la niña del agua! Pero… Pero…, ¿tú dónde te has metido todo este tiempo? -le reprochó.
-Por ahí.
-Deberías haber estado más pendiente. La niña ha desaparecido.
-Tengo mil cosas que hacer y… ¡Ah, la niña que estaba en la playa! –recordó de improviso. La otra asintió, resignada-. ¡Os ayudaré a buscarla!
Mientras las demás mujeres seguían buscándola, llamaron la atención de un joven pescador que se afanaba con la caña sobre unas rocas del acantilado.
-¿Qué pasa? ¿A qué viene ese alboroto? -les preguntó cuando se acercaron a él.
-¿No has visto a la niña?
-¿Qué niña? No sé de qué niña me habláis.
-La niña que estábamos vigilando. ¡Otro que nunca se entera de nada! -le recriminó la más mayor.
-¿Y qué quieres que haga? Me paso el día intentando pescar unos míseros peces para llevarlos a mi casa. Aunque no sé ni para qué me molesto: me reciben con mala cara, no les gusta nada de lo que les llevo, se quejan y se quejan… -farfullaba, hablando más para sí que para las mujeres, que se miraban entre ellas sin saber muy bien qué decir-. No me miréis así. No puedo hacer otra cosa. Bastante tengo yo con mi vida, cómo para estar pendiente de la de los demás… Si no pesco, mis hijos…
-¡Deja de parlotear, no seas cansino! -vociferó un viejo pescador desde otra de las rocas-. ¡Te pasas el día protestando y gimoteando!
-¡Tú qué sabrás!
-Hasta los cojones estoy de oírte. Los demás también tenemos problemas y no le vamos llorando a nadie. Bébete la fanta y déjame pescar tranquilo.
De sus ojos salió fuego y agarró la caña con fuerza en un gesto desafiante, pero no se atrevió a replicarle.
-¡No le hables así! -le recriminaron a coro y acudieron a consolar al afligido pescador-. Ven, no hagas caso a ese viejo chiflado, nosotras te ayudaremos -le dijo una de ellas.
-¿Has visto tú a la niña? -se atrevió a preguntarle otra de las mujeres al viejo.
-La vi de lejos sí, pero como la vuelva a ver le diré que no se acerque a vosotras, ¡arpías!
-¿Cómo te atreves? -le gritaron.
-¿Que cómo me atrevo? -rio-. Porque siempre estáis más pendientes de vosotras mismas que de nadie, y a esa chiquilla podréis engañarla, pero a este viejo pescador, no. Hala, iros a otra parte a berrear y dejad de molestar –hizo una pausa y clavó su mirada en el otro pescador-. Y tú, soplapollas, como te vuelva a oír quejarte, te doy tal patada en el culo que te mando al fondo del mar… ¿Has entendido?
El otro no le aguantó la mirada. Recogió sus aparejos y se alejó.
-Vamos, aquí no tenemos nada que hacer -dijo altivamente la mujer mayor, mirando con desprecio al viejo pescador. Éste, sin hacerle el menor caso, se giró y siguió pescando.
Se repartieron en varios grupos y prosiguieron la búsqueda. Dijera lo que dijese ese viejo arisco, no dejarían de buscarla. Unas iban por la orilla, otras se adentraron en el bosque cercano. A los pocos minutos, se oyeron unas voces a lo lejos.
-¡Aquí! ¡Venid aquí!
La mujer más mayor suspiró, decepcionada, al reconocer a la mujer que habían encontrado en medio del bosque.
-No os asustéis. Es sólo una pobre loca -explicó a las demás-. Hace años tuvo un pretendiente que la abandonó por otra mujer, eso la desquició completamente y desapareció. Desde entonces, se la oye algunas noches gritando el nombre de su amado entre sollozos. Es desgarrador. Otras veces, la he visto en el acantilado vociferando que se iba a tirar…
-¡Pero no se tira nunca la hijaputa! -exclamó, de repente, el viejo pescador al pasar cerca de ellas cuando se dirigía de regreso a su casa.
Las mujeres, sorprendidas y asustadas, se asieron las enaguas y se marcharon. Él prosiguió su camino sin mirarlas, riendo por lo bajo .
