Su nombre IV

¿Había tomado la decisión acertada? Buscaba respuestas, pero… ¿las encontraría con él?

-¡Date prisa! -le indicó el pescador, acelerando el paso-. La tormenta se acerca.

-Espera, vas muy rápido y estoy cansada -protestó.

-Perdone usted, señorita -le dijo remarcando las palabras mientras frenaba en seco.

-Gracias -sonrió irónicamente al llegar a su altura.

El pescador se quitó la chaqueta impermeable y se la tiró. Sin ironía.

-Póntela. Mientras estés aquí te protegerá… -ella le sonrió en agradecimiento, pero el pescador le señaló la caja con los aparejos y añadió-: -Y lleva esto. Ya que vas lenta, que sea por algo.

-Pero… Esto pesa mucho –dijo, sorprendida, levantando la caja y dejándola caer al suelo.

-Así tendrás algo de verdad por lo que quejarte… -zanjó con un gesto de la mano que no admitía discusión-. Se giró y comenzó a caminar a paso ligero. Ella miraba, atónita, cómo se alejaba y, al darse cuenta que no tenía intención de detener la marcha, cogió la caja y fue tras él, renqueando y maldiciendo por lo bajo, hasta llegar a un pequeño riachuelo que no llevaba mucha agua pero, sin duda, le iba a costar atravesarlo.

-¿Te quieres dar prisa? -le gritó el pescador desde la otra orilla-. ¡Vamos, floja!

Esta vez no se quejó, y, sin mirarle, apretó los dientes y se metió en el agua hasta la rodilla, apoyando sobre su cabeza la caja para que no se mojase. La fuerza del río la empujaba, y varias veces estuvo a punto de caer al agua y que la corriente se llevara su carga. El pescador, sentado en una roca, encendió un cigarrillo mientras la observaba.

-Creí que no ibas a llegar nunca -Se puso en pie, aplastó la colilla con su bota y sin darle tiempo a descansar, comenzó a andar de nuevo.

Estaba empapada, con los pies llenos de cortes de cruzar descalza sobre las afiladas piedras del fondo. Él se fijó en sus heridas, pero no le dijo nada, aunque el tono socarrón de antes había dado paso a un rictus de preocupación.

-Venga, que ya queda poco

Caminaron por un sendero que llevaba directamente al bosque. Él, al frente, quitando algunas matas bravías que se estaban adueñando del camino, y ella detrás, a cierta distancia, aguantando el dolor de los pies y el peso de la caja, pero sin quejarse.

Así, tras unos majestuosos árboles que la ocultaban de miradas indiscretas, apareció una cabaña de madera. Dejó caer la caja al suelo, pero esta vez con más cuidado, mirando hacia la casa sin moverse. Una ráfaga de aire, fría y desagradable, rozó su mejilla. La tormenta ya estaba allí.

-En el banco del porche tienes una manta -le dijo el pescador mientras abría la puerta de la cabaña.

-¿Voy a dormir ahí? -le preguntó, sorprendida.

-No sé, tú sabrás. Eres tú la que se ha quedado ahí como un pasmarote. Yo me voy a dormir -le dijo cerrando la puerta a su paso.

Sin saber muy bien qué hacer, la niña se acercó al porche y miró en el banco donde, según el pescador, encontraría una manta. Pero lo que descubrió fue un gran trapo, sucio y remendado. Sin atreverse a entrar en la casa, se cubrió con él, tumbándose en el banco.

Comenzó a llover con fuerza y, por mucho que intentase taparse para protegerse del frío y del agua, su pequeño cuerpo temblaba de frío.

-¿Pero se puede saber qué haces? ¿Estás tonta? ¿Cómo te quedas ahí fuera con la tormenta? -le recriminó el anciano, gritándole desde una de las ventanas de la cabaña.

La niña se incorporó, pero no se movió del banco.

-No me has dicho que entrase -musitó con miedo.

-¿Y necesitabas que te lo dijera? –se sorprendió-

-Siempre me han dicho lo que debía hacer…

-Anda, tira para dentro, que te vas a helar -le ordenó, cerrando las contraventanas de la cabaña para protegerlos del fuerte viento que intentaba penetrar dentro-. -No hagas que me arrepienta de haberte traído -refunfuñó el anciano una vez dentro, mientras le señalaba un pequeño taburete al lado de la chimenea-. Quédate ahí y entrarás en calor.

De una pequeña olla que había puesto al fuego, sirvió dos cuencos con sopa caliente.

-Tendrás hambre -le dijo, ofreciéndole uno de ellos.

