Las palabras no deberían condicionar nuestras decisiones, si no los hechos, aunque esos hechos duelan.
Le costaba conciliar el sueño. La música había penetrado en lo más profundo de su alma, haciendo tambalear, más si cabe, su ánimo.
Si parece que busco algo…
Que no se deja encontrar…
Ella sabía qué era lo que buscaba, pero… ¿era en realidad lo que deseaba? ¿Quería volver junto al mar? Cuando la arrastró la gran ola, y se encontró sola, en medio de la oscuridad, con cientos de sombras rodeándola, seres desconocidos y terroríficos vigilándola desde las profundidades; cuando vio que aquellas mujeres, sin conocerla de nada, se preocuparon por ella, lo que más anheló, en ese momento de desesperación y angustia, era que la rescatasen, sintiendo que formaba parte de sus vidas, que no estaba sola, que si volvía otra ola, si las sombras la amenazaban de nuevo, ellas estarían ahí. Si las sombras la amenazaban durante su sueño, ellas estarían ahí. Pero ese viejo, testarudo y grosero pescador, había trastocado todo.
¿Y si no estaban? ¿Y si llegado el momento en que ella las necesitase no acudían en su ayuda?
¿Y si tenía razón ese maldito pescador?
Hazme dormir para despertar
El oxígeno líquido en tus labios
Quiero dormir para despertar
En un universo paralelo
Una ligera brisa penetró en la habitación, arrastrando con ella esos versos que no dejaban de sonar. La noche se había adueñado del bosque. La oscuridad volvía a rodearla y esas palabras acariciaron dulcemente su rostro, revolviendo, una vez más, su interior.
En un universo paralelo…
El mar. El mar la llamaba de nuevo, deseaba su compañía. Pero… ¿ella lo deseaba?
Los ojos se le fueron cerrando lentamente, el cansancio le iba haciendo mella. Se agolpaban los recuerdos. Las mujeres, la oscuridad, las sombras, los monstruos, sirenas, la tormenta, cuevas oscuras y tenebrosas… Y, por fin, el sueño la venció.
El anciano salió de las sombras y se sentó a los pies de la cama. La niña temblaba. Ahora todo era una pesadilla. Con cuidado, para no despertarla, le tomó la mano, acariciándola dulcemente.
-No es de frío por lo que tiemblas, pequeña. Pero yo estoy contigo.
Al amanecer, antes de que la niña despertarse, el anciano, regresó junto a la chimenea para preparar el desayuno.
-¿Has descansado? -preguntó, con tono despreocupado, al ver aparecer a la niña-. Espero que sí, porque hoy tenemos mucho trabajo. Y ese pie ya va mucho mejor -indicó al ver que caminaba sin problema-. Así que hay que ponerse en marcha.
-¿Ahora? –se quejó mientras bostezaba.
-No, tranquila, cuando la princesa desee. No se vaya a cansar -dijo irónicamente mientras colocaba un gran tazón con leche y galletas frente a ella-.
La niña lo miró azorada.
-Perdona. Lo siento. Lo he entendido.
-¿Quieres que cuando entres, la casa esté caliente? ¿Comer todos los días? Hay que esforzarse para conseguir todo eso… No te va a llegar llovido del cielo.
-¡Te he dicho que lo he entendido! –replicó, enfadada-. No me hables así.
-Te hablaré como me dé la gana. Aquí se hacen las cosas como yo diga, y, si no, ya sabes lo que tienes que hacer -exclamó señalando la puerta-. Mira… -se dijo, divertido-, así yo seguiré pescando tranquilamente, que era lo que hacía antes de que llegases tú a darme la tabarra.
-Perdón… -musitó, avergonzada.
El viejo soltó una gran carcajada, se sentó a su lado y le acarició el pelo.
-Lo primero: deja de pedir perdón. No puedes estar siempre pidiendo perdón o dando las gracias por todo. Lo hecho, hecho está. Piénsate las cosas antes de hacerlas o de decirlas y así no tendrás que arrepentirte de lo que digas o hagas, ¿no te parece? -le dijo guiñándole un ojo.
La niña asintió, dejó el tazón del desayuno en el fregadero y se acercó a él.
-Entonces… ¿qué tengo que hacer?