-Tú, ven conmigo -ordenó la mujer más mayor a la chica que se había incorporado al grupo más tarde-. Iremos por la orilla.
Pero ésta no contestó, estaba distraída recogiendo pequeñas conchas y piedras.
-¿Vienes o qué? -insistió, elevando el tono de voz.
-¿A dónde?
-¡A por la niña! -exclamó muy enfadada.
-¿Qué niña? ¿Qué le pasa a esa niña?
-¿¡Cómo que qué le pasa!? -le gritó-. ¡No se puede contigo! Quédate aquí con tus cosas, ya vamos nosotras. Estoy rodeada de incompetentes –masculló entre dientes, mientras volvía a la playa.
-No sé por qué se enfada tanto… Si la niña está bien -susurró sonriendo, mientras seguía clasificando y recogiendo conchas, al tiempo que miraba hacía la duna donde la sirena permanecía sentada observando la escena, en silencio, junto al ser.
-¿Has visto? Se preocupan por los demás, aunque no todos lo vean… Y ahora están preocupados por mí.
-Nuestros ojos ven lo que quieren ver -susurró el ser-. De todas maneras, no pueden ayudarte –afirmó, tajante.
-¿Por qué?
-Será mejor que lo compruebes por ti misma.
En ese momento, unos tímidos y cálidos rayos de sol rozaron débilmente su piel.
-Si permaneces fuera del agua demasiado tiempo, volverán tus piernas y perderás la cola.
-¿Para siempre?
-Eso depende de ti. El mar puede ser terrorífico, aunque también te ofrece regalos extraordinarios y maravillosos, y llegará el día en que debas decidir.
La cola desapareció por completo, transformándose en unas pequeñas y delgadas piernas. Haciendo un gran esfuerzo, la chiquilla se levantó.
-Debo decirles que estoy bien, no puedo dejarlas así.
-Haz lo que quieras, no voy a retenerte, pero debes saber algo antes de irte.
-¿Qué?
-El mar desea tenerte a su lado, pero no volverá a llevarte a la fuerza. Cada vez que quieras podrás volver, pero no por mucho tiempo.
-¿Por qué? -preguntó confusa.
-No quiere arrebatarte tu libertad; por eso, para que estés completamente segura de tu decisión, sólo podrás volver, definitivamente, cuando recuerdes tu verdadero nombre. Quiere que averigües quién eres y sólo hay una manera de hacerlo. No puedes pertenecer a dos mundos.
-¡Eso no es justo! Ellas han intentado ayudarme, no puedo dejarlas. Además… ¡No lo recuerdo! -exclamó.
El ser se acercó a ella y le acarició la mejilla, intentando apaciguar su angustia.
-Lo que tenga que ser, será -y se desvaneció sin dejar rastro.
La sirena volvía a ser, de nuevo, la chiquilla que buscan las mujeres desesperadamente. Permaneció unos instantes inmóvil, con la mirada fija en el mar. Suspiró profundamente y se dirigió hacia las mujeres, temerosa de su reacción, pero éstas, en cuanto la vieron, corrieron a abrazarla, tapándola con una gruesa y cálida manta.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó la muchacha de las conchas.
-No lo recuerdo –admitió, entristecida.
-Mejor, es espantoso -cuchichearon, arremolinándose-. ¿Qué haremos con ella? ¿Con quién vivirá? No podemos dejarla sola en sus circunstancias.
La chiquilla, ajena totalmente a lo que estaban hablando las mujeres, no dejaba de mirar hacia el mar, pero algo llamó poderosamente su atención.
En la duna, donde había estado sentada junto al ser, permanecía, inmóvil, el viejo pescador que había increpado a las mujeres. Las observaba, detenidamente, sin que se diesen cuenta. Miraba también al joven pescador, que junto a ellas, permanecía callado, limpiando el pequeño pez que había conseguido ese día.
-¿No dices nada? -se dirigió una de ellas al joven-. Podrías decir algo.
-¿Qué queréis que diga? Lo que hagáis, bien hecho estará. A mí me da lo mismo, bastante tengo con lo mío. Verás ahora, cuando me vean llegar con este pez… No me dejarán en paz, reprochando y reprochando… -seguía farfullando mientras acababa de limpiarlo.