-Sí, estoy hambrienta -le confesó, sintiendo el calor del caldo en las manos-. Muchas gracias.

-No me des las gracias, no hay nada que agradecer.

-Pero…

-Pero nada. Come… Y, si es posible, sin más preguntas -le ordenó, tajante.

Permanecieron en silencio, cada uno sumido en sus propias cavilaciones. Al terminar, el anciano puso los cuencos vacíos en el fregadero y se dirigió a la única habitación.

-¿Y yo…? -le preguntó con miedo cuando se vio sola-. ¿Dónde voy a dormir?

-Donde quieras. –gritó a través de la puerta-. ¡A mí que me cuentas! Puedes volver al porche, si te gusta…

La niña, confundida, decidió quedarse cerca de la chimenea. Se tumbó en la alfombra, se tapó con el trapo raído y, tal era su cansancio, que se quedó profundamente dormida.

La oscuridad se adueñó de todo, solo rota por el brillo triste de la lumbre, que daba sus últimos coletazos haciendo crepitar la madera seca. Fuera, llovía. Como si el cielo quisiera descargar todo su poder sobre los tablones desportillados de la cabaña.

Un trueno salvaje sorprendió al anciano saliendo en silencio de su dormitorio. La niña dormía, pero temblaba ligeramente, no sabía si de frío o por alguna pesadilla.

-Duerme tranquila, pequeña -susurró mientras la cubría con una gruesa manta que había traído del dormitorio-. Yo no voy a abandonarte.

Se acercó a una estantería y cogió una caja metálica, algo oxidada, donde guardaba algunos medicamentos y material de enfermería. La llevó junto a la niña, y, con mucho cuidado para no despertarla, le curó las heridas de los pies y se los vendó. Al terminar, la cogió en brazos y la llevó a la cama, la despojó de la chaqueta y la tapó con el edredón. Cerró la puerta del dormitorio, y pasó el resto de la noche sentado en su viejo sillón, chupando una añosa pipa y vigilando que el fuego no se apagase y así la cabaña permaneciese caliente.

Ella despertó con los tímidos fogonazos del amanecer. Lo peor de la tormenta ya había pasado, aunque el cielo seguía cubierto. No recordaba dónde estaba ni cómo había llegado a la cama con los pies vendados.

Se sentó en la cama y se frotó los ojos. Poco a poco, las imágenes, que iban y venían en su cabeza empezaron a tener sentido: el pescador, la chaqueta, el riachuelo, la cabaña…

Al apoyar los pies en el suelo, sintió una punzada, aunque mucho menos dolorosa que antes. El viejo había hecho un buen trabajo.

Con esfuerzo, apoyada en un bastón que cogió sin permiso, salió del dormitorio. Le costaba andar y notó cómo el vendaje se empezaba a cubrir con una mancha rojiza.

-Buenos días –dijo al anciano, que tomaba café recalentado de pie en el porche, oteando algo a lo lejos.

-¿Pero qué haces? –se escandalizó-. Así no se van a curar tus heridas.

-Sólo quería darte las gracias por dejarme tu cama y curarme las heridas.

-Te he dicho que no me des las gracias… Ven –dijo, dulcificando el tono-, siéntate en la mecedora que te traeré el desayuno.

-Yo puedo cocinar -se ofreció-. Me gustaría ayudar, si me dejas…

-Déjalo. No necesito ayuda. Lo que quiero es que te estés quietecita, y no me des guerra.

La niña se quedó en silencio, meciéndose mientras el anciano se encargaba de traerle un vaso de leche y unas galletas. Después, mientras ella comía, se arrodilló y le cambió las vendas de los pies.

-Si te vuelves a levantar sin que yo te lo diga, te doy una patada en el culo que sales de casa por la ventana… ¿Entendido?

-Sí, sí… No hace falta ponerse así -protestó la niña.

-Yo me he ganado el derecho a ponerme como me dé la gana. Tú, no. Y ahora, no te muevas -le ordenó y comenzó a limpiar la hermosa lubina que les serviría de almuerzo.

Ella le veía usar el cuchillo con la pericia de la experiencia, pero se aburría sin poder moverse de la mecedora.

-¿Qué haces?

-¿Tú qué crees? No hagas preguntas estúpidas.

-No sé por qué eres tan desagradable -masculló-. Podrías intentar ser más simpático.

-¿Para qué?

-Pues para… Para… ¡Déjalo! -exclamó resignada.

-Paro -dijo, con una sonrisa que ocultó de la mirada de la niña.

