Ataúdes, esqueletos, sillas eléctricas, hachas manchadas de sangre, fantasmas… No, hoy no os voy a hablar de Jalogüin, sino del director de cine de terror William Castle, el rey del gimmick (truco).
¡Hoy me voy al cine! Si me quieres acompañar, ya sabéis…
Nueva York, 1914. Nacía un niño que acabaría convirtiéndose en un conocido director y productor de películas de terror de serie B. No sería por sus películas, que para ser sinceros eran malas a rabiar, sino por el espectáculo que organizaba antes, durante y después de cada estreno. Pero como digo siempre, comencemos por el principio.
Cuando se quedó huérfano, su hermana mayor le llevó a ver otra obra, un poco más conocida, Drácula, y el protagonista era nada más y nada menos que Bela Lugosi (el mejor Drácula, y punto). El hecho de que fuese a todas las sesiones que pudo, gastándose la paga de los domingos, hizo que Bela Lugosi se fijase en ese niño pesado de la primera fila que le miraba embelesado. Le fichó y se lo llevó de gira por todo el país, como asistente del director de escena (retiro lo que os he dicho otras veces de las obsesiones)
El chaval, en muy poco tiempo, empezó a demostrar que tenía talento para el espectáculo, y se le ocurrió una idea: colocaron ataúdes en el exterior de los teatros, y también fue suya la idea de hacer desaparecer a Drácula en medio de la función, mediante una nube de humo, haciendo que apareciese en mitad del patio de butacas, acojonando al personal (¿os he dicho que en esa época tenía trece años el chaval?)
Con quince años, decidió que quería ser actor y se presentó a un casting, diciendo que era sobrino de un famoso productor, Samuel Goldwyn, que tenía fama de ser “un hijo de puta despiadado”, por lo que le cogieron sin pensárselo dos veces (morro le echaba el tío, sí señor)
Estuvo en varias obras de teatro en Broadway, tanto de actor como de director de escena, pero a él lo que le gustaba era la gran pantalla, y allá que fue.
Lo intentó en Hollywood durante unos años, pero pasaron de él y volvió a Nueva York. Se enteró que Orson Welles estaba a punto de comenzar a rodar su primera película, Ciudadano Kane, e iba a dejar el teatro que tenía en Connecticut. ¿Qué hizo? Pues seguramente lo que casi ninguno nos atreveríamos: averiguó el número de teléfono (vete a saber cómo) de Orson Welles y se dedicó a darle la tabarra hasta que consiguió que le alquilase el teatro; cosa que pudo hacer porque no era un manirroto y tenía todavía el dinero de la herencia de su padre, que murió cuando él tenía diez años (espabilao y ahorrador, el yerno que toda suegra quiere tener).
Ahora tenía que encontrar a una actriz más o menos reconocida para su obra, y pensó en Ellen Schwanneke (no, yo tampoco la conocía). Pero se encontró un pequeño problema, era alemana. Y diréis: ¿qué tendrá que ver? Pues resulta que las normas del gremio del cine americano de esos años permitían actuar a los actores alemanes si habían participado en Alemania en esa misma obra. ¿Qué porqué? Pos ni puñetera idea, os soy sincera, pero a nuestro protagonista de hoy eso no le iba a frenar, así que se inventó una obra: Das ist nicht für Kinder (traducido por San Google como Esto no es para niños). Obra que escribió en dos días y luego la tradujo al alemán (así quedaría).
Aunque tuvo una ayuda inesperada, que le daría un empujón publicitario. El mismo Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda nazi, se interesó por esa actriz, pero ella se negó a trabajar para ellos, por lo que Castle lo uso para dar publicidad a su actriz como “La chica que dijo “no” a Hitler”, y además denunció que habían entrado en el teatro nazis y lo habían destrozado, cuando había sido el mismo Castle quien lo puso manga por hombro y pintó esvásticas por las paredes de la fachada. Claro, cuando estrenó esa obra, todo el mundo quería ir a verla (el morbo, ya sabéis) y fue un éxito. (Si esto os parece buena publi, esperad).
En Columbia, vieron que el chaval valía y lo contrataron. Hizo de actor, guionista y director de diálogos, hasta que consiguió que le dejasen dirigir su primera película, The Chance of a Lifetime, que resultó ser un fracaso. Pero algo verían, que siguieron confiando en él, y dirigió varias películas más, igual de malas, pero que por el precio que costaban las hacía como churros, y salían rentables a la compañía. Película mala, poco presupuesto, poco tiempo de rodaje, dinero seguro. La industria cinematográfica de entonces funcionaba así, a mí que me registren.