-Dejadle, bastante tiene con lo suyo -les indicó una de las mujeres -. Debemos decidir qué hacer -y siguieron discutiendo, sin percatarse de que la niña se iba alejando, poco a poco, de ellas.
-¿Quién eres? -le preguntó al viejo pescador cuando estuvo lo suficientemente cerca.
-Nadie. Yo sólo pasaba por aquí.
-Antes he visto como increpabas a esas mujeres. No debiste hacerlo, sólo quieren ayudarme.
-Si tú lo dices -su actitud llamó la atención de la chiquilla, acercándose más.
-Además… Yo no soy como las demás.
-¿Y? ¿Debería asustarme por eso? -le preguntó socarronamente.
-Si ellas lo supiesen, seguramente se asustarían -le dijo, mirando hacia el grupo de mujeres.
-¿Y qué vas a hacer? ¿Lo vas a esconder? ¿Vas a dejar de ser lo que eres por esas taradas?
-Es que no sé quién soy -confesó -. Ni siquiera sé cómo me llamo.
En ese momento, se oyeron voces y gritos procedentes del acantilado.
-¡Mi amado! ¡Mi dulce amado! ¿Dónde estás? ¿Por qué no vienes a sacarme de este lugar inmundo? ¡Dijiste que vendrías a por mí! Llevo tanto tiempo esperándote… ¡Ven! Ven o me tiraré por este acantilado.
-¡Cualquier día la tiro yo! –dijo el anciano.
-¡No digas eso! Sólo es una vieja loca que necesita cariño y atención -le increpó la mujer mayor, que al ver a la niña hablando con el pescador salió corriendo en su busca, seguida de cerca por todas las demás-. No hables así de ella, no la conoces.
-Ni falta que me hace -gruñó-. Malditas las ganas de soportar a semejante bicho. Ahí os quedáis con ella. Yo me voy -dijo mientras daba media vuelta con la intención de alejarse de allí.
-¡No te vayas! -le suplicó la niña. No sabía muy bien por qué había dicho eso, y se tapó la boca avergonzada-. Bueno… Quería decir… Sólo que…
-Deja que se vaya -le ordenaron las mujeres-. No le necesitas. A pesar de que te avisamos que venía esa gran ola, y no nos hiciste caso, hemos decidido que vengas al pueblo y una de nosotras te cuidará. No puedes estar sola y que vuelvas a cometer una locura así. Ah, y no te preocupes, nosotras te daremos un nombre.
-Ella ya tiene nombre –cortó tajante el anciano, girándose, de nuevo, hacia ellas.
-Es un nombre espantoso. Nosotras te pondremos uno más bonito -le dijeron-. No les hagas caso. Ven con nosotras.
La niña, sin saber muy bien qué hacer, dio un paso atrás, y los observó en silencio.
-¿Cómo te vas a ir con él? ¿Pero le has visto? No sabe cuidarse él, va a saber cuidar a alguien como tú.
-¿Como ella? -preguntó el pescador-. ¿Y cómo es ella?
-Es especial, muy frágil. Ha sufrido mucho y necesita de gente que la cuide y la proteja. No a un viejo, estúpido y desarrapado pescador -dijo despectivamente la mujer mayor-. ¿Qué sabes tú de niños? Tú sabrás de pescar, de cañas y de peces, pero de nada más. Sólo hay que verte…
El desprecio que derramaban las palabras de esas mujeres, que unos instantes antes habían sido amables, cariñosas y sensibles, llegó al corazón de la niña. A ella no le importaba cómo iba vestido, si estaba sucio o no, si sólo sabía pescar… Había algo en él que le atraía y quería conocer más.
Se acercó, con cuidado, mientras las mujeres seguían intentado convencerla para que fuese con ellas.
-Debes venir con nosotras.
-¡Te arrepentirás!
-¡Olvida esta locura! -le gritó la mujer mayor.
-Se acerca una tormenta –susurró, ajena a todo, la de las conchas, mirando el horizonte.
La niña dio un paso al frente y asió la mano del viejo pescador.
-Ahora puedo enfrentarme a la tormenta -dijo.
Continuará…
Cada vez me gusta más, ¿quién será?
Gracias, Bea, espero que te guste el próximo capítulo.