-Vamos a darte algo de ropa. Deberías ponerte otra cosa que no sea eso -dijo, señalando la chaqueta que le había prestado-. Que espero algún día me devuelvas… Ah, y lávate esos ojos y péinate que pareces una bruja.
Después de asearse y ponerse un vestido que el anciano sacó de un viejo baúl, fueron la parte de atrás de la cabaña, junto a un pequeño apero, donde guardaba los aparejos de pesca.
-Para comer hay que pescar. Y, como yo no estaré contigo siempre, deberás aprender.
-¿Yo?
El viejo miró a su alrededor.
-¿Hay alguien más?
-Está bien. Enséñame -indicó la niña, decidida, entrando en el habitáculo y cogiendo una larga caña.
-Espera… ¿Dónde crees que vas con eso? -rio a carcajadas el viejo-. Primero deberás aprender a cebar, poner el sedal, colocar el anzuelo… ¡No quieras correr antes de aprender a andar! Anda, coge ese cubo y la fregona, y empieza por fregar el suelo.
Se alejó con una amplia sonrisa iluminando su rostro.
-La caña… Mira que coger la caña… ¡Si es tres veces más grande que ella!
Pasaron varias semanas y las pesadillas continuaban. El anciano, en silencio, velaba sus sueños sentado en una vieja silla. La oía gritar, desesperada. Gritos de terror, unas veces; de angustia, otras. Balbuceaba palabras ininteligibles, abriendo los ojos, sin ver, mirando la nada.
Varias pesadillas se repetían insistentemente. En todas aparecía como una sirena. En una, estaba dentro de una oscura cueva, varias luces se alejaban, y suplicaba que no la dejasen allí, sola. Repetía, una y otra vez, que ella no tenía la culpa, que no había hecho nada malo, que la escuchasen, pero las luces se iban alejando cada vez más, hasta que una de ellas paró súbitamente y, sujetando esa luz, apareció una vieja sirena de cabellos plateados y piel dorada, lanzándole una furibunda y heladora mirada. Sonrío, apagó la luz, y dejó, en total oscuridad, a la pequeña. Sola. Terriblemente sola.
Otra de las pesadillas que la atormentaban, era una en la que, junto a ella, estaba otra sirena, algo mayor. Sonriente, traviesa, divertida. Jugaban con los peces, nadando sin parar. Distraídas, ajenas a todo lo que las rodeaba. De repente, la pequeña avisó a su amiga de que un gran peligro las acechaba, pero sin conseguir que ésta la escuchase. Seguía jugando y riendo, sin hacer caso a lo que le decía. Todos los esfuerzos por hacerse oír eran en vano. La sirena se alejaba, hasta que, de repente, desapareció. La pequeña la buscó sin descanso, pero no la encontró. En un momento determinado, la vio, a lo lejos, entrando en una pequeña cueva, y comenzó a hacerle señales, pero era inútil. La pequeña hacía todo tipo de gestos, pero su amiga ni la miraba. Jugaba con otras sirenas, otros peces. La pequeña se alejó de ella sumida en una gran zozobra.
Las noches que conseguía dormir, sin sobresaltos, el viejo pescador limpiaba su rostro, con toda la delicadeza de la que era capaz, retirando el sudor que caía por su frente.
Con el tiempo, los balbuceos, que antes eran incomprensibles, empezaron a tener sentido para él. Las palabras se convirtieron en frases; las imágenes que ella veía, él las veía con ella; los miedos, las sombras, las dudas, llegaron a ese viejo pescador. Se sentaba a su lado, y la observaba retorcerse, aullar, llorar, suplicar…
-Ahora podemos enfrentarnos juntos a tus miedos, pequeña.
Durante el día, seguía con la tarea de enseñarle a pescar, pero todavía no le había dado la caña. Ésta, aunque estaba deseando cogerla, no le decía nada. Seguía limpiando el cuarto de los aparejos, aprendió a hacer cebo, a poner un carrete, a cambiar un sedal, a coser y remendar las redes… Todo, menos coger la caña.
-¿Cuándo podré pescar? -le preguntó, de improviso, una mañana temprano, mientras limpiaba, en las escaleras de la cabaña, las dos hermosas lubinas que había traído el viejo.