Al ser bueno en lo suyo, trabajó para varias compañías, además de Columbia, Monogram o Universal, llegando a dirigir unas cuarenta películas de serie B: del oeste, de crímenes, basadas en seriales de la radio… Eran películas malas, pero él se movía como pez en el agua. En esa época se volvió a cruzar con Orson Welles, ya que fue director de la segunda unidad de La Dama de Shanghái (el director de una segunda unidad es el que dirige las tomas con los extras, de exteriores, con los figurantes… vamos, que no toca a los protas).
Pero Castle, en realidad, lo que quería era ser dueño y señor de sus propias películas. Cuando acabaron los contratos con esas productoras decidió montar la suya propia, y hacer el cine que él, verdaderamente, y desde los ocho años, deseaba hacer. El cine de terror.
Y aquí es donde empieza el espectáculo (al loro, no he dicho las pelis, he dicho el espectáculo)
Para su primera película, Macabre (1958), hipotecó su casa. La rodó, como lo hacía siempre, en dos días, y con actores que les conocían en su casa a la hora de comer, pero se le ocurrió algo: rodó un anuncio diciendo que todo aquel que fuese a ver la película estaba cubierto por un seguro de vida 1000 $ (una pasta para la época), para el que, por el miedo causado, muriese viendo la película (había que abstenerse quien sufriese del corazón o se suicidase después, pa esos no había na). Y, de verdad, una compañía aseguradora lo cubrió, Lloyd’s of London. Contrató a señoritas disfrazadas de enfermeras para atender a los espectadores que sufriesen, y en la puerta les esperaba una ambulancia (y para los muertos un ataúd).
Como supondréis, fue todo un éxito, y los cines se llenaron. Si la cinta le costó rodarla 90000 $, recaudó cerca de 2 millones, aunque la crítica la puso a parir.
Para la segunda contrató (ya tenía más pasta) a Vincent Price, La mansión de los horrores. En el estreno de esa película, en una escena determinada, un esqueleto asusta a la protagonista. ¿Qué hizo nuestro director? Colgó del techo de los cines, donde se proyectaba, un esqueleto que salía por encima de los espectadores colgado de un hilo, justo cuando aparecía en la gran pantalla. ¿Asustó? Pos parece ser que no mucho, porque cuando ya todo el mundo conocía el truco, los que iban se dedicaban a tirarle de todo al pobre esqueleto, pero, eso sí, los chavales se lo pasaban bomba. Otro éxito.
Llegó Escalofrío (1959), con Vincet Price, de nuevo. Aquí lo que usó fueron las “sillas eléctricas”. Me explico. Para matar al monstruo de la peli con dar chillidos bastaba (sí, lo sé), así que en mitad de la proyección ésta se paraba y se fundía a negro. Se oía la voz de Castle diciendo que en el cine estaba el monstruo (vale, aceptamos barco…) y que debían chillar. A ver, chillar, chillarían poco, eso ya lo sabía él, pero no hablamos de cualquiera. Colocó motores vibradores, que se usaban en las alas de los aviones militares para descongelarlas (¡Dios, qué imaginación tenía este hombre!) en algunos de los asientos, y, en ese momento, comenzaban a vibrar haciendo que los ocupantes de los asientos chillasen como posesos. A ese efecto le llamó “Percepto”. Pos sí, un nuevo éxito.
En 13 fantasmas recurrió al 3D (chavales, no habéis inventao na). Vale, que no era el 3D de Avatar, sí, también es verdad. Resulta que con la entrada te daban unas gafas. Si creías en los fantasmas mientras se proyectaba la película, debías mirar por la parte de arriba y los verías pululando por la sala (qué Poltergeist ni Poltergeist). Y si no creías, por la de abajo. Imaginad la cantidad de fantasmas que verían (el chiste fácil os lo dejo a vosotros).
En 1960, con Homicidio, probó otra cosa, “el pasillo de los cobardes”. Si la película te daba mucho miedo (no os riáis, malajes) te podías escabullir por un pasillo a oscuras para que no te viesen y supiesen que eras un cobarde, y te devolvían el dinero. Pero hecha la ley hecha la trampa. Algunos espectadores lo que hacían era que se quedaban escondidos y esperaban a la siguiente proyección (sí, milennials, eso se podía hacer antes, pero yo no lo he hecho nunca, nunca de nunca). Por lo que cuando desde la sala de proyección se veía a alguien ir hacia allí una voz les iba llamando ‘gallinas’ y debían recoger el dinero en una cabina amarilla a la vista de todos. Exacto, otro éxito.