Durante todo el día, el pescador estuvo entrando y saliendo de la cabaña, arreglando los desperfectos que la tormenta había dejado a su paso. La niña le observaba engrasar las bisagras, tapar las goteras que habían salido en el tejado, sacar agua del pozo, limpiar y preparar los aparejos… Ella no paraba de hacerle preguntas. ¿Para qué servía eso? ¿Cómo se hacía aquello? ¿Cuánto tardaba en acabar esto otro?

-¡Por Dios, calla un poco! -exclamó el anciano, una de las veces que la niña le preguntó al verle cómo cogía un puñado de gusanos vivos y los metía en una caja.

-No paras de preguntar. ¿No te cansas nunca?

-Sólo quiero saber -susurró la niña, agachando la cabeza, avergonzada.

El anciano dejó la caja con los gusanos a un lado y la miró fijamente.

-No estás haciendo las preguntas adecuadas.

-¿Y qué debo preguntar?

-Eso sí lo sabes.

La niña asintió.

-Me da miedo.

-¿Y? Todos tenemos miedo a algo. De hecho, el miedo lleva tanto tiempo con nosotros que sabemos que es invencible…, pero se le puede y se le debe combatir, ¿no crees?

-…

¿Vas a permanecer asustada toda tu vida? ¿Vas a dejar que ese miedo te domine? ¿O vas a dejar que sean otros los que decidan por ti, como esas viejas brujas que sólo te ayudan para tenerte bajo control? -dijo, señalando hacia una de las montañas que rodeaban la cabaña-. Si quieres te vuelvo a llevar con ellas… Hay mucha gente así en el mundo, de esas que siempre saben lo que deben hacer los demás…

La niña, cabizbaja, levantó la mirada, y abrió la boca con la intención de replicarle, pero algo en su interior le hizo volver a cerrarla y permanecer callada.

El pescador terminó de preparar el cebo y se levantó.

-¿Dónde vas?

El viejo notó un ligero temblor en su voz.

-Te he dicho que no preguntes tanto, pesada -le dijo entrando en la cabaña-. Tranquila, no te voy a dejar sola.

Una ligera brisa del oeste jugaba con las ramas de un majestuoso roble, bajó por el tronco, abrazó a unas adelfas bravías con los blancos estallando como miríadas de estrellas, y le acarició el rostro dulcemente, como si lo reconociera de otras como ella, tan perdidas como ella, tan solas como ella.

Si parece que busco algo…

Que no se deja encontrar…

Música. La brisa se había transformado en una música de otros mundos, de otros tiempos. Cerró los ojos y se dejó acariciar por el viento, por las palabras, por el olor a tierra mojada, por el salvajismo primigenio de las emociones.

-¿Prefieres que te lleve con las mujeres? –dijo el ser.

-No quiero ir con ellas. Es la angustia que siento, el dolor de no saber quién soy. Y eso me da miedo.

-¿Miedo?

-Sí. No sé qué espera de mí… O qué quiere hacer conmigo…

-¿Te ha pedido algo?

La niña, sorprendida por la pregunta, calló unos instantes.

-No… No me ha pedido nada -aseguró intentando hacer memoria-. La verdad es que desde que lo conozco, ha sido él quien me ha dado todo sin pedir nada a cambio.

-Es más fácil fiarte de las palabras bonitas de unos que ver los hechos de otros, ¿verdad?

-…

-¿Verdad?

-Sí, es verdad. Eso es lo que me ha hecho desgraciada hasta ahora –reconoció-.

-Entonces, ¿por qué crees que espera algo de ti?

-Porque siempre lo han hecho.

-Quizás él te haga ver que es mejor no recuperar la memoria que has perdido, o al menos no te dé miedo asomarte al abismo de tu alma. Quizás…

Y se desvaneció, dejando tras de sí la música de la brisa.

Quiero dormir para despertar
En un universo paralelo

Un refugio en otra dimensión

Continuará…

BSO: Amaral / Llévame muy lejos

4 respuestas a «Su nombre IV»

  1. El miedo, la duda, el no saber…..eso nos hace fuetres y nos ayuda a seguir.
    Siempre aparecerá un atisbo de luz, de aire…que te hará cambiar. Pero antes hay que pasar por lo malo para llegar a lo mejor……
    Está muy guay cielo….me encanta la trama. Es fácil farlobtodo hecho, pero el problema es que más adelante con el tiempo no vas a saber resolver los acontecimientos devtunvida… Y hay que intentar hacer las cosas por uno mismo…aunque cueste🥰🥰💕💕😘

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