-Cuando estés lista -fue su única respuesta.
-Pero… Ya ha pasado mucho tiempo… ¡Quiero pescar!
-Lo sé, pero no estás lista.
-¿Y cómo voy a estarlo si no me dejas usar la caña?
El pescador la miró divertido y le preguntó:
-Si eres una sirena, ¿para qué quieres aprender a pescar con una caña?
La niña, enfadada, se levantó.
-Entonces, ¿qué hago aquí? ¿Para qué estoy haciendo todo esto?
-Para lo que viniste. Averiguar quién eres. Si al final decides que no quieres ser una sirena, cogerás la caña, antes no. Y deja de protestar, que no haces otra cosa. Vete a la casa y prepara la comida.
-Pero…
-Ni peros, ni gaitas. ¿No te he dicho que aquí se hace lo que yo diga? Pues arreando, pesada. ¿O sabes tú más que yo? -preguntó desafiante.
La niña, sin saber qué decirle, cogió el pescado, ya limpio, y se dirigió a la cocina.
-No debería haber venido nunca. ¡Viejo cascarrabias impertinente! Se cree que sabe más que nadie. ¡Yo ya puedo pescar! -se la oía refunfuñar en la cocina.
El anciano encendió un cigarrillo, aspiro una profunda calada, y sonrió.
-Es más terca que una mula, pero eso hará que lo consiga… si se lo propone.
Los meses pasaron, y una noche, mientras el viejo estaba sentado en el porche, advirtió cómo varios pares de ojos le observaran. Sin mirar hacia donde sabía que le estaban mirando, gritó a los árboles:
-¿Qué queréis, viejas cotillas?
Las mujeres, sorprendidas por haber sido descubiertas, se miraron entre ellas, pero la más mayor enseguida se recompuso y se acercó al pescador.
-Sólo queríamos saber de la chiquilla. Si se encuentra bien. Que estando contigo…
-Estando conmigo está mucho mejor que con vosotras, así que ya lo sabéis, ¡largo de aquí!
-Queremos verla.
-¿Para qué? Ya os he dicho que está muy bien.
-No nos fiamos de ti -le dijo, desafiante, la mujer mayor, acercándose a la cabaña.
-Será que no te fías tú, vieja arpía, las demás no han dicho nada -dijo socarrón, mientras daba una larga calada a su cigarro.
-Pues sí -confesó -, no me fío. Por eso quiero saber cómo está.
-Estoy bien -dijo la niña, saliendo al porche -. No os preocupéis por mí.
-Siempre nos preocuparemos de ti -dijo, la mayor acercándose un poco más.
-Que he dicho que no te acerques -volvió a advertirle el pescador.
-Contigo no tengo nada qué hablar -le aseguró la mujer, enfadada -. Estoy hablando con la niña.
-Pues mira, está bien, eso que me ahorro –dijo, sonriendo, mientras se levantaba y penetraba en la casa-. Toda para ti -exclamó, dirigiéndose a la niña-. ¡Menudo descanso! A partir de ahora te encargas tú de esas viejas locas. Yo me voy a dormir.
Esa noche, al entrar en su habitación, la sorprendió sentada en el borde de la cama. Parecía despierta, pero su mirada estaba perdida hacia el ventanal. No se atrevió a acercarse, y permaneció unos minutos de pie, en la puerta, sin moverse. La niña, de repente, giró la cabeza hacia él, le miró y sonrió.
-¿Estás bien? -le preguntó, preocupado.
La pequeña no contestó. Volvió a dirigir la mirada hacia la ventana.
-No me quieren -dijo, por fin.
-¿Quién?
-Ellos -y señaló el horizonte, en dirección al mar.
-¿Ellos? ¿Te refieres a las viejas?
-No, ellas no. Ellas ya sé que no me quieren. He visto cómo te miran y te tratan. Sólo quieren sentirse bien ellas. No buscan nada más que parecer que hacen algo pero, al final, sólo puedes hacer lo que ellas quieran. Si no… ¿por qué en vez de ayudar a la vieja del acantilado la dejan que grite y haga con que se va a tirar? Si la quisiesen ayudar, deberían sacarla de allí.
-O tirarla -aseguró el pescador.
La niña sonrió ante la ocurrencia.