En Mr. Sardonicus (1961), Castle quiso que fuese el público quien decidiese el final. ¿Alguno de vosotros se acuerda del Teletrebol? Ese mando que te permitía participar en un concurso de Telecinco desde casa, contestando preguntas y que era to un truco (esto va para los boomers). Pues algo parecido. Junto a la entrada, les habían dado unas cartulinas con unos dedos, al estilo César, y casi al final de la película aparecía el director en la pantalla: si querían que el final fuera que el malo ganase, debían levantar el dedo; si querían que perdiese, debían bajarlo. La gente lo hacía, y Castle (desde la peli YA GRABADA) contaba los dedos arriba o abajo, y, ¡qué cosas!, siempre salía que perdía el malo (ejem, ejem).
Empezaban a escasearle las ideas, y en la siguiente película, de la que era prota Joan Crawford (no estaba en lo mejor de su carrera), no montó ningún show, sino que simplemente se dedicó a repartir hachas de cartón pintadas de rojo, que en algunos cines la misma Joan se encargaba de dar, para que el que quisiera se pusiese en mitad de la película a dar hachazos (¡que hagan eso ahora!)
Hubo varias películas más con esos ‘numeritos’, pero no fueron tan sonados. En Zotz (1961), regalaba a los espectadores “una moneda mágica”, o en Amor entre sombras (1964), donde el tráiler eran seis minutos de un hipnotizador, que se suponía te dejaba hipnotizado e irías a ver la película, sí o sí.
Los trucos empezaban a resultar cansinos, aburridos y sin sentido (tardaron años en darse cuenta), y dejó de realizarlos, centrándose en películas de terror, pero sin tonterías de esas, y de otro género, como comedias.
En esa época se dio de bruces con una novela (tenía que salir un libro en un hilo de La Rueca), Rosemary’s Baby (La semilla del diablo), de Ira Levin. Se enamoró del libro y compró los derechos de autor para hacer la película, hipotecando de nuevo su casa; no le quedaba dinero para producirla, y la presentó a la Paramount. A ésta le encantó la idea, pero ni de coña iba a dejar que fuese Castle, el de los trucos baratos, quien la dirigiese. Decidieron que sería mejor un director un poco más serio y formal, Roman Polanski. Propuso a Sharon Tate, su mujer, que acabó asesinada por la “familia” Manson (si no conocéis la historia, la buscáis), aunque finalmente fue Mia Farrow.
Como comprenderéis a Castle no le hizo ni puñetera gracia, pero el proyecto le gustaba tanto que cedió, siendo productor. Se convirtió en un éxito, como ya sabéis. Pero para Castle lo fue por partida doble, crítica y público, algo que no estaba acostumbrado.
Nunca más volvió a tener un éxito así. Siguió varios años más haciendo cine y pelis para la televisión. También escribió sus memorias, Step Right Up, I’m Gonna Scare The Pants Off America (traducción de San Google: Da un paso adelante, voy a asustar a los pantalones de América).
Como habéis visto fue un director de cine muy reconocido, pero no precisamente por sus películas. Tenía grandes admiradores, entre ellos el mismísimo Hitchcock, del que en uno de sus proyectos para la tele homenajeó con su clásica y famosísima silueta.
En 1993, el director Joe Dante, le hizo un guiño en su película Matinee, donde el personaje principal, que daba vida el actor John Goodman, era un director un poco loco donde hacía trucos antes de sus películas (¿os suena?).
Además Robert Zemeckis, fundó, en 1998, el estudio llamado Dark Castle Entertaiment, dedicado a producir películas con su espíritu, y entre ellas hicieron remakes de La mansión de los horrores o Trece fantasmas.
Castle murió en 1977 de un infarto, pero para su desgracia no lo hizo ningún susto, cosa que seguro que le hubiese encantado.
Muchas gracias… Y hasta el próximo viaje.
Joer, qué bueno, me ha encantado!!!
Muchas gracias, Bea.
Era un fenómeno el tío…..me encanta chuli.🥰🥰🥰🥰
Sí, sabía muy bien lo que quería su público. Muchas gracias por leerme, Arancha