-No, no me refería a ellas. Son ellos los que no me quieren -y volvió a señalar hacia la ventana, en dirección al mar.
-¿Quiénes son ellos? -quiso saber, aún con miedo de que la niña volviese a cerrarse en sí misma y no le contestase.
-Los que deberían haberme cuidado. Los que cuando me perdí, no me buscaron. Los que cuando pregunté, no me contestaron.
-Si no lo hicieron, ¿no crees que tendrían un motivo?
-Sí, lo tenían -aseguró-. No lo hicieron porque no me amaban. Y ahora, cuando el mar se siente sólo, porque a él también lo han abandonado, viene a buscarme. Quiere que vuelva con él. Me llama insistente. Usa todas sus armas para convencerme. Ha pedido ayuda al viento, y éste, noche tras noche viene a verme, penetra en la habitación y trae con él la música.
-¿Música? No escucho ninguna música.
La niña le miró, y, lentamente, rozó con su pequeña mano el curtido rostro del pescador. En ese momento, una suave voz se escuchó en la habitación.
Borra todos mis recuerdos
De este país sin corazón…
El viejo pescador había luchado contra grandes peces y las fuerzas de la naturaleza por lejanos y profundos mares. Había naufragado decenas de veces, había contraído fiebres extrañas, había sido mordido, arañado, golpeado y abandonado a su suerte otras tantas veces, pero siempre encontró la manera de salir a flote y sobrevivir.
La vida no la había concebido nunca sino en medio de terribles tormentas o bajo un sol abrasador, peleando con enormes peces, mientras los demás pescadores le miraban, desde la orilla, sentados cómodamente en sus hamacas, protegidos del sol y de la lluvia, bajo toldo, viendo cómo luchaba contra ellos, lleno de heridas, cambiando los anzuelos cada vez que uno de esos malditos peces lo arrastraba con él.
Ese mismo pescador que un día, cansado de todo, decidió retirarse a su vieja y destartalada cabaña, para pescar tranquilamente en la parte más descansada y calmada de la orilla, desde donde veía acercarse las tormentas, predecía días asfixiantes de calor, y sonreía cuando algún joven pescador le decía dónde encontrar los peces más grandes.
-Pues ya sabes dónde tienes que ir. Yo estoy muy tranquilo aquí -les aseguraba cada vez que intentaban convencerles para que les acompañase.
O cuando el joven pescador que acompañaba a las “arpías”, se quejaba amargamente de su terrible vida.
-Un día de estos le voy a dar una patada en el culo que se le van a quitar los lloriqueos para que se queje con razón -decía cada vez que le veía refunfuñar y protestar.
Ese viejo pescador se enfrentaba ahora a una chiquilla débil, frágil, aterrada, que pedía a gritos su ayuda, y que necesitaba saber, para poder superar ese miedo que la perseguía noche y día, quién era.
El anciano permaneció en silencio, a su lado.
Si debo partir de cero
Y no sé por dónde empezar
Lo único que pido es no volverme a equivocar…
–No puedes evitar equivocarte. Está en la esencia del ser humano.
El ser apareció junto a ella, pero el pescador parecía no verle. Seguía mirando hacia la ventana, en silencio.
-No podría soportar de nuevo ese dolor.
-La vida también es dolor, sufrimiento, amargura… No puedes vivir sin equivocarte, sin sentir ese dolor, sin sufrir. ¿Crees que él no se ha equivocado nunca? -le preguntó, señalando al pescador, que seguía ajeno a la conversación entre la sirena y el ser.
-¿Él? No, él sabe muy bien qué hacer -aseguró la niña.
-Nadie está exento de equivocarse. La vida está llena de aciertos y errores, de éxitos y fracasos, y él, como todos, también los ha tenido. Pero sabe algo que la mayoría no sabe y desearían conocer.
-¿Qué? -preguntó con curiosidad, mientras dirigía su mirada al pescador.
-Él sabe quién es.
La niña mirando al ser, le dijo:
-Yo también deseo conocerlo.
-Tú ya lo sabes -afirmó, desapareciendo en la oscuridad.
En ese momento, el pescador se giró y miró a la pequeña.
-Ha llegado el momento, ¿verdad?
Continuará…
Cada vez más interesante, ¿se decidirá?